sábado, 21 de febrero de 2009

Saxofonista


La luz era tenue y difusa. Una farola vieja y ajada regalaba una noche más su brillo.
Ahí abajo algo refulgía incesante, era un saxofón novato a manos de una muchacha que por ser inexperta aun no apuntaba ni maneras.
Tenía un blues escrito en el alma mientras afilaba las manos sobre las teclas, pero no soplaba, sólo en su cabeza sonaba una desgarradora y trágica melodía.
Nostalgia.
Soledad.
El abrigo del asfalto en plena noche, en verano, cuando ves subir el humo y distorsionar el paisaje urbano, romper una realidad cuadriculada con tiralíneas, moverse tan rápido que queda dibujada una estela de reflejos ambarinos.
Un paseo por una Gran Vía abarrotada de extravagancias.
El mundo entero se miraba en el dorado espejo de su saxofón. Las notas fluían, cada vez el temor era menos así iba creciendo la inspiración. La tristeza se tornó en graves, la agonía en agudos, y fueron entretejiendo un sentimiento ambivalente que a muchos les sabía a miel y a otros a whisky. Pero a todos les quedaba un regusto agridulce cuando el silencio amenazaba con llegar y cubrirles.
La madrugada aterrizó implacable, y todas esas miradas del público corrieron a sus camas para descansar. Mientras tanto ella, siguió tocando, practicando, para endulzarle la llegada al alba, mientras la madrugada alimentaba su alma con el más helado rocío que tenía, con sus nostalgia clavada en los huesos.

domingo, 15 de febrero de 2009

Carlita

Era una de esas reuniones familiares horribles en las que todos los padres y tíos del mundo se reúnen para contarse unos a otros lo buenos y magníficos padres que son y lo horribles que son sus hijos.
Allí estábamos mi prima Carlita y yo, aguantando el temporal y pensando que todo esto valía la pena por volvernos a ver después de no sé cuántos meses y por probar la comida de la abuela de nuevo.
Teníamos unas habitaciones enormes, preciosas y muy coloridas. La abuela vivía sola y preparaba estos encuentros con mucho cariño, sobretodo para los primos más pequeños, pero Carlita y yo salíamos bien paradas pese a ser las mayores (para la abuela nunca seríamos "mayores")
Los padres de Carlita estaban enfadados por vete tú a saber qué cosa que ella había hecho.
En mal momento lo hice.
Defendí a mi prima y entonces saltó mi madre contra mí. Un caos. Se formó un griterío tremendo entre unos y otros y mi abuela fue a refugiarse en la cocina con un suspiro.
Me fui a la habitación furibunda, no cabreadilla no, furibunda. Planeé escaparme, al menos un rato, para no ver a los mandamases familiares poniéndonos verdes creyendo, encima, tener razón.
Mi sorpresa fue cuando, al salir a escondidas de la casa, una mano se posó en mi hombro. Era Carlita. Decía que venía conmigo.
Así nos embarcamos en un tranquilo paseo por una ciudad ennegrecida por la contaminación, la lluvia y la noche.
Nos pusimos las capuchas del jersey negro que teníamos igual y le pasé el brazo por encima de los hombros con gesto maternal. Sólo le sacaba dos años pero... era mi pequeña Carlita. Ella me admiraba por encima de todas las cosas.
Llegamos al viejo cine y allí estaban algunos de mis conocidos del lugar.
Nos saludamos con sus correspondientes "¿Qué tal?", "¡Cuánto tiempo!" y nos contamos un poco la vida mientras estábamos en la fila.
Entonces les vi llegar.
Era un grupo de chavales, bastante dispares entre ellos y cada uno venía con una muleta. Una sola. Se acercaron y nos dijeron que daban diversión a cambio de uno o un par de euros.
Ese dinero se pagaba a modo de "alquiler" de la muleta y con ella hacían una pelea al más puro estilo espadachines, con el miembro de ellos que decidieran.
Carlita quiso participar, me miró con un gesto que delataba ansia de admiración por mi parte, pero le quité la muleta de la mano y dije que ni Carlita ni yo íbamos a participar, sólo nos faltaba tener que volver lisiadas, con la que ya nos iba a caer.
Decidió hacerlo Sara y su contrincante fue "Arantxa Calle Cálle". Una chica menuda con el pelo teñido de morado, sujeto en dos moñitos con unas pinzas rojas.
A partir de ahí se sucedieron peleas sin importancia, realmente parecía más esgrima que una pelea callejera muletas en mano (que era lo que yo pensaba), así que tras un rato bajo el frío y un calabobos de lo más molesto, Carlita y yo decidimos marcharnos.
Cuando nos íbamos, llegó un muchacho de unos veintitantos años que llevaba una bomber azul clara con los elásticos en azul marino, pelo rubio y gafas al aire. No fue tan bien recibido como los otros, pero le conduje a quien buscaba y después me marché.
Carlita y yo volvimos a casa sin decir nada, juntas, cogidas del brazo, sabiendo la que nos esperaba allí, pero había valido la pena poder salir de aquel alboroto por unas horas.
Después de unos cuantos gritos ininteligibles, amenazas y demás por parte de nuestros progenitores, nos fuimos a nuestras camas y vi de lejos a Carlita sacar un enorme calendario, tenía algunas fechas pintadas en rojo.
Me acerqué un poco sin que me viese.
Tenía marcada la fecha de hoy, desde ahí tenía marcada otra fecha en la que ponía "49 semanas", después otra "empiezan las clases" y unos cuantos meses después tenía otra en la que ponía "Madrid" y mi nombre entre paréntesis.
Abrazó ese mes en el calendario y se quedó dormida.

viernes, 13 de febrero de 2009

Bombardeo

Me despertó un sonido seco y lejano, algo tosco y poco habitual. Despegué los ojos con algo de dificultad pues estaríamos a mitad de una perezosa madrugada.
Me asomé a la ventana y vi a lo lejos unos destellos anaranjados.
Encendí la televisión y ¿Cuál fue mi sorpresa? Bromeaban con un aparente ataque por parte de... ni ellos lo sabían, decían, entre risas nerviosas, que los niños se asomaban sonrientes a las ventanas confunciendo los estallidos con fuegos artificiales.
Los minutos pasaban lentos mientras yo me preguntaba si esto era algo así como cuando Orson Wells dejó en jaque a una ciudad entera con la guerra de los mundos.
Hoy en día por publicidad son capaces de cualquier cosa.
Me quedé un rato reposando en la terraza, notando como las explosiones se oían cada vez más y más alto... no sé cuanto tiempo estuve allí, sólo sé que comencé a alarmarme cuando pude notar la vibración bajo mis pies.
En ese momento en mi pecho cundió el pánico.
Corrí por toda la casa notando como se estremecía el suelo, como temblaba de miedo y me decía que no sabía cuanto tiempo podría sostenerme.
Cogí el teléfono móvil para asegurarme de que alguien me guareciese hasta que todo esto pasara, pero parecía no responder, es como si tocase el botón que tocase él fuera a su libre albedrío, pero tal vez estaba tan nerviosa que no acertaba a hacer lo que mi cerebro ordenara.
Me puse cualquier tipo de ropa y salí corriendo viendo como, detrás de mí, las paredes empezaban a escupir polvo.
Una vez en la calle vi a gente corriendo y a gente paseando. Sentí como si a medias tuviese razón y a medias estuviese equivocada, pero pensé que valía la pena ceder al miedo así fuera absurdo si con ello tenía una oportunidad de salvar la vida.
Pensé en coger el metro o tal vez el autobús... al final salí corriendo en dirección opuesta a mi casa todo lo rápido que pude.
Para cuando llegué al pueblo de al lado me encontré con una mañana soleada y gente llevando a sus niños a jugar al parque. Nada parecía haber pasado. Nadie parecía estar asustado.
Me senté en la espesa hierba de un parque mientras me preguntaba si mis paredes habrían dejado de vomitar su alma sobre el suelo de mi salón.

lunes, 9 de febrero de 2009

Los cachorritos

Esta vez yo era una mera espectadora, como si la realidad entera me mantuviera separada por un cristal, mientras el mundo se hundía.
Veía una casa que estaba empezando a ser atravesada por una extraña lava de un color azul eléctrico. Era extraño, incluso parecían salir llamas del manto negro azulado, con unas puntas brillantes y danzarinas.
Ví como un par de cachorritos, de algún tipo de mamífero, surcaban el incandescente riachuelo sin ni siquiera abrir sus pequeños ojitos.
Aporeé el cristal con fuerza, pero me dí cuenta de que, realmente, no había tal cristal, simplemente yo no podía hacer nada.
Se acercó un animal más grande, parecía un cocker spaniel inglés, de color negro y tenía las zarpas hundidas en la misma extraña lava.
No aullaba, no ladraba, nada... era como si no lo sintiese... empecé a pensar que tal vez la lava era una ilusión trágica, pero que realmente no quemaba ni causaba dolor.
El perro intentó una y mil veces sacar a esos cachorritos de la corriente, pero, no podía. De cuando en cuando levantaba la pata, recelosa y luego, lentamente la volvía a sumergir. Lo mismo con el hocico para intentar levantarlos, pero, al cabo de varias intentonas fallidas, salpicones de lava y rechazos... los cachorritos se sumergieron en la corriente irremediablemente.
Fue entonces cuando pude ver al perro quieto, viendo como todo se marchaba delante de sí, sin moverse, sin ni siquiera sacar alguna pata, incluso le vi dispuesto a tumbarse en aquel río infrahumano. Tan triste.
Ahí, justamente ahí, me di cuenta de cuan letal era ese río aunque antes había dudado de ello.
El perro giró la cabeza y me miró con una extraña mueca de resignación, duda y tristeza que no sólo pude ver en sus profundos ojos negros, sino en que su pequeña carita de peluche estaba desfigurada y malherida, por los salpicones de la lava.

domingo, 1 de febrero de 2009

El precipicio

Jugábamos a disfrutar del mirador, allí estábamos los cuatro, Álvaro y su esposa, la muñeca rubia y yo.
Subíamos a un semicírculo endeble desde donde podía verse toda la ciudad. Yo le pisaba los talones a la esposa de álvaro.
Era una mujer piadosa de rostro tímido y dulce. Iba entera vestida de un gris neutro y llevaba unos zapatos negros del montón. Era esa típica persona que no llama nunca la atención, que dirías que es monja, por ejemplo.
Yo siempre amé a Álvaro y ahora, bueno, no es que le desease lo peor a esa mujer, pero si se torcía un tobillo no me pondría a llorar como una magdalena.
La Muñeca rubia intentaba, sin éxito, convencer a Álvaro de que ella conseguiría hacerle feliz, que era más "para él" que su esposa.
Digamos que tenemos distintas maneras de llegar al mismo sitio.
La Muñeca rubia llevaba un vestido de noche con lentejuelas rojas. Llevaba el pelo ondulado y rubio platino, un maquillaje demasiado oscuro y uno intenso tono carmín en los labios, sostenía su cigarro con un fino y largo soporte, para darle clase al asunto, supongo.
Llegamos todos al semicírculo.
Nos colocamos, de izquierda a derecha, la esposa de Álvaro, él, la Muñeca rubia y yo.
Álvaro abrazó a su esposa con ternura y cariño. Si había pasión entre ellos, lo disimulaban muy bien, pero aún así, a nosotras nos dolía inmensamente.
En ese momento hubo un temblor, no sabría decir si provenía de la tierra o del endeble mirador. Sólo sé que para cuando quise darme cuenta no había nada más que el vacío bajo mis pies.
Nos quedamos los cuatro enganchados con las manos al filo del mismo precipicio, luchando por buscar un hueco en el que acomodar nuestros pies.
Mi instinto de supervivencia se activó instantáneamente, ya ni me acordaba de con quien estaba allí ni de qué era lo que había abajo o qué llevaba puesto de ropa. Tenía que aguantar ahí como fuera hasta que viniera la ayuda. Respiré hondo, me mentalicé y dio la sensación de que la gravedad tenía menos fuerza.
Cuando llegué a una situación "estable" pude empezar a preocuparme por aquellos a quienes tenía cerca.
Álvaro y su mujer estaban pegados el uno al otro, él le susurraba palabras de aliento mientras ella luchaba por no romper a llorar y descomponerse. A veces se miraban y se sonreían, tenían allí todo cuanto deseaban tener en caso de no sobrevivir.
Entonces me fijé en la Muñeca rubia, esa mujer fatal venida a menos. Entonces entendí por qué la palabra agonía era de género femenino.
Les miraba fijamente y, cuando desvió su mirada un momento para observarme a mí, pude ver un rostro roto y desencajado, como si hubieran golpeado la cara de una muñeca de porcelana contra una pared de granito.
Si no fuera imposible diría que lloraba sangre.
Entonces me di cuenta de que sólo había dos opciones ante el amor que, yo pensé, ambas sentíamos hacia Álvaro, o que lo mío no era amor, o que lo suyo era enfermizo. ¿Hasta que punto decidiría perder la vida por alguien que jamás me correspondería? ¿Tan cruel era vivir sin ese amor?
Para mí no valía tanto la pena.

Cuando ví que se soltaba pensé que le habían fallado las fuerzas, que era un accidente. Pero cuando ví que sus zapatos de tacón impactaban contra la roca empujándola hacia fuera, vi claramente que quería disfrutar de la caída, ya que no habría nada más que disfrutar.
Nos dijo adiós en silencio.
Amén.