viernes, 3 de septiembre de 2010

Si no lo veo, no es ilegal

Tenía sospechas de que fueras tú.

Era un asunto feo ¿Sabes? De esos en los que no me extrañaría que estuvieras inmerso.

Me habían dicho que el sábado, al salir del metro, alguien había incomodado a una chica con preguntas. Fue una interrupción de la vida diaria sin sentido, al menos a ella el tumulto de la ciudad se le paró de repente.

Sé que no fueron tus labios los que se movieron, pero tenía serias dudas sobre si estabas implicado.

Hablé con ella que, quitándole importancia ahora que todo había pasado y que lo miraba desde la comodidad de su casa, le quitaba la importancia que sí tenía.

Me dijo que quien le preguntó iba con un chico con la cabeza rapada, vestido de negro y con tatuajes.

En ese momento tuve que descartarte, porque tu piel sigue tan inmaculada como la pronta adolescencia que sólo delata tu DNI. Pero según fui descubriendo, indagando y descartando a otros, poco a poco todo te iba señalando a ti.

Llevaba ya algunos meses sin verte, pero los animales de costumbres siempre se mantienen en las mismas rutinas y así supe cómo buscarte.

En el local.

El local que antes fue un bar de barrio, de esos de toda la vida y ahora había quedado para amontonar muebles recogidos de la calle y los cristales medio tapados con papeles de periódico pegados.

Había estado allí alguna vez contigo y con amigos. Amigos, si es que así se podían llamar. Esos que están contigo por aproximación geográfica y quizá coincidencias puntuales que hacen que el paso del tiempo le ponga fecha de caducidad.

Era de noche y vi de lejos el cartel medio roto del bar, al que se le estaba desprendiendo el neón de abajo, mientras parecía agonizar esa luz azul tan peculiar. Y vi una sombra alta, un chico fuerte, parado en la acera de en frente del local, sumido en sus pensamientos y, a ratos concentrado en lo que veía y a ratos totalmente distraído con las musarañas.

Cuando estuve lo suficientemente cerca pude darme cuenta de que era Ángel.

Ángel era ese chico de barrio al que todo el mundo conoce de oídas o de vista. Clásico chico problemático que tiene un buen fondo pero ha tenido una vida dura para su corta edad. Aunque este era algo mayor que tú y ya había pasado la veintena seguía atrapado en un bucle de indecisión y rebeldía que no le permitía seguir con una vida de adulto plena y responsable, pero ¿Quién podía juzgarle? ¿Quién hubiera querido estar en su situación? Nadie.

Cuando estuve a su lado casi tuve que darle una palmada en la nuca para que me prestase algo de atención.


  • Oye ¿Qué está pasando ahí dentro? -
  • Míralo tú misma -


La mayor parte del papel que cubía la cristalera central estaba arrancado y pude verte dentro hablando animadamente con un par de tíos de mediana edad a los que no reconocí.


  • ¿Quiénes son? -
  • No tengo ni la más remota idea, tía -
  • Y... ¿Qué haces aquí contemplando la escena sin hacer nada? Vamos, si puede saberse.. -
  • He llegado hace un rato, pero viendo el percal paso de entrar, no sé quienes son esos tíos pero no me gustan ni un pelo -
  • ¿Vas a dejarle ahí dentro aunque no te gusten? -
  • Es mayorcito ¿No? -
  • Sí... pero aun así -
  • Oye mira no es responsabilidad mía ¿Vale? Si veo que la cosa se pone fea, entro a ver que se cuece, pero mientras tanto paso, igual son trapicheos suyos... yo que sé -


Parecía que le daba igual, pero no.

Estaba intentando mantener ese rasgo de tipo duro y desinteresado que tanto quieren imitar los chavales. Los chavales como tú.

Me fijé más detenidamente en la escena y pude ver cómo un tatuaje asomaba bajo la manga de tu brazo izquierdo.

¡Lo sabía!

Estaba recién hecho... se notaba porque aun daba la impresión de estar algo hinchado. Sólo pude ver una especie de “L” tumbada y el fondo azul, pero tenía más que claro qué significaba esa pieza del puzzle.


  • Oye ¿Desde cuando... ? -
  • Dos semanas -


Entonces los dos hombres se juntaron hombro con hombro y ya no pude ver qué pasaba.


  • Entra -
  • ¿Qué dices? Paso -
  • No podemos ver que pasa dentro, entra, igual la cosa se está poniendo fea -
  • Joder... -


Pareció indeciso por un momento y tuve que agarrarle por los hombros y zarandearle.


  • ¿Quieres hacer el maldito favor de entrar? -


No fue necesario.

Los hombres salieron y se marcharon a paso rápido por la acera antes siquiera de que pudiera darme la vuelta.

Para cuando quise reaccionar ya estabas allí. A mi lado. Sangrando por la oreja y la boca, sin camiseta y con los ojos fuera de las órbitas.

  • ¡Estáis aquí! Joder, menos mal -
  • ¿Qué te ha pasado? -
  • Es... difícil de explicar... Ángel, son éstos, son los amigos de mi viejo -


Yo no entendía nada, pero Ángel pareció saber a qué se refería.

Hubo miradas nerviosas. Muy nerviosas.

Te giraste hacia mí y me empujaste varios metros en la calle. Sin violencia, sólo querías que tuviéramos un momento a solas.

Cuando torcimos hacia la bocacalle te tiraste a mis brazos.


  • Ayúdame... ayúdame joder -
  • ¿Qué quieres que haga yo? -
  • No... no quiero que me vuelvan a hacer daño -
  • Pero ¿Qué cojones ha pasado? Más te vale contármelo ya o no pienso seguir ni siquiera escuchándote, se me están poniendo los pelos de punta -
  • No quiero volver a la cárcel -
  • Pero ¿Qué cárcel? Si tienes dieciséis años -
  • Joder... ya sabes... los internados, los reformatorios... no quiero volver -
  • Y si se puede saber ¿Qué es lo que puedo hacer yo? -
  • Ellos me... me... me chantajean, digámoslo así, me vieron haciendo... algo que no debía y ahora me tienen de chico de los recados o testificarán en mi contra -
  • Pfff.... -
  • Di que estabas conmigo -
  • ¿Qué? Debes estar de broma -
  • No -
  • Por favor... por favor... di que estábamos juntos, que yo no estaba allí. Si sigo obedeciéndoles y tú testificas a mi favor cuando acabe el juicio seré libre -


Libre.

La palabra rebotaba de un lado a otro dentro de mi cabeza.

Tenía tu enorme espalda de quinceañero fuera de tiempo entre mis brazos.

Levantaste la cara suplicante y tus lágrimas de rabia se mezclaban con la sangre de tu boca a la altura de la barbilla. Ante un gesto tan desesperado no quedaba nada que hacer salvo aceptar... salvo rendirse.

Ni siquiera te pregunté si fuiste tú aquel chico misterioso del que me hablaron.

Ni siquiera te pregunté qué se supone que habías hecho para acabar así. Ni siquiera me pregunté si lo habrías hecho.

Agaché la cabeza para recibir el peso de la justicia divina ahora como cómplice apoyada en la ignorancia y la confianza.

Perdóname padre, porque he pecado. No sé hasta dónde, pero he pecado.