lunes, 30 de marzo de 2009

El pequeño Eric

Sí, lo hice, los maté a todos. Maté a todos aquellos que estaban o habían estado en mi contra. Reducí el círculo todo lo que pude y me limité a mis padres y a alguno de mis tíos.
Después, después de dejar unas cuantas balas alojadas en unas cuantas cabezas, limpié un poco el revólver con una servilleta de doble capa y metí ambas cosas en mi bolso, cogí el dinero que tenía ahorrado y salí a dar un paseo hacia la estación.
Mientras caminaba iba pensando en el tiempo que tenía. Eran adultos, por lo que la gente tardaría en echarles en falta y... además... no les buscarían hasta pasadas, al menos 24 horas. Para entonces yo ya estaría muy lejos.
En algún trasbordo compraría lejía en alguna droguería o en algún bazar, metería ahí la pistola durante un par de horas y luego... luego la arrojaría por la ventana del vagón. Así lo haría, sí, en medio de ninguna parte.
Sería dificil que pudieran ubicarme en todos esos sitios, en todas esas escenas del crimen a la vez, porque sí, habían caído casi todos a la vez. Ya ni hablemos de poder tener pruebas sin arma homicida.
El paseo estaba siendo gratificante, con esa suave brisa de finales de invierno refrescando mi cara, alborotando un poco mi pelo, trayéndome el suave aroma de la paz.
Ya no habría más problemas, más venganzas familiares, más dolor, ahora todos éramos libres, yo lo hice por mí misma, pero ellos... eran incapaces... así que simplemente les ayudé, a ellos y al mundo, porque no hacían más que crear conflictos.
Entonces oí una voz aguda y musical llamándome a mi espalda.
Me giré, era el pequeño Eric, mi primito de rizos castaños. Me estaba siguiendo.

- ¡Márchate Eric! -

Pero él seguía ahí, avanzando pasito a pasito hacia donde yo estaba. No pude hacer otra cosa que salir corriendo. De su ausencia sí se preocuparían.
Eché a correr y, para mi sorpresa, él corrió detrás de mí. Corría con sus piernecitas de niño de siete años y su mochila del cole... ah, y con todas sus fuerzas. Llegó un momento en el que creí que incluso me iba ganando terreno.
De vez en cuando me giraba y le decía que se marchase, a gritos, pero él lloraba desconsoladamente y me decía

- Primita espérame -

Aun me hablaba con tanto cariño... supongo que aun no sabía que una de mis víctimas era su madre.
Al final me pudo la sensación de sufrimiento del pequeño, me paré y le esperé en un portal.
En cuanto llegó se tiró a mis brazos y me dijo:

- Quiero irme contigo -

Le miré profundamente sorprendida. Enredé mi mano entre sus bucles cobrizos y miré fijamente a esos ojos tristones de buho que tenía.

-¿Qué estás diciendo, Eric? -
- Quiero irme contigo, sólo me quedas tú -
-¿Has... has... estado en casa? -
- Sí... mamá está muerta... pero mira primita - sonrió - te he traído esto -

Sacó de la mochila el bolso de su madre. Me lo dio.

- ¡Tienes que llevarlo a casa, Eric! -
- Pero aquí hay dinero, y así podrás llevarme contigo ¡No comeré nada, prima! ¡Me portaré bien! En serio...-

Le abracé y recé por encontrar rápido una solución a todo esto. Me había criado con ese niño, siempre había visto lo mal que le trataban en casa, por eso siempre me ofrecí a llevarlo al parque o a ir a cuidarlo a casa, porque necesitaba a alguien y yo ahora le había dejado más solo si cabe.

- No puedes venir conmigo pequeño, porque yo tengo que marcharme y si tú vienes conmigo, nos buscarán - el niño agachó la cabeza - pero vendré a buscarte, ya lo verás.
- ¿Me lo prometes? -
- Claro - le sonreí
- ¿Y ahora donde voy? No quiero volver a casa... -
- Vale, ve a casa de la tía Fe y dile que cuando has llegado a casa tu madre te había dejado una nota que decía que había salido a un recado y que no querías estar solo, ella te acogerá -
- Vale, primita, iré... ¿Luego vendrás tú a por mí? -
- No sé cuando volveré, pero te buscaré. Ahora tienes que irte -

Le di un besito en la frente y un cachete en el culo y le vi marcharse con la cabeza agachada y pateando una piedra, despacito.
No habría avanzado ni diez metros cuando se dio la vuelta y, al verme aun quieta mirándole me dijo:

- Gracias, primita -
- ¿Por qué me las das? -
- Porque la tía Fe nunca me grita -
- Pero... ¿Eso qué tiene que ver conmigo? -
- Pues que sé... que tú... no eres mala, me has salvado -

viernes, 27 de marzo de 2009

Entre serpientes

Avanzaba por un desierto atérmico en el que mis pies rozaban una arena que debía ser incandescente y era neutra.
A cada paso tenía que esquivar aquí o allá decenas de pequeñas culebrillas de colores chillones, rojos, azulones, como si fueran de alguna especie autóctona y exótica.
Yo llevaba colgada mi cámara, por si alguno de esos ejemplares se dejaba retratar y tener así una "cara" nueva en mi colección.
Cogí una de ellas, no mediría más de diez centímetros y era de un fucsia intenso, estaba entrelazada con otra azulona en un peligroso baile, tan peligroso, que a punto estuvo de llevarse un trozo de mi dedo índice.
Conseguí una foto más o menos decente de la escena y proseguí.
Tras horas caminando, me sobrecogió una extraña escena, se abrían unas planicies a un lado y a otro de mi camino. Eran llanas y negras, como de ébano, como suelo de caoba... y algo así debían ser, porque sobre ellas reposaba una cuidada mesa de marfil y cristal y un par de sofás bien grandes de cuero negro.
Salí de mi ruta dispuesta a descansar unos minutos sobre aquellos cómodos sofás, arriesgándome a que no fuesen más que espejismos y, para mi sorpresa, la fantasía continuó una vez estuve allí sentada.
El camino de arena desértica que seguía, se convirtió en una larga alfombra de rizo, en la que las culebras seguían retorciéndose como disfrutando al tacto.
Mientras las observaba, pude ver como dos de ellas se acercaban y, entre oscilantes e hipnóticos vaivenes fueron subiendo a la mesa y quedaron enrolladas sobre sí mismas, con la cabeza erguida, en aquella elegante mesa de cristal.
Sujeté con fuerza mi cámara e intenté acercarme lo más posible. Parecían tan dóciles y estáticas, que me confié demasiado.
Me acerqué a la que estaba más a la derecha. No era de colores chillones como las otras, se debatía en una gama de marrones y crudos.
Cuando la cámara ya estuvo enfocada, tuve el atrevimiento de acercarme un poco más, quería sacar hasta la sombra que proyectaban sus escamas, mas, en ese momento, vi, desde el visor de mi cámara, como abría lentamente sus fauces, dispuesta a atacar.
Supe que si lo hacía, no me daría tiempo a retirarme.
Mi sorpresa llegó cuando ella cerró la boca y se marchó, dejándome echar la foto.
Aun así tuve consciencia de mi peligroso atrevimiento y sé que hoy no volvería a repetir aquello por nada del mundo. Principalmente, por dos motivos. Por el desconocimiento total de qué hubiera podido hacerme aquel reptil y porque no creo que tenga la suerte o desgracia de encontrar de nuevo la forma de llegar a aquel lugar.
Ni siquiera sé como volví.
Ni como llegué entera.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Dulce tortura

Nos disponíamos en filas de a uno, largas filas. Todos íbamos vestidos de la misma manera, trajes grises claros, como gris perla, denotando que estábamos allí presos, aunque no fuese una cárcel.
Girando un poco la cabeza veía a cientos, cientos de ellos, iguales que yo, de pie, caminando lentamente por aquella enorme nave cerrada. Ninguno sabíamos cómo habíamos acabado allí, podía verlo en sus rostros vacíos, en sus miradas perdidas.
Resignación.
Entonces hubo una especie de explosión de gas, empezaron a evacuar a los internos y cuando quise darme cuenta estábamos sólo unos pocos, tal vez diez o quince nada más, agazapados entre el humo, sin saber muy bien a dónde ir.
Ahí llegó el dolor, clavándose como agujas de tejer.
Entre la niebla llegaron guardias con máscaras y, mientras el sistema de incendios se activaba dejando caer una suave lluvia artificial, ellos llegaron hasta nosotros vestidos de negro y con unas extrañas armas en las manos.
¿Qué era? Aun no lo sé, no sé si eran descargas, agua hirviendo o algún tipo de ácido... sólo sé que dolía tanto como quemaba... y vaya si quemaba.
Recuerdo verme a mí misma hecha un ovillo en el suelo gritando ¿Por qué? ¿Por qué me hacéis esto?


¿Por qué?


Mas mis plegarias no fueron escuchadas, no obtuve respuesta ni consuelo. No sé cuándo cesó todo, debí desmayarme como única defensa.
La siguiente imagen que viene a mi cabeza vuelve a ser en grupo, con todos otra vez, dirigiéndonos a una especie de templo o iglesia, que usábamos a modo de salón de reuniones. Sentados todos sobre aquellos viejos sillones granates, como si estuviéramos en una universidad cara y arcaica, madera sin tratar y olor a clausura.
En mi fila de asientos, estábamos los castigados, al menos estaban muchas de las caras que había a mi alrededor el día del ataque con humo.
Una vez estuvimos sentados y callados nos informaron de que tendríamos libertad para movernos dentro del templo, leer o simplemente mirar por las ventanas. Encerrados igual, sí, pero con entretenimiento ¿Era un premio?
Yo no podía seguir estando así, sin saber por qué estaba allí, sin saber por qué venían los premios o los castigos ni por qué después de tanto dolor no había una sola marca en todo mi cuerpo, ni un leve rasguño en la piel.
Siempre he sido muy delgada, aun así me fue dificil escapar entre los barrotes, pero con paciencia, flexibilidad y algo de saliva pude conseguirlo.
Mientras corría por las calles de a saber dónde ví a lo lejos una especie de atracción de fería, en medio de la calle, sólo había una persona llevándola y me resultó extraño, pero había mucha gente y tal vez me podría camuflar.
Al acercarme pude verlo todo con más detalle, era como una placa blanca que levitaba y te permitía ver toda la ciudad una vez estuvieras arriba.
Montaban grupos de gente, entre ocho y diez personas, así que no podría ser descubierta, pero sí vería si me seguían.
Una vez estuve en la cúspide de la ciudad, donde casi se puede tocar el sol con las manos, reconocí a unos guardias pese a que se habían vestido de civiles. Por eso, nada más bajar, corrí hasta que las piernas parecieron no estar bajo mis caderas.
Llegué a un polígono de negocios, todo eran grandes edificios peinados al viento, cristaleras de colores fríos y opacos, gigantescos espejos y ni un alma por las aceras.
¿Qué era todo aquello? ¿Dónde estaba?
En medio de la confusión y la desesperanza, hice el gesto de abofetear al edificio que tenía en frente y... para mi sorpresa... el edificio se astilló y empezó a quebrarse poco a poco sobre sí mismo...
Repetí la operación hasta que aquel majestuoso alarde de nueva tecnología urbanística no era más que un amasijo de hierros y cristales rotos. Polvo.... todo estaba lleno de polvo...
Así que todo el tiempo había sido eso... no era lo que había hecho, era lo que podía hacer.
Les vi y volví a salir corriendo mientras sus ojos parecían querer salirse de sus órbitas al ver mi destrozo, por fin había descubierto eso que ellos querían tener bajo llave.
Corrí sin saber por qué corría, ahora no tenía por qué hacerlo.
Pero por si todo falla escóndete, ya tendrás tiempo de practicar cuando estés sola.






Dejé una estela de escombros a mi paso, mientras huía hacia una libertad imaginaria, donde pudiera comprender del todo quién era.

viernes, 13 de marzo de 2009

El terror sale del espejo

Una noche cualquiera, una chica cualquiera, un baño.
Esa era yo, terminando de acicalarme para ir a dormir.
Llevaba una época un poco estresante, tenía ansiedad y no podía dormir bien, me pasaba el día entero cansada, fuera donde fuese.
Levanté la vista del lavabo, de refrescarme la cara, y me dispuse a mirarme al espejo, a ver si las ojeras se habían vuelto más profundas, pero nunca esperaba ver lo que vi.
La del espejo no era yo.
Me fijé más, pero el reflejo parecía distraído, eran mis rasgos sí, pero envejecidos y descolgados por el tiempo, manchas en la cara y el pelo fino y quebradizo, como si hubieran pasado sesenta años en el espacio y el tiempo de mi cuerpo al espejo.
Froté mis ojos y miré de nuevo. La anciana había desaparecido.
En su lugar había una chica rubia, muy delgada, de rostro afilado y con cara de rebeldía sin causa. No sé quien era, pero tampoco era yo.
Ella me miraba amenazante y altiva, mientras mascaba chicle y yo seguía mirando a ese espejo como si fuese hipnótico, sin saber realmente qué estaba pasando.
El rostro de esa chica se fue desdibujando, poco a poco, y acabó saliendo mi reflejo.
Mi horrible reflejo.
Era mi cara demacrada hasta el último aliento, ojeras moradas y profundas, líneas de expresión marcadas, vista perdida, ojos vidriosos... . Tenía unos ojos tan inexpresivos, que casi no parecía ser el reflejo de una persona viva.
Esta vez miré con más fijeza, pero mi peor momento parecía no saber entornar los ojos y devolverme así mi propio movimiento.
Creí que debería dar el paso decisivo. Sonreí, pero la imagen no cambió. Volví a sonreir. Nada. Sonreí tanto que me dolieron las comisuras de los labios y casi se me desencaja la mandíbula, pero allí no había ningún cambio.
Empezó a entrarme el pánico y llamé a mi familia a gritos, a mi tía, a mi abuela, a mi padre...
La que vino fue mi tía y me preguntó que a qué venían esos gritos.
-Creo que tengo alucinaciones visuales- le dije.
Ella, sabiendo que estudio psicología, no dudó ni un momento de mis palabras.
Se levantó y nos pusimos a buscar información en internet, porque le dije que no quería ir esa misma noche al hospital, que quizá no fuese para tanto.
Página tras página y clik tras clik comenzó a entrarme sueño. Ella me dijo que fuese a acostarme, que velaría por mí.
Y estaba en la cama pensando, tenía sueño, los párpados me pesaban horrores.
Creí que dormiría toda la noche hasta que vi cómo llegaba.
Una silueta se sentó en mi cama y comencé a gritar. Puso una mano en torno a mi cintura y la otra sujetando mi muñeca derecha.
Entre gritos pobres y sacudidas más bien débiles, escuché su voz. Era la voz de mi abuela.
Me decía que qué me pasaba y que por favor me tranquilizase.
Poco a poco dejé de hacer fuerza y de pegar voces. Entorné los ojos y analicé la silueta. Unos brazos muy finos, un cuerpo delgado, el pelo largo y alborotado... no era mi abuela.
Una silueta negra desconocida estaba tumbada en mi cama.
- ¿Quién demonios eres? -
Noté su peso y una fuerza anormal de sus manos sobre mi cuerpo.




Ya no pude dejar de gritar.

martes, 10 de marzo de 2009

La terraza

Necesitábamos estar solos. Llevábamos mucho tiempo viéndonos en lugares públicos y haciendo todo lo que podíamos, pero el ser humano tiene sus necesidades.
Aquel fin de semana sus padres no estaban, así que decidimos tomar la casa.
Sinceramente, estaba nerviosa. Esto era una prueba de fuego que yo solía pasar al principio de conocer a alguien, pero habían pasado las semanas y ahora quería hacerlo bien. Mi mente daba vueltas en torno a esto mientras nos dirigíamos a su casa hablando de vete a saber qué.
La sorpresa vino cuando llegamos y nos encontramos a un amigo suyo (por desgrcia, conocido mío) echado en un sofá.
Lo que en principio pareció un peligro para nuestra intimidad, no pasó a mayores, cuando nos dimos cuenta de que el chaval estaba bajo la sustancia de, supusimos, marihuana, así que a penas pudo articular un "hola" cuando nos vio.
Nos sentamos en el sofá de al lado y nos fundimos en caricias y besos, pero antes de que pudiéramos llegar a más, se oyó la puerta de la calle abrirse.
Contemplé un desfile de parientes entrando en la casa como si fuese suya, con perros incluídos.
Después de la sorpresa inicial, pude recomponerme, sentarme como una niña buena y ponerme a jugar con los perros mientras él hacía de anfitrión.
Sin darme cuenta, pasé del nerviosismo inicial al estado de pausa, oía a la gente hablar de situaciones y personas que no conocía, así que simplemente sonreía y miraba a unos o a otros com si siguiese la conversación.
De pronto, algo llamó mi atención.
Desde donde estaba sentada podía ver la terrada del piso de enfrente. Habían quitado incluso paredes y ahora era una estancia diáfana, lo sé porque las ventanas llegaban de suelo a techo y podía ver su salón.
Había unos cuatro chicos jugando con pistolas de agua.
Una de las cristaleras, era falsa, se abría desde el centro como una puerta corredera. Supongo que cumplía la función de puerta y desde donde estaba, si te sentabas en el suelo colgaban los pies.
Uno de los chicos se acercó y la abrió para cubrirse de sus oponentes en la batalla de agua. Pensó que la porción de baldosas que quedaba tras la puerta-ventana sería suficiente para sostenerlo.
No fue así.
Vi cómo se escurría y cómo intentaba sujetarse con las manos a un cristal al que no conseguiría aferrarse ni unos segundos.
- ¡Dios mío! ¡Se va a caer! ¿Es que nadie lo está viendo? -
El salón entero me miró con los ojos como platos hasta que decidieron seguir mi mirada y entonces... entonces llegaron los rostros pálidos y las caras de pánico.
Vimos sus manos fallar y caer al suelo.
Corrimos hacia la terraza para ver cual había sido el final del cuento y... allí estaba, un adolescente pelirrojo con la cara llena de pecas y los ojos ausentes mientras un charco de sangre crecía bajo su cabeza.
Para cuando llegamos a la calle, ya habían llegado ambulancias, policías y nos encontrábamos en medio del ensordecedor ruido del ser humano y sus secuaces. La gente miraba y cotilleaba, de boca en boca corrió la vida y obra del pobre muchacho cuando él no podía confirmar ni desmentir.
Tanto barullo estaba agobiándome así que me alejé un poco de la multitud en busca de aire y sosiego, pero para mi asombro, pude ver el peor espectáculo que imaginaba.
Los chicos de las pistolas habían bajado, uno de ellos estaba usando su enorme pistola de colores chillones como cámara de televisión y, en frente, estaba otro chico, el más pequeño, de unos once o doce años, narrándole el suceso a un cepillo redonde del pelo que hacía de micrófono.
Vi como lo contaba todo con la mayor profesionalidad.
Sus cabellos pelirrojos y su rostro salpicado de pecas demostraban que su implicación en todo esto era mucho mayor que la de unos juegos de agua, pero allí estaba, como si nada.
Justo ahí tuve la certeza de lo que siempre había pensado... el mundo se está volviendo loco.

viernes, 6 de marzo de 2009

El chico de la manta gris

Aquel era un día de esos en que puedes afirmar que el tiempo se había vuelto loco.
Estaba en casa de mi abuela, viendo como todos se evitaban unos a otros mientras iban dejando las ventanas y puertas abiertas a pesar del terrible vendaval.
El viento cruzaba de vez en cuando tan fuerte el cielo, que improvisaba suelos invisibles sobre los que se deslizaba suavemente la lluvia, que momentos antes caía con fiereza.
Observé como, en uno de esos arranques, un grupo de goterones - extrañamente sólidos y esféricos - entraron por la ventana de la cocina. Podría haber pasado por granizo, pero eran suntuosos y transparentes.
Ni siquiera lo pensé demasiado y me apoyé sobre el marco de la ventana para poder cerrar primero la parte del doble acristalamiento que había en el lado exterior, pero para cuando quise darme cuenta una fuerza fría impactó contra mí haciéndome caer... caer...
Cuando noté suelo firme bajo mis pies y abrí los ojos, me encontraba a unos cuantos metros de la casa, hacía un tiempo horrible así que decidí tomar la ruta de vuelta por un pequeño centro comercial que había entre la casa y yo.
No era el típico centro comercial moderno atestado de tiendas iguales, con dependientas iguales y comida grasienta. Este andaba a caballo entre lo que era un mercado de toda la vida y un gran almacén modestillo. Lo que ocurre es que... en días como este... la cosa se ponía un poco fea... pero sería algo que ya arreglaría en su momento.
Me levanté del suelo y noté una punzada en la pierna, vi como una pequeña manchita de sangre circular adornaba mi vaquero. Imaginé que bajo el pantalón la herida sería más grande, así que cuanto antes llegase a mi destino, mejor.
Caminaba torpemente zarandeada por el viento pero con rumbo firme, hasta que oí que alguien me hablaba.
- ¿Necesitas ayuda? Parece que sí... espérame un momento -
Su voz no me era familiar. Giré la cabeza y vi a un chico de unos veinti pocos años, moreno, con un jersey rojo y un pantalón negro. Llevaba el pelo de punta y tenía un par de piercings colocados aquí y allá en la cara, no me fijé demasiado.
Le vi llegar a un contenedor a tirar la basura, como si el viento no le tocase, como si fuera inmune al azote del tiempo atmosférico. Bajé la vista y lo siguiente que noté es como algo caía sobre mis hombros y me reconfortaba. Era una manta polar, de estas que todo el mundo tiene en casa para arroparse a la hora de la siesta. Era gris oscura y, por encima de ella, el brazo de ese chico me apretaba contra él dándome apoyo.
- ¿Dónde quieres ir? -
- Quiero llegar a casa de mi abuela, está al otro lado del centro comercial -
- Será mejor que te acompañe, en días como hoy, el peligro de las calles tiene frío... -
Ambos sabíamos a qué se refería.
Entramos y hasta el dolor de la pierna bajó al tener que dejar de pelear contra el viento y entrar en un halo de calor hogareño.
Caminábamos distraídos entre compradores compulsivos y tiendas impopulares cuando se hizo notar el temor que teníamos antes de entrar.
Siempre pasa igual.
Cuando hace los vagabundos entran en el centro comercial. Todos, desde los inofensivos, a los profundamente peligrosos.
El centro se divide en dos zonas, con baldosas de color diferenciadas, la zona, digamos "segura" está formada por baldosas amarillas, mientras que la zona "dudosa" está formada por baldosas grises. Bien, las baldosas grises un día como hoy estaban plagadas de ropas andrajosas, caras mutiladas por los elementos, canas, manchas y pies descalzos. Todo esto acompañado de miradas tristes, fieras... al acecho.
Estaban aquí y allá, como los pájaros de hichcock esperando a cazar algo, pero siempre manteniendo su lugar. Incluso a veces había una especie de doble suelo, donde se metían a dormir.
El chico supo guiarme por lugares seguros, aunque a veces tuviéramos que dar mil vueltas para no cruzarnos con ninguno de ellos.
Al final, tras un enorme rodeo conseguimos salir. Me acompañó casi hasta la puerta de mi casa, nos detuvimos un poco antes, cuando le llamaron por teléfono.
Escuché una voz de hombre - que supuse sería su padre - al otro lado del teléfono reprendiéndole mientras él le contaba lo que había pasado. Entonces lo oí.
- No puedo entender cómo sigues exponiéndote a que te descubran, después de cuatro docenas de años, aun sigues igual -
La pregunta salió de mi boca por inercia
- ¿Cuatro docenas de años? -
Para cuando quise girarme, él ya no estaba. Sólo quedábamos la manta gris y yo, zarandeadas de nuevo por el viento.

martes, 3 de marzo de 2009

Descoordinación

Aquella noche, en aquel lugar, nada funcionaba por las reglas físicas o causales. Todo era un mero espejismo de una realidad antes conocida.
Algún leve gesto delataba la diferencia, la tara, el descontrol, sólo unos pocos rasgos denotaban la extrañeza del gentío.
Me sentía sola, desamparada, en un lugar que siempre había sido familiar, pero aquel viejo cine, que siempre estaba parcialmente vacío, se tornaba de hogareño a amenazador.
Notaba que algo no iba bien, no sabría decir por qué, pero sentía que unos ojos me observaban desde la lejanía (o tal vez la cercanía). No podría precisar si era desde un coche, una calle cercana, o si tal vez la sensación provenía de unos centímetros de mi propia nuca, pero la sensación de alarma recorría mi cuerpo.
Me giré e intenté escapar, al principio despacio. Después me paré. Si no sabía desde dónde venía el peligro ¿Hacia dónde debería huir?
Le ví de lejos, allí estaba mi amigo Miguel, corrí desesperadamente hacia él en busca de un lugar seguro y confortable... pero de sus labios nació una voz de mujer.
- Oye ¿Estás bien? Pareces asustada...-
- ¿Miguel? ¿Qué le pasa a tu voz? -
- ¿Miguel? Yo... me llamo Susana... -
¿Qué era todo esto? ¿Susana? ¿Por qué Susana era idéntica a mi amigo Miguel? ¿Era algún tipo de broma? Sea como fuere esto ya no me daba un lugar seguro donde apoyar mis pies, así que me marché sin dar más explicaciones.
Mientras corría hacia ninguna parte, encontré muchas caras conocidas pero ni me atreví a preguntar, sólo quería llegar a casa.
El camino desde el cine, que tantas veces me había parecido un corto y agradable paseo, se volvió largo y tortuoso, no sé cuanto tiempo pude pasar corriendo ni sé la cantidad de calles que dejé atrás, pero seguramente estaba tan desorientada que no era capaz de saber dónde estaba ni a donde iba.
Cuando llegué al portal las escaleras empezaron a duplicarse y entrecruzarse, los vecinos eran cada vez más y más ojos mirándome, algunos me cogían de las manos, pero... sus manos eran ásperas y frías.
El último recuerdo que tengo, fue verme echada en el suelo, sentir el tacto helado de esas viejas baldosas en mis sofocadas mejillas, mi cuerpo pesaba cada vez menos, el amparo del suelo firme sosteniéndome...
Incluso cuando desperté en mi cómoda cama y me dijeron que había sufrido un ataque de pánico, rodeada de flores y bombones, inluso entonces, sentí que necesitaba volver a reposar en el frío suelo que me recordaba lo que era firme, concreto, real.