viernes, 28 de agosto de 2009

Tierra dorada

Allá donde alcanzaba mi vista todo eran paisajes que desconocía. Árboles huesudos y desnudos que nunca había visto antes.

Campos de un color ocre, como la mostaza, pero no eran las cosechas norteñas de España, no, eran tierras enteras. Tierra dorada. Campo y más campo destellando al sol.

Todo estaba en ruinas, como si hubiera pasado un terremoto o una guerra. No había una sola pared entera a kilómetros. ¿Cómo había llegado allí? En un sueño, supuse, no tenía más explicación.

Me abría paso con cuidado entre los escombros, lentamente, como si temiera que algo fuese a reventar de repente. Pero no pasó nada y poco a poco todo aquel lugar empezó a parecerme hogareño y simpático.

Empezó a enseñarme su alma.

Iba con mi cámara por aquellos lugares olvidando el hambre y la sed. Sin sentir nada. Simplemente caminaba y buscaba las imágenes que querría recordar toda la vida.

Pasados unos metros vi a unos hombres que llegaban.

Eran unos cuatro o cinco hombres, totalmente vestidos de negro. No llevaban un traje convencional ni nada que se les pareciese. Eran como unos trajes de gasa que les envolvía más que vestirles.

Ellos eran de tez tosca, de piel curtida y áspera, morena, llevaban barba de varios días y un pelo frondoso y moreno. Reían. Reían a carcajada limpia. En aquel sitio no habría nadie que se lo impidiera.

Subían por las ruinas ágiles. Muy ágiles. Estaban en su terreno, se notaba. Sólo una persona que sabe qué piedra no se va a caer actúa de una manera ten desenfadada en un lugar tan muerto. Tan cruel.

Me acerqué a ellos, temerosa, pensando en si, tal vez, podría estar lo suficientemente cerca para hacer una foto sin que ellos me viesen, pero me detectaron antes incluso de que pudiera ver que cerca de ellos los arbustos empezaban a tener flores.

El primero que me vio estaba subido en una pared derruida, me miró curioso y divertido. Si ellos eran así, no estarían muy acostumbrados a ver a alguien como yo.

Debió ser todo un acontecimiento.

Una vez descubierta pensé que salir no sería tan grave, que no me harían nada, así que lo hice y tomé un par de fotos.

Los hombres rieron divertidos, ahora sí, todos, mientras me miraban con hambre. Con mucha hambre.

No podía entender nada de lo que me decían, su lengua era totalmente distinta a la mía y ya se preocupaban ellos de que sus gestos no les delatasen. Yo, simplemente, les observaba perpleja y sonreía.

Al cabo de un rato algo pasó y ellos se fueron corriendo.

No supe en ese momento si estaría pasando algo horrible que pudiera venir a devorarme entera. Tampoco supe si era la hora del almuerzo o de volver al trabajo. Para mí allí todo estaba vacío de rutinas y minutos.

Sólo pensé en que yo estaba allí por algún motivo y fuera cual fuese la sorpresa que la vida me deparaba yo no era quien para cambiarlo. Sólo era libre de vivirlo como se me antojase.

Miré al abrasador sol con una sonrisa de complicidad porque era el único compañero conocido que me arropaba en esta y cualquier otra inusual aventura.

El único que debía saber cómo había llegado allí.

Yo me senté en aquella tierra dorada, miré los arbustos floridos, las ruinas, a lo lejos seguí viendo esa tierra y ruinas y más ruinas.

Tal vez a unos simples doscientos o trescientos metros haya algo. Quizá valdría con echarse a andar para encontrar una civilización magnífica y hospitalaria. Pero yo me quedé ahí, sentada.

Me sentía más a gusto, más protegida, bajo el sol que entre mortales.

viernes, 21 de agosto de 2009

Compartiendo el mismo suspiro

Por una vez estábamos los tres allí, juntos, tumbados sobre ese sofá.
Esto no quiere decir que antes el mundo no nos hubiese visto compartir espacio tiempo, si no que nunca lo habíamos compartido así.
La habitación estaba oscura, pero cálida. Yo estaba tumbada con los ojos clavados en el techo y un hombre en cada costado.
Dos. Y eran amigos.
Qué podría contar de ellos para que el mundo entero sintiese lo que yo, para que vieran que son complementarios, que el uno sin el otro es un amor cojo. Son obras de arte sin un brazo cada uno.
Alberto había sido el primer amor de mi vida. Alto, guapo, inteligente y con una eterna guerra interna que le hacía un poeta atormentado. Un niño caprichoso. Con una voz dulce y sinuosa y unas manos delgadas y largas.
Tenía el encanto especial de un niño mayor de edad. Un niño con cambios de humor, pero con una infinita capacidad de amar escondida.
Jaime era muy distinto, era algo más bajo y fuerte, aunque también apuesto e inteligente como Alberto, aunque cada uno a su manera, supongo.
Jaime tenía unos brazos fuertes, una voz socarrona y cavernosa, una mirada penetrante que podía hacer temblar el mundo entero. No sabía como sería como confidente o como amante, pero le intuía cariñoso y pasional. Era como una bestia vestida de traje. Se le veía muy animal. Muy entero. Muy en su sitio.

Y aquel día allí estaba yo, con un hombre a cada costado. Pensando en que, tal vez, ese sería el paraíso de cualquier mujer a la que le encantase el hombre en todo su esplendor. Con todos sus pequeños matices y manías.
Primero besé a Alberto, como siempre lo hice, desde la inocencia y la timidez, suavemente, dejando que sus labios se posaran en los míos poco a poco, como si aún fuese aquella niña que se enamoró de él hasta el último rincón del alma.
Jaime lo sabía, lo veía todo, me lo estaba diciendo al oído. Esa voz. Jaime, vaya voz. Me haces temblar el corazón entero, me tiembla tu eco dentro de la piel.
Jaime sonreía, travieso, porque en su avidez de hombre no caben los celos. Porque sabe que Alberto está ahí, pero él también, él tiene su momento. No tiene prisa. Ni rival que valga.

Entonces me giré y besé a Jaime a espaldas de Alberto. Alberto sí que no podía verlo, para él no sería una anécdota picante a añadir al juego. Así que fue un beso de fuego lento. De fuego mudo, sin manos furtivas ni gemidos.
No hay gritos que valgan, caperucita (me dijo)

Los segundos pasaban en mi doble juego. Pasaban amenazantes porque cada segundo era un segundo menos hasta que algo cambiase, hasta que algo hiciese que todo terminara. Mirando al techo empezaron a desdibujarse los contornos.
Ahora mis hombres estaban borrosos, como dos fantasmas, como dos nubes de humo envolviéndome.
No sentí miedo. Sé que aun eran ellos. Eran sus esencias.

Aspiré profundamente, me llené los pulmones con sus cuerpos difusos, con sus centímetros de humo blanco y caliente. Con su vida.

Allí me quedé sola, sobre aquel sofá, con ellos dos conviviendo dentro de mi pecho, en armonía, cada uno besando un pulmón. Revolviéndome y haciéndome sonreír.
Así me dormí, plena, calma. Mis dos hombres me cuidan la espalda.