domingo, 3 de julio de 2011

Infiel

Una suite gigantesca. Con la ropa de cama en color marfil brillante y ribetes dorados.
Todo lo que una novia puede soñar cuando se casa. Una luna de miel con color miel.
No éramos un par de ricachones, ni mucho menos, mi marido era un hombre trabajador de clase media y había llegado a un trato con los del hotel: a cambio de hacer algunos trabajos administrativos para ellos, nos dejaban la suite algo más... digamos... a un precio a medida.
Así que durante la mitad de la mañana tenía que prescindir de su compañía y pasar yo sola la velada en el hotel. Por suerte era un hotel enorme, con todos los lujos y una enorme y cristalina piscina rodeada de hierba y tumbonas.
Bajé a la piscina temprano, cuando aun no había nadie y me hice un par de largos para despejarme la cabeza. Debería ser feliz, pero simplemente estaba conforme y no quería seguir pensando en eso.
No quería pensar.
Algo rozó mi hombro y me sobresalté.
Al girarme vi a un chico que tendría un par de años más que yo. Me había casado joven, era cierto, pero me sentía ya madura desde hacía muchos años. Sin embargo... aquel chico era como un grito. Como un arrebato adolescente.
Me pidió perdón con una sonrisa, le dije que no pasaba nada y le esquivé. Me marché de la piscina casi corriendo.
Él vino detrás de mí y me tocó la espalda suavemente, con toda la mano y mi espalda de sacudió como un látigo.
Me giré y no me dijo nada, sólo sonrió. Seguro que había notado el chasquido entre sus dedos.
Dije que me tenía que ir y escapé corriendo escaleras arriba y acabé en la suite como una niña que sueña despierta con la cabeza hundida en la almohada.
No me dio ni tiempo a pensar qué estaba pasando, cuando al salir de la suite me lo volví a encontrar, de frente, como si me estuviera esperando.
Intenté zafarme y me cogió, me sujetó dulcemente por los codos y en vez de ofenderme, sonreí.
Empezamos a hablar sobre quiénes decíamos ser. Sobre qué nos gustaría hacer. Sobre ese momento.
Sentía tan intimidad con aquel desconocido que me parecía estar haciendo algo profundamente malo.
Salimos de nuevo a la piscina e intentó cogerme de la mano, despacio, colar sus dedos entre los míos, pero vi de lejos a mi marido llegar y le solté.
Le vio.
Y sonrió también.
Pasamos los días siguientes escabulléndonos del mundo, escondiéndonos en habitaciones vacías y metiéndonos bajo las mesas.
No hacíamos nada malo, ni siquiera llegamos a besarnos y, sin embargo, tenía la sensación de que sólo estar con él haciendo travesuras estaba cambiando mi vida.
Cuando llegó la hora de marcharme y vi a mi marido llegar y saludarnos a ambos, creyendo que era un amigo mío e intentando ser cortés. Me di cuenta de que el hombre con el que estaba casada era un desconocido y carne de cañón de una infidelidad más que anunciada.
Lo sentí por él, pero no hice nada.