viernes, 6 de marzo de 2009

El chico de la manta gris

Aquel era un día de esos en que puedes afirmar que el tiempo se había vuelto loco.
Estaba en casa de mi abuela, viendo como todos se evitaban unos a otros mientras iban dejando las ventanas y puertas abiertas a pesar del terrible vendaval.
El viento cruzaba de vez en cuando tan fuerte el cielo, que improvisaba suelos invisibles sobre los que se deslizaba suavemente la lluvia, que momentos antes caía con fiereza.
Observé como, en uno de esos arranques, un grupo de goterones - extrañamente sólidos y esféricos - entraron por la ventana de la cocina. Podría haber pasado por granizo, pero eran suntuosos y transparentes.
Ni siquiera lo pensé demasiado y me apoyé sobre el marco de la ventana para poder cerrar primero la parte del doble acristalamiento que había en el lado exterior, pero para cuando quise darme cuenta una fuerza fría impactó contra mí haciéndome caer... caer...
Cuando noté suelo firme bajo mis pies y abrí los ojos, me encontraba a unos cuantos metros de la casa, hacía un tiempo horrible así que decidí tomar la ruta de vuelta por un pequeño centro comercial que había entre la casa y yo.
No era el típico centro comercial moderno atestado de tiendas iguales, con dependientas iguales y comida grasienta. Este andaba a caballo entre lo que era un mercado de toda la vida y un gran almacén modestillo. Lo que ocurre es que... en días como este... la cosa se ponía un poco fea... pero sería algo que ya arreglaría en su momento.
Me levanté del suelo y noté una punzada en la pierna, vi como una pequeña manchita de sangre circular adornaba mi vaquero. Imaginé que bajo el pantalón la herida sería más grande, así que cuanto antes llegase a mi destino, mejor.
Caminaba torpemente zarandeada por el viento pero con rumbo firme, hasta que oí que alguien me hablaba.
- ¿Necesitas ayuda? Parece que sí... espérame un momento -
Su voz no me era familiar. Giré la cabeza y vi a un chico de unos veinti pocos años, moreno, con un jersey rojo y un pantalón negro. Llevaba el pelo de punta y tenía un par de piercings colocados aquí y allá en la cara, no me fijé demasiado.
Le vi llegar a un contenedor a tirar la basura, como si el viento no le tocase, como si fuera inmune al azote del tiempo atmosférico. Bajé la vista y lo siguiente que noté es como algo caía sobre mis hombros y me reconfortaba. Era una manta polar, de estas que todo el mundo tiene en casa para arroparse a la hora de la siesta. Era gris oscura y, por encima de ella, el brazo de ese chico me apretaba contra él dándome apoyo.
- ¿Dónde quieres ir? -
- Quiero llegar a casa de mi abuela, está al otro lado del centro comercial -
- Será mejor que te acompañe, en días como hoy, el peligro de las calles tiene frío... -
Ambos sabíamos a qué se refería.
Entramos y hasta el dolor de la pierna bajó al tener que dejar de pelear contra el viento y entrar en un halo de calor hogareño.
Caminábamos distraídos entre compradores compulsivos y tiendas impopulares cuando se hizo notar el temor que teníamos antes de entrar.
Siempre pasa igual.
Cuando hace los vagabundos entran en el centro comercial. Todos, desde los inofensivos, a los profundamente peligrosos.
El centro se divide en dos zonas, con baldosas de color diferenciadas, la zona, digamos "segura" está formada por baldosas amarillas, mientras que la zona "dudosa" está formada por baldosas grises. Bien, las baldosas grises un día como hoy estaban plagadas de ropas andrajosas, caras mutiladas por los elementos, canas, manchas y pies descalzos. Todo esto acompañado de miradas tristes, fieras... al acecho.
Estaban aquí y allá, como los pájaros de hichcock esperando a cazar algo, pero siempre manteniendo su lugar. Incluso a veces había una especie de doble suelo, donde se metían a dormir.
El chico supo guiarme por lugares seguros, aunque a veces tuviéramos que dar mil vueltas para no cruzarnos con ninguno de ellos.
Al final, tras un enorme rodeo conseguimos salir. Me acompañó casi hasta la puerta de mi casa, nos detuvimos un poco antes, cuando le llamaron por teléfono.
Escuché una voz de hombre - que supuse sería su padre - al otro lado del teléfono reprendiéndole mientras él le contaba lo que había pasado. Entonces lo oí.
- No puedo entender cómo sigues exponiéndote a que te descubran, después de cuatro docenas de años, aun sigues igual -
La pregunta salió de mi boca por inercia
- ¿Cuatro docenas de años? -
Para cuando quise girarme, él ya no estaba. Sólo quedábamos la manta gris y yo, zarandeadas de nuevo por el viento.

6 comentarios:

Sphynx Red dijo...

joer, haberle pedido la crema antiarrugas. qué bien conservado!!

Isi G. dijo...

Qué cosas más extrañas cuentas a veces, Nanah^^

Besotes^^

Anónimo dijo...

el chico de la manta gris , excelente ¿ has vivido tu propia leyenda urbana ? saludoss cuídate.

Pàola Morillo Saaghy dijo...

El ya no estaba..., se fué.
Que fugaz aquel chico.

Beso,
;)

Shemyr dijo...

Narras genial.
Tono, tempo.
Debí leerlo entero, eso demanda.
Besos.

Ana Frank dijo...

Si te digo que me dio piel de gallina, ¿me creés? Me encantó, viví cada momento como si yo fuera ella. A veces las peores tormentas terminan con un arcoiris hermoso pero misterioso. Incierto. ¿De dónde viene la calma? ¿Por qué? Wow, muy bueno.
Sin dudas, voy a seguir este blog.

Ana F.