domingo, 13 de diciembre de 2009

Los monjes llevan piedras

Los vi subir la colina desde la ventana de mi habitación en la academia. Dos vestían de blanco y uno de gris.
El hombre que vestía de gris tenía abundante pelo blanco y una larga barba. Tenía la piel morena. Todo en conjunto le daba la imagen de un indígena solemne.
Los otros dos tenían la piel más clara, eran de pelo oscuro y parcialmente calvos.
En las manos de los tres había un gran listón de madera que llevaba de una mano a otra, aparecían por debajo de las mangas de su túnica. A cada extremo del listón iban dos grandes piedras atadas con cuerdas rudimentarias.
Lo llevaban siempre, fueran donde fueran.
Siempre pensé que era algo disciplinario, tal vez de alguna religión, tal vez de alguna tradición, a más peso, más carga, más resistencia.
Pese al aspecto venerable que tenían, yo intuía una maldad oculta en ellos. Cerré los ojos y les imaginé, tan nítidamente como si fuera una alucinación, atacando a unos hombres en un riachuelo.
Les ví sacar dagas emblemáticas y cuidadas de debajo de sus túnicas y atacar a esos hombres abriéndolos en canal. Todo estaba lleno de sangre.
Los cuerpos sin vida se iban hacia el fondo o eran arrastrados por la corriente sin que en las caras de aquellos ancianos se mostrara la más mínima mueca de disgusto, de tristeza, ni de culpabilidad.
Tercos y serenos. Asesinos.
No lo había visto realmente, pero lo creía como una verdad universal.
Ese día me sentí extraña. Todo parecía moverse muy lento. Los sonidos, las palabras, las conversaciones de los demás flotaban en el aire, como detenidas en el tiempo. Las letras esperaban que las mirase para existir.
Llegué a mi habitación y caí como drogada en un sueño profundo.
Al despertarme había alguien a mi lado. Era un compañero de la academia que me había oído gritar mientras dormía y vino a consolar mi sueño.

- ¿Qué te ha pasado? -
- No lo sé, me siento muy rara desde ayer -
- Pero ¿Qué...?

No pudo terminar su pregunta, ambos vimos como tres mariposas con manchas moradas y beige entraban en la habitación y revoloteaban en círculos sobre la cama.
Él fue a tocarlas porque las teníamos muy cerca, pero en seguida me di cuenta de que eso sería un error.
Volví a tener una "visión". Para ser sinceros tuve la misma visión pero un poco más atrás en el tiempo.
Vi de lejos el riachuelo y los hombres que murieron cuando aun estaban vivos.
Vi como una nube de mariposas se redujo hasta convertirse en tres y de cada una de ellas poco a poco fue mutando uno de los tres monjes.
Paré a mi compañero y me acerqué yo.
Tracé un círculo con las manos alrededor de las mariposas, como si hubiera una esfera que acariciar. Entonces vi cómo se convertían en dos.
Volví a hacerlo y quedó solamente una, más grande y más hermosa.
entonces cogí un desodorante en spray y un mechero y procedí a prenderle fuego.
Mientras el fuego la abrazaba la mariposa comenzó a mutar. Empezó a convertirse en una extraña rata negra con hocico de cerdo.
Así hasta completar un cuerpo entero como un cerdo en miniatura. Le salía una extraña sustancia viscosa y gris por los orificios, como si algo hubiese reventado por dentro.

Era un señuelo, ya sabían que conocía su secreto.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Maldito seas

Aquel perro negro era una maravilla. Dócil, leal y cariñoso. De vez en cuando me pasaba por aquella vieja casa a verle, siempre me hacía sentir bien.
Aquel día me di cuenta de que el perro no estaba sólo, parecía haber otro (que por como se movía y jugueteaba yo diría que era una perra) de su misma raza aunque de un color canela claro muy bonito.
Me acerqué como siempre para acariciar un rato al perro negro, pero a la perra color canela pareció no hacerle demasiada gracia.
Abrió las fauces antes de gruñir siquiera y se me tiró al brazo. No mordió con fuerza, parecía que sólo quería asustarme y, que un perro SÓLO quiera asustarte es como para que te cagues de miedo, eso significa que está tejiendo una estrategia ¿Es eso posible?
La perra me miraba casi humana mientras me iba tirando hacia la puerta con embestidas. Mientras me iba dejando diminutas marcas rojas en la piel, incluso me daba con el hocico para demostrarme que ella tenía más fuerza.
Al final, le eché valor y conseguí doblegarla, le cogí con la mano derecha el hocico desde arriba y traté de sacarla de la habitación.
Una vez fuera, lejos ambas del perro negro, la perra se puso mucho más violenta. Llamé a gritos a una amiga que estaba allí perdida haciendo fotos para que viniera a ayudarme, pero cuando lo hice la perra empezó a encoger hasta que se convirtió en un cachorro.
Con el cachorro en la mano me vio mi amiga, y también ella vio, como yo, que aquel cachorro se hacía más y más pequeño hasta convertirse en un puñado de arena y caer de mis manos al suelo para colarse por las rendijas de aquel viejo parquet.
¿Cómo no lo vi antes? Era él. Otra vez él.
Ya conseguí librarme de su presencia hacía años, pero al parecer no lo hice lo suficientemente bien.
Cogí un mechero y me puse a quemar la arena que no se había podido colar por el suelo y oí quejidos a lo lejos.
Entonces, en una mesa vieja, vi su imagen moviéndose, sonriendo. Esa cara, esa maldita cara burlona de surcos profundos, ese corte de pelo antiguo y de empollón. Me miraba sabiendo que había conseguido volver de donde fuera que le mandé una primera vez.
No sabía como hacerlo mejor, pero sí sabía repetir lo que hice la primera vez, así que me propuse repetirlo (al menos se volvería a ir un tiempo más).
MIentras él hacía como que bailaba en el tablero de la mesa yo me acerqué insultándole y, cuando estuve lo suficientemente cerca, me puse a destruir la mesa con él "dentro".
Gritó y se retorció. Giró la cabeza y su sonrisa se había convertido en un gesto hostil y ennegrecido. Hasta los ojos parecieron crecer en tamaño y crueldad.
Una luz intensa llenó la habitación y él salió de la mesa para reposar en posición fetal sobre el suelo.
Me propuse entonces acabar con él, pero hacerlo en su forma humana es sobrecogedor, así sí me sentía una asesina y... no veía manera de poder acabar con un ser (malévolo) indefenso en el suelo.
Ni siquiera se movía.
Di vueltas en la habitación una y otra vez, quise atreverme a prenderle fuego a todo, era una casa vieja y tal vez colara, pero mi perro seguía en la otra habitación y yo no quería dejarle en la calle sin hogar.
Mientras divagaba, mi amiga lanzó un pequeño gritito ahogado. Me giré y ví como su cara se desencajaba.
Entonces dirigí mi vista hacia el suelo y vi, que aunque su cuerpo no se había movido ni un ápice, su cuello se había contorsionado hasta girar su cabeza de forma antinatural.
Sonreía.
No me dio tiempo ni a pronunciar palabra cuando se empezó a convertir en arena y se coló por el suelo. Ni siquiera tuve la fuerza para hacer la estupidez de quemar un poquito más de arena. Con eso no conseguiría ni arrancarle un dedo.
Ahora podría volver en cualquier lugar, en cualquier momento...

lunes, 30 de noviembre de 2009

¿Por qué no tú?

Era una excursión por un lugar extraño. Una feria de artesanía al más puro estilo Tim Burton.
Sobre las mesas y sobre el suelo había inmensas recreaciones de escenas lúgubres, pero con un toque alentadoramente fantástico. Había desde árboles retorcidos y desnudos hasta hadas de alas de alambre negras y una belleza insultante. Casas con rejas endiabladas en las ventanas, casas con las paredes de madera torcidas, con tablones sueltos, y con formas imposibles en el mundo real.
Nubes de un extraño material plástico que les daba un aspecto duro pero esponjoso, como si fueran reales y trajeran la tragedia de la tormenta. Misteriosamente realista.
Yo paseaba rodeada de gente, gente de mi edad, jóvenes, que parecían conocerme más que yo a ellos.
Eran simpáticos, así que me limité a socializar sin pensar en si eran simpáticos conmigo por cortesía o por amistad. Sus caras sólo me sonaban vagamente.
Mirabamos todo con avidez, el mínimo detalle y lo comentábamos entre todos como si se tratase del análisis de una poesía, buscando en cada rincón de las reproducciones a ver si encontrábamos algo que se hubiera escapado a los ojos de los demás.
Aunque había algo más extraño que las maquetas en aquella exposición.
Pese a lo cuidado que estaba todo el material expuesto, las paredes parecían demasiado "temporales" era como una gran carpa más que un museo o un edificio cultural. Me pareció algo irresponsable tener piezas de tanto valor en un lugar tan endeble.
Mientras lo pensaba, una maqueta de una casa llamó particularmente mi atención.
Me acerqué y me fijé bien en ella. Era una casa de una sola planta, pequeña, con las paredes en ángulo cóncavo, con los tablones resquebrajados, salidos y algun que otro clavo fuera de su sitio. Sin embargo tenia una belleza particular.
Las rejas y los cristales de las ventanas eran de un morado oscuro, casi negro. Del tejado salía una chimenea retorcida y metálica, de un metal mate y envejecido, y de ella brotaba un humo plateado, irisado, parecía reflejar distintos colores en función del ángulo de visión.
Al lado de la casa se erguía un árbol, un árbol viejo y estremecido, tenía aún algunas hojas pequeñas y negras sueltas sobre las ramas, unas ramas intrépidas que abrazaban la casa casi con amor.
La hierba era oscura, pero no estaba seca, pese a ser una maqueta inmóvil parecía ondear con suavidad, brisa invernal, casi podía tocarse la niebla.
Al fondo, junto a la pared derecha de la casa había un gato negro lamiéndose una de las patas derechas, era tan real que diría que ignoraba nuestras miradas con sus minúsculos ojitos brillantes, como gotas de rocío (cosa del barniz).
Pero de todo esto, lo más llamativo era un hierro en forma de ojo de aguja que salía de una de las ventanas. Como si a la casa se le pudiera dar cuerda.
Alguien debió pensar lo mismo que yo. Vi llegar a un chico de más o menos mi edad, ni demasiado guapo ni demasiado feo, ni alto ni bajo... un chico que jamás hubiera llamado la atención si no fuera porque él fue quien tiró del hierro.
Quien nos demostró a todos que aquello era una granada.
No hubo ninguna explosión, pero no recuerdo nada hasta que me vi recostada en unos sofás blancos que no había visto antes. Reíamos, todos reíamos.
Creí que no había habido ninguna explosión puesto que ninguno parecíamos estar dañados. Ningún herido, ninguna prenda rota. Tal vez fuera una especie de granada de gas. Quizá la sensación de bienestar y las imágenes fueran simplemente alucinaciones.
Un chico se acercó a mí. Llevaba un jersey rojo y era muy guapo. Tenía una sonrisa inocente y pícara a partes iguales. Embelesaba.
Reíamos. No sé qué me contaba pero me parecía interesante y agradable. Me cogió de la mano.
Al cabo de unos minutos el suelo tembló. Corrimos a escondernos todos bajo los sofás o bajo las mesas de la sala hasta que cesó.
Debí alejarme mucho de mi sitio inicial porque ya no encontré al chico, sin embargo, al lado tenía al mismo chico que tiró de la anilla de la granada. Su cara estaba distorsionada, borrosa, casi invisible, quizá porque me daba igual como fuera.
Era uno cualquiera, era un ¿Por qué no?.
No sé cómo pasó, pero al cabo de unos instantes nos besábamos dulcemente. Tal vez era efecto del supuesto gas que pudo tener la granada, quizá era una manera de consolarnos tras tantos cambios, tras tantas incógnitas y ansiedad en un sólo día. Quizá era el aburrimiento, quizá la soledad.

A veces cualquiera puede darte un momento de paz ¿Por qué no tú?

jueves, 12 de noviembre de 2009

Dos meses de vida

Me habían dado dos meses de vida. Una espantosa enfermedad estaba comiéndome. Estaba dejando sus huellas por cada rincón de mi cuerpo.
Al principio todo fue una sorpresa, era un control rutinario y yo... yo... ni siquiera me sentía mal... ni siquiera supe como reaccionar ante ello.
Me quedé pálida. El doctor empezó a moverse muy despacio, casi parecía una broma macabra. Se deshacían sus rasgos, empecé a verlo todo completamente azul... me desperté dos horas después deseando que todo fuese una pesadilla, pero no, no lo era. Ya no quedaba esperanza para mí.
Llegué a mi casa sin saber ni siquiera si debía llorar y perder un día de esos 61 que me quedaban como máximo, no estaba segura de si valía la pena, tampoco sabía si debía sentir miedo ya que... para mí todavía era imposible plantearme si quiera la posibilidad de que fuera cierto.
Simplemente no podía ser.
Entonces conseguí dirigir mis pasos hacia el sofá y sentarme. Me senté con las piernas y los pies juntos, reposé las manos sobre las rodillas y la espalda en el mullido respaldo. Respiré profundamente unas cuantas veces y fijé la mirada en la televisión.
Ni una palabra.
La voz se me había ido con la esperanza.
Mi familia me miraba como intentando hablarme, pero... ni ellos sabían qué decirme. ¿Qué se supone que se le dice a un sentenciado? Ni el verde de la milla me traía un alivio.
De ahí en adelante sólo vi ojos vidriosos a mi alrededor, muecas lánguidas, rostros pálidos... ni una sola palabra... dos meses así era peor que saber que me moría.
Cuando tuve unos días para asumir definitivamente todo lo que había pasado decidí hacer una lista con cosas sencillas que quería hacer antes de que... bueno... de que se me acabara el plazo: probar el helado de menta, ir una vez más al parque de atracciones, nadar con delfines... y según iban surgiendo deseos en mi cabeza, decidí aprovecharme de aquellos que sentían lástima por mí. Total, para lo que me quedaba, utilizaría su pena como aliada.
Así conseguí cumplirlo todo. Los días fueron pasando como si cada uno fuese el cumpleaños de una niña rica. Y me gustaba.
Pero para cuando quise darme cuenta, estaba en la séptima semana de mi "permiso" y, aunque en teoría aun me quedaba tiempo, esa mañana me desperté de una forma diferente.
Me desperté con una sensación extraña en todo el cuerpo. Una especie de hormigueo, a caballo entre el malestar y las cosquillas. No sabría explicar por qué, pero me di cuenta de que aquel sería el último día en el que vería la luz del sol.

- Voy a morirme hoy, mamá, puedo sentirlo-
- No... digas.... tonterías, hija -

Pero en los ojos de mi madre se veía el pavor de la verdad. Me moría. Ella también podía verlo.

- Si te encuentras mal llamaré al doctor, igual un analgésico puede calmarte -
- Mamá... la muerte no tiene cura -

Mi madre se quedó perpleja. Empezaron a llorarle los ojos.
Un dolor punzante me atravesó el estómago y quedé apoyada en el suelo sobre las rodillas. Cogí mi teléfono móvil y busqué un número concreto.

Carlos.

- ¿Sí? -
- Hola Carlos -
- ¿Va todo bien? -
- Ehm... bueno... no muy bien, pero necesitaba hablar contigo -
- ¿No va bien? ¡¿Qué está pasando?! -
- No te alarmes ¿Vale? Simplemente te llamaba para decirte que... que te quiero, y que quiero agradecerte que hayas estado en mi vida, de verdad, me has hecho sentir especial tantas veces que... -
- Para, ¡Para! No se te ocurra despedirte de mí... no se te ocurra... voy a verte ahora mismo -
- No es necesario, no sé si voy a poder atenderte cuando vengas -
- Pero... -
- Escúchame, quiero que ahora mismo me digas todo lo que piensas de mí, todo lo que hayas querido decirme siempre, todo... todo lo que se te pase por la cabeza -
- ¿Por qué? -
- Te estoy dando una oportunidad que pocos tienen, la oportunidad de no dejarte nada en el tintero -
- ¿Es tan importante? -
- ¿Lo es para ti? -
- ¿Acaso importo yo ahora? -
- Sí... dentro de una hora yo ya no recordaré nada de lo que me dijiste, tú, sin embargo, lo recordarás el resto de tu vida -

miércoles, 16 de septiembre de 2009

El desfile

Llevaban tiempo diciendo que nos ofrecerían un desfile que no dejaría a nadie indiferente. Algo cercano, impactante e inusual.
Como se acercaban las navidades, todos pensamos que se trataría de alguna argucia para vender más cosas, para transportarnos a una época de blablabla, vamos, un belén viviente o algo similar.

Era un gran centro comercial, estábamos todos allí esperando a que empezase el espectáculo, además, para darle más emoción al asunto, las tiendas cerraron sus puertas, apagaron sus luces y quedaron encendidas, solamente, las luces de emergencia... hasta pararon las escaleras mecánicas.

Yo estaba en el segundo piso con algunas amigas, apoyada en la barandilla. Sabía que el desfile comenzaba abajo, desde los aparcamientos, así que preferí estar arriba por si me aburría la escenita, poder marcharme tranquilamente sin ofender a nadie.

Al principio no noté nada extraño, nada diferente. Pero la gente empezó a salir corriendo poco a poco.
Como cada uno corría en una dirección no supe realmente si huían de algo o si corrían hacia algo... así que tuve que seguir esperando un rato más. Tampoco tanto rato. Al cabo de, quizá, un par de minutos, pude darme cuenta de que algo iba realmente mal.

Entonces le vi. Era un chaval de unos veinte años, tal vez algunos más, pero jovencito al fin y al cabo. Llevaba unos pantalones piratas... pero de la pernera derecha, en vez de una pierna nacía una especie de muñón ensangrentado que más parecían tripas o carne retorcida que una amputación normal de un miembro.
Estaba hablando con otro como si tal cosa.
Seguí buscando sujetos del estilo por el centro comercial... todo estaba lleno. Había gente con la mitad del cráneo arrancada a la que podías verle latir el cerebro. Había gente sujetándose los intestinos con sus propias manos... yo no sabría decir si todo aquello era real o sólo era atrezzo... pero si era atrezzo, creedme, estaba MUY bien conseguido.

Alguien chocó contra mi hombro, cuando le miré vi como las vísceras le rebosaban por la boca... me giré y miré al suelo. Intenté contener el horror y respirar... pero a cada paso que daba me cruzaba con otro más de esos... cómo llamarlos... monstruos, supongo.
Otro venía de frente con uno de sus ojos fuera, otro tenía la cabeza totalmente destapada y el líquido cefalorraquideo le goteaba por las sienes.
Todos con esas miradas vacías, esas muecas tiesas y perdidas. Y pese a que sus miradas no decían absolutamente nada podían helarte la sangre en cualquier momento... era como mirar directamente al vacío, estar hipnotizada por la oscuridad, ser devorada, morir.

Empecé a correr desesperada por el centro comercial intentando que NADIE me tocase. Estaba totalmente perdida presa del pánico y ya ni recordaba por donde estaban las salidas.
En el camino me choqué de frente con alguien y grité automáticamente incluso antes de ver quién era la otra persona (o no persona). Para mi sorpresa y alivio era una amiga mía que se estaba viendo en la misma situación que yo.
Huir.
Nos miramos y nos abrazamos, nos sentíamos las únicas supervivientes de una gran masacre.
Tres de esos seres se nos tiraron encima. Nos cobijamos la una en la otra tiradas en el suelo sin poder decir otra cosa que "Dejarnos en paz, por favor, por favor..."
Entonces se fueron, se fueron y no entendimos por qué.

Levanté la vista.
Mi amiga aun no se atrevía a hacerlo y tenía la frente clavada en mi hombro. Temblaba. Pero más temblé yo cuando lo vi.
Y sí, vaya que si LO vi.
Una criatura salía del ascensor... no podría explicar como me aterró la sola imagen de aquello.
Era una especie de hombre mutado, andaba como si fuese una araña. Tenía seis patas, cuatro brazos y dos piernas, llevaba unos vaqueros y nada más, pero tenía la parte de arriba del cuerpo como si fuese de un fuerte cuero marrón.
Levantó la vista y su cara era terroríficamente humana. Si hubiera tenido ocho ojos y dos pinzas en la boca, hubiera sido mucho menos tétrico, pero era un chico... era un chico joven.
Después de que él saliera pude ver que más criaturas estaban llegando desde otras partes del centro comercial así que levanté a mi amiga del suelo y le dije que teníamos que huir a alguna parte.

Nos metimos en los baños de caballeros, estaban de obras en la segunda planta y a penas quedaba una pequeña rendija, de unos treinta centímetros para poder pasar dentro, así que supuse que no podrían llegar hasta allí.
Nos metimos a duras penas y esperamos muertas de miedo a que todo pasase.
Pero no todo iba a ser tan sencillo.
Vimos como la criatura de cuero entró y subió directamente encima de una pared casi construida. Saltó como si la gravedad no existiese. Casí podría decir que ese cuerpo tosco y monstruoso volaba.
Así entraron varias criaturas más a cual más horrible.
Nosotras temblábamos en el suelo sintiendo su presencia sobrevolando nuestras cabezas, paseando a nuestro lado, rozándonos, aullando casi en susurros en nuestros oídos. Metiéndonos miedo... rozándonos con sus patas, acariciando una piel que tal vez echaban de menos...

Aun ahora al recordarlo sigo temblando, no sé por qué esos malditos hombres de blanco siguen sin creerme... encima no hacen más que repetirme que les cuente la historia... bastardos.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Juguetes (sueño) educativos

Hacía unas semanas que estaba recibiendo, por parte de unos y otros, unos juguetes un tanto extraños. Los tenía al lado de la cama porque eran grandes y no sabía muy bien donde podía (o quería) meterlos. No me gustaban demasiado.
Los más grandes y llamativos eran tres, una caja de música con sorpresa (de estas que en un momento se abren y sale una graciosa cabeza de payaso disparada), un duendecillo de unos... no sé, ochenta centímetros de altura y una pequeña maqueta de una ciudad con un trenecito eléctrico que estaba tapado con una cúpula de plástico para que nadie metiera sus dedazos en ella.
Me acostaba cada noche dándoles un vistazo receloso, pensando que tal vez cobrarían vida mientras yo dormía e intentarían asfixiarme con la almohada o algo peor... al menos el duendecillo tenía dedos prensiles... podría hacer cualquier cosa...

Mi madre y yo volvíamos a casa, de repente, paró en una rotonda y me dijo "Tengo algo que hacer aquí, ven conmigo o espérame en el coche". Decidí bajarme con ella, no quería quedarme encerrada allí.
Nos acercamos a un cajero y entonces ya pude olerme el pastel.
Allí había un hombre de tez oscura y pelo casi a media melena, era un tipo que hacía mucho tiempo había ocupado uno de los pisos que tenía mi madre en el centro y que al final se marchó dejando la casa hecha un cuadro y debiendo dinero.
Mi madre, seamos sinceros, no anda falta de líquido, pero ella es así. Como diría cualquier pez gordo "La pasta es la pasta ¿No?"
Yo ya le había dicho muchas veces que por el dinero que le debía no valía la pena estar constantemente buscando a ese hombre, que era mejor dejarlo pasar, total, más vale vivir tranquilo que andar buscando pelea. Parece que lo consideró un mal consejo, vete a saber.
Mi madre se acercó al hombre ya con la idea de ridiculizarle en la calle.

- Así que a mí no me pagas ¿Eh? Pero por lo que veo dinero tienes, que estás sacándolo del banco... muy bien, muy bien, tal vez ahora tengas algo en las manos que debas darme -

El hombre agachó la cabeza y resopló. Ni nos miró a la cara.
Allí, en la sucursal, también había una mujer joven con un carrito y un bebé que miraba la escena atónita sin saber muy bien a qué venía el espectáculo.
Yo no sabía donde mirar ni donde meterme.
El hombre se fue mientras mi madre le gritaba improperios y agitaba los brazos para que todos la vieran (un espectáculo) y yo, desde mi conocimiento de la sociedad, pude ver en su cara que ya había sido la gota que colmaba el vaso.
Le vi llegar a su coche, abrir la puerta y entrar. Pero cuando le vi salir de nuevo supe que algo iba mal.
Él se acercó con una pistola en las manos y antes de que pudiéramos darnos cuenta le estaba disparando el primero de tres tiros a mi madre.
La mujer del carrito me cogió de los hombros para protegerme o para no dejar que me inmiscuyera, no lo sé con seguridad. Sólo sé que en cuanto el tío tiró el arma, la cogí y le pegué un tiro en la pierna.
Reacción absurda. El ser humano es incomprensible.

Dos minutos después apareció un grupo de hombres, todos parecían conocer a tal sujeto, vinieron para llevárselo al hospital y ya de paso se llevaron a la fuerza a la mujer con el carrito (que algo debía pintar en todo este asunto, no valían las coincidencias).
Mientras llegaba la policía, las ambulancias y todo el resto de servicios de emergencia yo me quedé pensando en cómo salvar a la mujer del carrito, pensé en enterarme de dónde la tenían y tal vez, sólo tal vez, entrar por algún tipo de conducto o chimenea como lo haría papá noel... como lo haría...



Dios mío... todo había sido un sueño... los tiros, el hombre, la mujer del carrito... parecía tan real... me giré y vi un nuevo muñeco al lado de mi cama, era un... ¿Papá noel? Pero si estábamos a finales de verano... ¿Qué pintaba ahí? ¿Sería por el sueño?
No sé cómo no me desperté antes, porque el muñeco estaba cantando y a su compás se estaban moviendo los demás, como si fuera la pieza que faltaba en todo un engranaje.
Le di un golpe en la cabeza esperando que se callase. Se hizo el silencio, pero en menos de diez segundos volvió con la cantinela.
Le volví a golpear, pero ocurrió lo mismo.
El muñeco era grande, mediría un metro de alto más o menos y estaba hecho de plástico duro, como las muñecas de antes, que son huecas por dentro y muy duras por fuera. Me lo senté en el regazo para poder buscar mejor el resorte que lo apagaba y lo encendía, algún botón o lo que fuese.
No encontraba nada de nada hasta que por fin posé la mano entre las piernas del muñeco y allí estaba, a modo de genitales, el botón de encendido y apagado.
Lo pulsé y el botón quedó retraído hacia dentro... fue cuando vi el espectáculo más aterrador y dantesco de toda mi vida.
Vi como los juguetes comenzaban a derretirse.
Perdían el color lentamente, se volvían grises y mustios, algunos, como el payaso, parecía que empezaban a derramar gotas de sus ropas, del gorro, del cuello... sus rostros se contraían y estiraban, se desfiguraban, los ojitos negros y profundos se les salían con un gesto de terror y súplica y todos TODOS los que tenían cara, la giraron hacia mí a punto de soltar y grito desgarrador y horrible.
Cuando vi que empezaban a abrir las bocas con el rostro clavado en mi cara, decidí no arriesgarme y volver a apretar el botón.
El botón salió como si el muñeco tuviera una erección y, entonces, todo recuperó de nuevo su color, su forma y los muñecos empezaron a moverse al son del papá noel de plástico.




Esta vez sí que DESEÉ con todas mis fuerzas que esto fuera un sueño...

jueves, 3 de septiembre de 2009

¿Dónde estabas?

Llevaba mucho tiempo pensando en lo asquerosa que estaba siendo mi vida. El mundo seguía avanzando sin mí.
Sólo guardaba el dolor de los hombres que me dejaron. La tristeza de la soledad y la envidia del amor bien encontrado.
Tuve que ir a clase de maternidad sin quererlo siquiera. Cuando vi todas esas maniquíes espatarradas y todas esas piezas que inspiraban profundo terror sueltas sobre algunas mesas... me sentí en medio de una fábrica de los horrores.
Un horror que sólo una mujer puede comprender.
Mientras estaba allí, intentando atender las explicaciones, solamente podía pensar en todos los que no me harían estar así algún día. La familia que año tras año se hacía más y más lejana.
Veía a todas mis compañeras vestidas de blanco, divertidas, charlando animadamente y me sentí aun mas antisocial que de costumbre.
Sólo tenía ganas de llegar a casa y llorar. Enterrarme entre las sábanas y quedarme allí para siempre.
Puede que fuera por lo mal que comía los últimos días o tal vez fuese que mis fuerzas me abandonaban porque no creían que seguir tuviera sentido. Pero mientras la práctica continuaba, mi cabeza decidió dejarme de lado.
Empezaron a distorsionarse los contornos de mis compañeras, la mesa, los maniquíes... para cuando quise darme cuenta la realidad estaba más en vertical que en horizontal.
Luego nada.

Estuve unos minutos inconsciente tumbada sobre una camilla. Todas mis compañeras me observaban y se lanzaban miradas cómplices. Daba la sensación de que todas se esperaban algo así (¿Tan mal se me veía? Yo no creí que fuese tan evidente).
Cuando ya pude abrir los ojos le vi allí.
Entraba con el rostro contraído por la preocupación.
Yo.. ¿Cómo decirlo? No sabía quien era.
Era alto, guapo y fornido. Tenía unos rasgos muy masculinos bien definidos, pero sutiles, casi dibujados. Llegó, me tomó entre sus brazos y me acarició la cara mientras preguntaba "¿Qué le ha pasado?"

- Cariño ¿Estás bien? - casí podía palpar sus lágrimas.
- Sí.. ehm.. no ha sido nada -
- Vámonos a casa, anda -

("¿A casa?")

Conseguí incorporarme por mí misma y levantarme de la camilla. Salté, con un poco de esfuerzo, y me puse de pie a su lado. Me abrazó y entonces lo recordé todo.
Le quería.
Le quería a morir.
Y le conocía. Al menos le conocía lo suficiente para quererle.
A mi memoria empezaron a llegar recuerdos difusos, quizá demasiado lejanos, quizá algo había pasado para no tenerlos ahí, pero cuando vi sus ojos mirándome muy de cerca supe que él había estado en mi vida durante mucho tiempo.
No sé si fue la forma en que mi cabeza encajaba perfectamente bajo su barbilla, si eran sus cálidas manos en mi piel, o si era su dulce voz al susurrarme... no sé qué fue lo que me recordó todo.
No sé si, simplemente, empecé a imaginarme una vida con él.

Sea cual fuera el caso, en ese momento me di cuenta de que estaba enamorada, tal vez no lo hubiera estado antes, tal vez no lo estaba realmente, pero creo que lo que sí tuve muy claro, es que podría enamorarme de él.

Bienvenido a casa, cariño.

viernes, 28 de agosto de 2009

Tierra dorada

Allá donde alcanzaba mi vista todo eran paisajes que desconocía. Árboles huesudos y desnudos que nunca había visto antes.

Campos de un color ocre, como la mostaza, pero no eran las cosechas norteñas de España, no, eran tierras enteras. Tierra dorada. Campo y más campo destellando al sol.

Todo estaba en ruinas, como si hubiera pasado un terremoto o una guerra. No había una sola pared entera a kilómetros. ¿Cómo había llegado allí? En un sueño, supuse, no tenía más explicación.

Me abría paso con cuidado entre los escombros, lentamente, como si temiera que algo fuese a reventar de repente. Pero no pasó nada y poco a poco todo aquel lugar empezó a parecerme hogareño y simpático.

Empezó a enseñarme su alma.

Iba con mi cámara por aquellos lugares olvidando el hambre y la sed. Sin sentir nada. Simplemente caminaba y buscaba las imágenes que querría recordar toda la vida.

Pasados unos metros vi a unos hombres que llegaban.

Eran unos cuatro o cinco hombres, totalmente vestidos de negro. No llevaban un traje convencional ni nada que se les pareciese. Eran como unos trajes de gasa que les envolvía más que vestirles.

Ellos eran de tez tosca, de piel curtida y áspera, morena, llevaban barba de varios días y un pelo frondoso y moreno. Reían. Reían a carcajada limpia. En aquel sitio no habría nadie que se lo impidiera.

Subían por las ruinas ágiles. Muy ágiles. Estaban en su terreno, se notaba. Sólo una persona que sabe qué piedra no se va a caer actúa de una manera ten desenfadada en un lugar tan muerto. Tan cruel.

Me acerqué a ellos, temerosa, pensando en si, tal vez, podría estar lo suficientemente cerca para hacer una foto sin que ellos me viesen, pero me detectaron antes incluso de que pudiera ver que cerca de ellos los arbustos empezaban a tener flores.

El primero que me vio estaba subido en una pared derruida, me miró curioso y divertido. Si ellos eran así, no estarían muy acostumbrados a ver a alguien como yo.

Debió ser todo un acontecimiento.

Una vez descubierta pensé que salir no sería tan grave, que no me harían nada, así que lo hice y tomé un par de fotos.

Los hombres rieron divertidos, ahora sí, todos, mientras me miraban con hambre. Con mucha hambre.

No podía entender nada de lo que me decían, su lengua era totalmente distinta a la mía y ya se preocupaban ellos de que sus gestos no les delatasen. Yo, simplemente, les observaba perpleja y sonreía.

Al cabo de un rato algo pasó y ellos se fueron corriendo.

No supe en ese momento si estaría pasando algo horrible que pudiera venir a devorarme entera. Tampoco supe si era la hora del almuerzo o de volver al trabajo. Para mí allí todo estaba vacío de rutinas y minutos.

Sólo pensé en que yo estaba allí por algún motivo y fuera cual fuese la sorpresa que la vida me deparaba yo no era quien para cambiarlo. Sólo era libre de vivirlo como se me antojase.

Miré al abrasador sol con una sonrisa de complicidad porque era el único compañero conocido que me arropaba en esta y cualquier otra inusual aventura.

El único que debía saber cómo había llegado allí.

Yo me senté en aquella tierra dorada, miré los arbustos floridos, las ruinas, a lo lejos seguí viendo esa tierra y ruinas y más ruinas.

Tal vez a unos simples doscientos o trescientos metros haya algo. Quizá valdría con echarse a andar para encontrar una civilización magnífica y hospitalaria. Pero yo me quedé ahí, sentada.

Me sentía más a gusto, más protegida, bajo el sol que entre mortales.

viernes, 21 de agosto de 2009

Compartiendo el mismo suspiro

Por una vez estábamos los tres allí, juntos, tumbados sobre ese sofá.
Esto no quiere decir que antes el mundo no nos hubiese visto compartir espacio tiempo, si no que nunca lo habíamos compartido así.
La habitación estaba oscura, pero cálida. Yo estaba tumbada con los ojos clavados en el techo y un hombre en cada costado.
Dos. Y eran amigos.
Qué podría contar de ellos para que el mundo entero sintiese lo que yo, para que vieran que son complementarios, que el uno sin el otro es un amor cojo. Son obras de arte sin un brazo cada uno.
Alberto había sido el primer amor de mi vida. Alto, guapo, inteligente y con una eterna guerra interna que le hacía un poeta atormentado. Un niño caprichoso. Con una voz dulce y sinuosa y unas manos delgadas y largas.
Tenía el encanto especial de un niño mayor de edad. Un niño con cambios de humor, pero con una infinita capacidad de amar escondida.
Jaime era muy distinto, era algo más bajo y fuerte, aunque también apuesto e inteligente como Alberto, aunque cada uno a su manera, supongo.
Jaime tenía unos brazos fuertes, una voz socarrona y cavernosa, una mirada penetrante que podía hacer temblar el mundo entero. No sabía como sería como confidente o como amante, pero le intuía cariñoso y pasional. Era como una bestia vestida de traje. Se le veía muy animal. Muy entero. Muy en su sitio.

Y aquel día allí estaba yo, con un hombre a cada costado. Pensando en que, tal vez, ese sería el paraíso de cualquier mujer a la que le encantase el hombre en todo su esplendor. Con todos sus pequeños matices y manías.
Primero besé a Alberto, como siempre lo hice, desde la inocencia y la timidez, suavemente, dejando que sus labios se posaran en los míos poco a poco, como si aún fuese aquella niña que se enamoró de él hasta el último rincón del alma.
Jaime lo sabía, lo veía todo, me lo estaba diciendo al oído. Esa voz. Jaime, vaya voz. Me haces temblar el corazón entero, me tiembla tu eco dentro de la piel.
Jaime sonreía, travieso, porque en su avidez de hombre no caben los celos. Porque sabe que Alberto está ahí, pero él también, él tiene su momento. No tiene prisa. Ni rival que valga.

Entonces me giré y besé a Jaime a espaldas de Alberto. Alberto sí que no podía verlo, para él no sería una anécdota picante a añadir al juego. Así que fue un beso de fuego lento. De fuego mudo, sin manos furtivas ni gemidos.
No hay gritos que valgan, caperucita (me dijo)

Los segundos pasaban en mi doble juego. Pasaban amenazantes porque cada segundo era un segundo menos hasta que algo cambiase, hasta que algo hiciese que todo terminara. Mirando al techo empezaron a desdibujarse los contornos.
Ahora mis hombres estaban borrosos, como dos fantasmas, como dos nubes de humo envolviéndome.
No sentí miedo. Sé que aun eran ellos. Eran sus esencias.

Aspiré profundamente, me llené los pulmones con sus cuerpos difusos, con sus centímetros de humo blanco y caliente. Con su vida.

Allí me quedé sola, sobre aquel sofá, con ellos dos conviviendo dentro de mi pecho, en armonía, cada uno besando un pulmón. Revolviéndome y haciéndome sonreír.
Así me dormí, plena, calma. Mis dos hombres me cuidan la espalda.

jueves, 30 de julio de 2009

Disfrazadas

Lo habíamos conseguido. Era una de esas cosas freak que tanto nos gusta hacer. Esta vez éramos de todas las edades.
¿Cuántas personas? Seguramente más de cien, vestidas con los disfraces de los cuentos populares o bien películas infantiles, un poco de todo. Habíamos quedado todas debajo del viejo puente, incluso las más peques (aunque sus padres seguían allí observando la escena), para darnos un paseo por la ciudad y darle un toque de color y nostalgia a las calles.
Cuando llegué ya estabas enfadada, gritándole blasfemias al cielo y diciéndo que no necesitabas todo esto. Me di prisa en llegar, pero ya habías subido las escaleras y cruzabas el puente. Era imposible no reconocerte, morena, con la piel muy blanca, unos piratas anchos negros y tus zapatillas de skate blancas y rosas.

- ¿Qué ha pasado? -
- No lo sé - me dijo Diana, de seis años, alias Alicia en el país de las Maravillas - de repente se ha enfadado y se ha puesto a gritar y... mírala... se va cantando -

Eso hacías siempre. Cuando te enfadabas, cuando estabas incómoda te ibas andando muy rápido y cantando, como si quisieras huir sin darte cuenta de qué pasaba, qué dejabas detrás.
Llegó Eva, once años, Blancanieves. Me dijo que te había visto llorar cuando llegó, que estabas tú sola allí con unos sprays, sin tu disfraz y llorando en silencio, con las manos entrelazadas y los codos apoyados en las rodillas.

Destrozada.

Se acercó Clara, veintidós años, Fiona y me contó que lo estabas pasando mal ultimamente. Hicimos una reunión "de cuento" y decidimos que nuestra ruta de nostalgia cambiaría, serviría para encontrarte, no había tiempo que perder.

Empezamos andando, saliendo del puente y pensando en dónde podrías haberte ido. Pensamos en el pueblo de al lado porque allí hay tren para llegar a donde tú vives, así que dedicimos ir. La gente nos miraba (eso esperábamos) pero ahora no veía a unas princesitas felices, sino a una verdadera tropa de búsqueda con curiosos atuendos.

- ¿Dónde te has dejado al lobo, caperucita? -
- Oye, oye, sin tocar - dijo Fiona interponiéndose entre el chico y yo.

Aunque no me vieras, ni que decir tiene que yo era caperucita. Cómo no.
Por más que buscamos por todas partes no fuimos capaces de encontrarte. A saber dónde y cómo podrías estar, pero acabamos preocupándonos. Llegamos a pensar que tal vez te había pasado algo realmente grave, no nos habíamos dado cuenta y ahora estabas en peligro.
Hasta las más pequeñas estaban tensas. Así que decidimos acelerar la marcha.

Tenías que habernos visto, te hubiera encantado. Mas o menos cien princesitas perfectamente caracterizadas corriendo por unas calles mojadas y grises a la vista de todo vecino. Las caras de la gente eran de foto, creeme, no se me olvidará ni un sólo detalle.
Fiona y yo paramos y detuvimos a las demás. Había que separarnos en grupos. Ella y yo estaríamos en un grupo con al menos diez de las niñas más pequeñas, por otro lado estarían Susana, veinte años, pocahontas, con cinco niñas, Rebeca, veintiún años, Megara, con seis niñas y el resto en un grupo más grande con trés chicas de veinticinco años que eran Flora, Fauna y Primavera, con las demás adolescentes y niñas.
Ellas irían por el centro.

Fiona y yo decidimos buscarte por la zona de skate.
Y allí, después de correr casi quinientos metros te encontramos, llorando en el hombro de a saber qué chica que no fuimos capaces de reconocer contigo.
Cuando nos viste viniste corriendo con lágrimas en los ojos y las niñas empezaron a llorar de emoción.
Me miraste y dijiste
- Dios, cuánto me alegro de que hayáis venido, me sentía tan sola... -

En ese momento miraste a mi izquierda y dijiste:

- Pensé que vendrías tú sola, ya sabes, tú y yo somos las que tenemos que arreglar esto... aunque me alegro de que hayas traído a las demás para salvarme -

La sorpresa fue máxima cuando miré a mi izquierda y... te vi a ti.
Eras tú, con la cara inundada en lágrimas.

Miré a las demás y les pedí que por favor nos dejaran solas.

Yo sólo pude contener la emoción, mirarte fíjamente a los ojos y decirte:




- Si sigues con esta guerra interna eternamente, nunca podré salvarte -

lunes, 27 de julio de 2009

Ni un sólo motivo

Estábamos en una gran casa rural. Era como un pequeño palacete. Llevábamos tanto tiempo hospedándonos allí que ya parecía que éramos una gran familia.
Yo tenía al hijo pequeño de los dueños entre los brazos. Era una preciosidad de pelo azabache y ropita blanca. Como un ángel atípico.
Mirábamos por la ventana.
Había un cielo bastante peculiar. Unas nubes grandes y muy compactas, casí podría aventurar que tenían una forma de corazón perfecta y si le añadimos las tonalidades del atardecer, parecían grandes gominolas esponjosas gritándonos ¡Cómeme!
Esta misma broma se la hice al pequeño, que se reía escandalosamente (quizá más por las cosquillas que le hice) y a los pocos minutos se nos unió más gente en la ventana.
Uno de ellos nos comentó, que pese a que era un espectáculo precioso, ese tipo de nubes avisaba de que iba a venir un brusco cambio de tiempo, incluso un cambio fatal. Pero nadie le hizo demasiado caso porque era un hombre para el cual no se había inventado el optimismo.

Me giré y vi algunas caras preocupadas por el comentario. Otras seguían a su aire. Yo cerré los ojos para intentar concentrarme más en lo que hablaban... tal vez nuestro negativo amigo tuviese razón y debiéramos tomar precauciones.

Todos temían algo, más o menos, estábamos lejos de nuestras casas, de nuestras familias. Y cuando los minutos pasaban todos empezaron a notar cosas. Dolor de cabeza, temblores en el suelo, falta de aire... sin duda síntomas que tenían más que ver con el miedo o el estrés que con algo real ahí fuera.
Hasta que el suelo, literalmente, tembló.

Fue un terremoto tímido. Ni siquiera llegaron a caerse los cuadros de las paredes. No se derramó ni una gota de agua, incluso llegué a ver chicas riendo en los alrededores al ver que una se había resbalado por el temblor y estaba en el suelo carcajeándose junto a sus compañeras.
Pero ese pequeño temblor fue lo que hizo falta para que todas esas personas equilibradas del palacete perdieran la cabeza.

Se organizó una carrera a muerte hacia las puertas, algunos gritaban que no podían respirar. Otros estaban bajo la mesa golpeándose con los codos.
Yo seguía parada al lado de la ventana con el niño en brazos, que de la imagen que veía no se atrevía ni a llorar. Entonces, dejé al niño sentado sobre un sillón apartado y sentí como me atacaba poco a poco la histeria colectiva.
Empecé a enfadarme por su comportamiento, empecé a... sentir un extraño calor en las extremidades y una presión en la garganta que poco a poco me fue subienndo hasta hacerme sentir tambores en los oídos y palpitar mi cráneo.
Me metí bajo la mesa y empecé a unirme a su lucha de poder por las baldosas.

Quizá estuviéramos horas así, luchando y golpeándonos de la forma más animal posible. Por mera supervivencia, por histeria, por... a saber. Pero llegó un momento en el que nos desprendimos de ropas y nombres para volver a ser animales en la jungla en plena noche.
Aterrados y violentos.
Cuando, entre la sangre, los golpes y el cansancio muscular nos vimos obligados a parar, nos miramos unos a otros y, por primera vez en todas esas horas, empezamos a reconocer nuestras caras.
Mirábamos avergonzados hacia los lados y hacia el suelo.
Empezaron a llover disculpas de unos a otros y a sonar la misma frase como un murmullo "no sé qué me ha pasado"
Algunos "Oh! Dios mío, mira como estás, ven, te ayudaré" y visitas al baño y al botiquín.
Yo ni sabía a quien dirigirme.
Entonces me acordé del pequeño. Busqué por la gran sala y allí le vi, con la cara serena y sentado en el sillón. Parecía esperar algo.


Le miré.
Se echó a llorar.

sábado, 11 de julio de 2009

Desastres

No era un día demasiado diferente a cualquier otro.
Allí estábamos Amanda y yo en el supermercado, comprando.
Algunas tonterías para picotear y bebidas. Luego daríamos una fiesta con algunos amigos en la casa de Amanda que estaba vacía. Sus padres habían decidido darnos a todos un respiro para poder vernos en un lugar a cubierto.
Estaba siendo un otoño algo problemático.
En nuestra ciudad nunca habíamos tenido problemas demasiado graves en cuanto a cambios climáticos o meteorológicos, pero este otoño estaba sembrando el caos. Fuertes vientos, lluvias... un panorama mucho más peligroso y gris que cualquier otro año.
Aun así nada salía de algo normal. Molesto y, quizá, un poco angustiante, pero normal.
Nosotras, bueno, jugueteabamos en el supermercado, llevabamos botas para saltar luego en algún que otro charco. Lo que más nos molestaba era no poder salir como antes sin llegar a casa hechas una sopa, pero nada más.
Estábamos inmersas en nuestras compras de dulces desaforadas, cuando vimos un aluvión de gente entrar en el supermercado.
En un principio pensamos que estaría lloviendo a cántaros en la calle y que la gente entraba para refugiarse. Aprovechamos que las calles estaban vacías para terminar nuestras compras y disponernos a una carrera bajo la lluvia.
Cuando pasamos la caja y cogimos las bolsas, la gente empezó a mirarnos de una manera extraña. Oímos murmullos.

- Pero.. ¿Qué hacen? ¿Están locas? -

Nosotras nos reímos. Carcas. Incluso ignoramos a quienes nos aconsejaban no salir. Bien es cierto que podríamos resbalarnos en la calle o incluso coger una pulmonía, pero.. eso son exageraciónes. Además Amanda vivía al final de la calle.
Cuando estuvimos en las puertas del supermercado vimos a una niña en medio de la calle mirando hacia el frente, hacia nuestra izquierda, calmada y con la mirada totalmente perdida.
Entonces una fuerte ráfaga de aire nos revolvió el pelo.
La luz del centro comercial se apagó y algunas ventanas lejanas reventaron.
Nosotras nos abrazamos y nos pusimos de rodillas en el suelo.
Era aterradoramente maravilloso.
Un tornado.
Un tornado blanco, en mitad de una noche oscura y gris. Opaca.
Era como un embudo de algodón de azúcar que se contorneaba sobre un mar de espeso chocolate. Chocolate intensamente negro.
Ni siquiera pudimos movernos.

No sabría explicar cómo pasó, pero en menos de un segundo lo teníamos prácticamente encima, es como.. como si hubiéramos estado horas paradas o como si viniese hacia nosotros a toda velocidad.
Me abracé a Amanda con todas mis fuerzas y ambas agachamos la vista hacia el cielo.
Intentamos cubrirnos tras un buzón de correos cuando vimos a ese gigante de aire correr desesperadamente hacia nosotras.

¿Cuánto tiempo pasó? Indescifrable. De segundos a horas.
Sólo noté algún estallido a mi espalda y una descarga de cristales encima. Tal vez más de una. Para mí todo aquello era un bucle que no hacía más que repetirse.
Pero al final todo acabó.
Abrí los ojos y por delante pasaba siempre la misma imagen. La de ese tornado pasando por delante de mis ojos a la velocidad de la luz.
Miré a Amanda. Estaba bien.
Me sacudí los cristales y giré la cabeza. En el supermercado la gente empezaba a levantarse del suelo, se miraban unos a otros llenos de pasmo y se preguntaban si todo iba bien. Se palpaban el cuerpo como si pensaran que el tornado les hubiera robado algo.
A saber.

Instintivamente miré a la carretera. La niña ya no estaba. Ni tampoco había una sola lágrima en la cara de los presentes...
¿Realmente estaba allí?


martes, 30 de junio de 2009

Encontrarnos

No sé exactamente cuanto tiempo llevaba allí. Mi memoria era un ente limitado. Pero llevaba el suficiente tiempo como para que todo aquello me pareciese de lo más normal.
Era viernes noche, fiesta. Unas cuantas chicas y yo permanecíamos en un enorme salón acristalado en medio de una destartalada nave.
Unos cuantos niños ricos nos mantenían allí a cambio de que en sus noches de fiesta, animáramos el cotarro, bailáramos, entretuviéramos a sus amigos... éramos como... unas mascotas, por así decirlo.
Cabe pensar en prostitución, pero no, no era ese nuestro cometido, éramos como unas geishas decadentes del siglo XXI.
Viernes y sábado noche nos entregábamos a disfrutar, conocer gente, hablar de lo que teníamos que hablar, beber y tener consentidos a unos cuantos niños ricos que podrían permitirse cualquier puta pero que preferían una seducción mordaz.
Eramos juguetitos a capricho.
Cuando llegaba el domingo vivíamos en esa enorme nave sin tener que pagar absolutamente nada. Así que no estaba tan mal.
Los principales responsables de todo esto, eran un par de chicos de aspecto andrógino y gustos un tanto extravagantes, pero sumamente corteses y respetuosos.
Pero por muy discretos y pudientes que fueran este par de muchachos, sus padres y bienhechores (así como sus Bancos particulares) se cansaban de todo esto de vez en cuando y mandaban a la policía a hacer redadas a la nave.
Aquella noche volvió a suceder. Entraron unos cuantos policías para desmantelar lo que ellos creían que era una red de perversión y prostitución.
Para su sorpresa nuestra puerta estaba abierta y cuando entrar y nos "liberaron" nosotras no hicimos el más mínimo ademán de levantarnos de nuestros cómodos sofás.
Al final nos echaron y, desde las ventanas de la nave, nuestros siempre anfitriones y anfitrionas de las fiestas, nos tiraron billetes y billetes para no dejarnos en la calle sin un duro para pasar la noche, aunque fuese, en un hotel medio decente.
Lo cual se agradece, claro que sí.
Pude agenciarme un buen fajo de billetes acercándome a un arbusto un poco alejado, donde el viento había escondido esos bonitos papeles verdes. Así que conté el dinero, doblé los billetes y me dispuese a pegarme una buena noche en un gran hotel.
De camino me encontré con un chico, era de noche y aun así ese mono de neopreno de colores que llevaba resultaba un tanto chillón. El chico iba montado en una bici. Bueno... bici es una forma de llamar a esa especie de máquina de dos ruedas.
Al final decidí irme con él.
Estuvimos mucho tiempo paseando con la bici, hablando, contándonos algo de nuestra vida sin entrar en demasiados detalles.
Amanecimos sentados en un banco, en un gran parque, viendo salir el sol un día más.
Le dije que había quedado para comer con unas amigas, que necesitaba verlas y contarles todo lo que había pasado para ver si podía quedarme con ellas hasta que todo se solucionase.
Le dije que quería que viniese conmigo y aceptó.
Yo pedí una gran habitación para darme una ducha y descansar un poco y él se marchó a por su coche.
Cuando volvió aun llevaba ese mono horrible, pero al menos ahora el vehículo llamaba menos la atención.
Llegamos al restaurante. Era uno de esos sitios de "casi etiqueta" donde podías llevar una camiseta de algodón siempre y cuando ésta fuera más cara que alguna que otra camisa o chaqueta bien parecida.
Él se dio cuenta nada más entrar y volvió al coche. Yo busqué a mis amigas y las vi de lejos, pero decidí ir a buscarle y entrar con él.
Para mi sorpresa, cuando llegué al coche ya se había cambiado de ropa. Parecía una persona totalmente distinta.
No sabría explicar qué sentí al verle con sus vaqueros y su camiseta blanca. Pero creo que me di cuenta de que no estaría tan mal compartir con él el resto de mis días. Cambiar mi vida.
Para cuando entramos mis amigas ya no estaban.
Paseamos por todo el restaurante buscándolas, pero ni rastro.
Al final decidimos salir (visto el éxito obtenido).
Nos quedamos junto al coche, mirándonos a los ojos, uno frente al otro, sin tocarnos, dejando que el aire se escurriera entre nuestros cuerpos. Le dejamos que campara, iluso, creo que ambos sabíamos ya que nada podría separarnos.
No sabía ni su nombre, ni su edad, a qué se dedicaba o.. cómo era.. no sabía nada de nada, pero estaba allí más por gusto que por no tener otro lugar. Una gata callejera nunca se pierde en las calles, pero estar con él era como estar en el hogar que nunca tuve. Me gustaba.
Fue él quien rompió el silencio con una sonrisa:


- Bueno, dime ¿Dónde NOS vamos? -

sábado, 6 de junio de 2009

La forma de escapar

Carlos y yo teníamos preparado ese golpe desde hacía ya mucho tiempo.
Queríamos vengarnos de aquella maldita empresa de construcción que nos lo quitó todo haría unos años.
Nos enteramos de que tenían una nueva obra en mente. Un centro comercial. Y decidimos colarnos y robarles lo que buenamente pudieramos pillar.
Era más una forma de molestar que una intención de robo o de crear problemas económicamente.
Los primeros días nos fue bien, nos gustaba el hecho de ver a la gente sorprendida y confusa por la falta de material.
Así que dedicimos seguir yendo todo el tiempo que durase la obra. Pero el décimo día todo cambió.
Un capataz nos pilló y salió corriendo detrás nuestra.
Nosotros intentamos escapar, pero las ultimas plantas aun estaban en obras y el camino se nos cortaba cada dos por tres.
Conseguí despistar a mi perseguidor y bajé a las plantas de abajo que estaban casi completas.
Allí me encontré a una chica.
Iba bien vestida, no tenía pinta de tener nada que ver con la obra.
Le conté todo lo que pasaba y me ofreció un buen escondite.
Bajamos a un baño, practicamente completo, que estaba bajando unas escaleras en el piso más bajo de todos. Ella parecía conocer bien los entresijos de aquel sitio. Empezó a apoyar las manos por las paredes y, para mi sorpresa, en una pared en la que había como una gran maceta de piedra, el mecanismo giraba dejando un agujero.
No me servía de mucho, no cabía más de un gato allí. Pero ella siguió apoyando sus manos en el suelo y.. ¡Bingo! el suelo se abrió dejando hueco suficiente para el escondite de una persona.
Confié en ella.
Intenté doblarme sobre mi misma y entrar ahí, en el agujero.
Pero era imposible, no podía.
Ella me animaba, me decía que tal vez doblándome un poco más pudiera hacerlo.

La vi levantarse y caminar hacia la puerta del baño. Allí estaban el capataz y otro hobmre que no parecía tener nada que ver con una obra. Ese traje tan caro hablaba por él.
Ella me dejó allí, indefensa, casi sin poder moverme, como cuando matan a un conejo para comer.
Oí el primer disparo.
Intenté escabullirme entre cualquier cosa que pudiera esconderme. Encontré una baldosa suelta y se la tiré.
El arma cayó y pude cogerla entre la confusión de unos y otros.

Con ella en las manos me puse a pensar en por qué semejante tontería había acabado tan mal. ¿Realmente merecía ser disparada por robar unos cuantos ladrillos? Era de locos.

Me puse la pistola en la sien pensando en si de verdad ellos estaban allí. Sentí el frio metal contra mi sien y vi sus caras de asombro, como si todo esto hubiera ido demasiado lejos.
Sonreí y disparé.

Noté como caía contra el suelo con la suavidad de una pluma, lentamente, ni siquiera me hice daño al caer y mi sonrisa cada vez era más amplia, y la calma me corría por las venas. Lentamente. Todo pasaba lentamente.

jueves, 4 de junio de 2009

Ilusa

Estaba en el norte de España, en un pueblecito. Realmente una pequeña aldea, no tendría más de una veintena de habitantes.
Dormía en una vieja casa que estaba restaurando, tenía una enorme cama en la que, además, dormía con mis perros, para protegerme, aunque me permitía el lujo de tener la puerta abierta.
Hacía un maravilloso día de verano templado.
Me desperté, escuché a los niños gritar:

- Espera Cristian, espéranos -

Mientras corrían detrás de su primo mayor al que hacía tanto tiempo que no veían.
Acaricié a mi perro que venía a darme los buenos días y entonces me fijé en él.
Alguien se había metido en mi casa.
Era un hombre que no llegaría a la treintena, delgado, enjuto, con pinta de tener o haber tenido problemas con las drogas. Llevaba un pantalón negro, sucio y una camiseta interior blanca. Gafas de sol.
Hablaba por teléfono sobre vender algo. Miré sus manos y vi como estaba acariciando unos gigantescos gusanos que había en el suelo cerca de él.

¡Estaba haciendo tratos para venderlos! Y por una millonada..

Me quedé un rato quieta mirando a esos bichos gordos revolviéndose en el suelo, pensando en qué tendrían de especial.
Fue entonces cuando levantó la vista y se dio cuenta de que ya me había despertado.
No fue un cruce de miradas amistoso.

En ese momento entró una pareja de hombres, de mediana edad, vestidos de traje y con el pelo engominado, el chaval se puso muy muy nervioso.
Hablaron en un tono lo bastante bajo para no oirlo pero sí suficiente para saber que algo no iba bien.
Yo miraba la escena como si fuera una película. Atónita. Apoyada en la pared del fondo de la casa.
Recordé que tenía una pequeña pistola para ahuyentar a los animales salvajes en caso de que entrasen por la noche. La miré de reojo mientras ellos hablaban, pensando en cómo llegar a cogerla.

Algo pasó.

Para cuando quise darme cuenta estaban apuntando al chaval con un par de armas.
Hubo un forcejeo, un arma cayó al suelo y la cogí como por inercia. Supervivencia.
Por esa misma supervivencia les disparé, pero las malditas balas parecían fundirse en el aire y no llegar nunca.

- Son armas trucadas - dijo uno, sin mantener la seriedad, me miraba con lástima. Había cometido un terrible error.
El chico se revolvió y le quitó el arma al otro hombre.
Hizo la misma estupidez que yo.

Mientras ambos disparábamos balas fantasma una y otra vez presos de la desesperación. Entró un hombre orondo y de espalda ancha, casi no cabía por la puerta.
Me tiré a sus brazos y, sin pensarlo, le dije - "ayúdeme padrino" -

Los hombres se acercaron y entre tartamudeos les dije que yo tenía una pistola de verdad, que podía acabar con ese chico si tanto les molestaba, pero que por dios me dejasen con vida y se marcharan de mi casa.

El padrino me sostuvo entre sus brazos, pensé que a modo de consuelo, pero entonces oí que uno de los hombres le decía al otro "a esta distancia sí funcionará"


Lo último que vi fue la circunferencia del cañón de un revólver plateado apuntando directamente a mi frente y, antes de morir, sólo se me ocurrió decir una cosa.

- Esa no es mi pistola -

jueves, 28 de mayo de 2009

Me acordé de él

Sus labios rozaban suavemente la piel de mis manos. Él me besaba y, mientras tanto, entre beso y beso, soltaba alguna frase que decía poco o más bien nada.
Pero todo estaba bien así.
Corría una brisa fresca y dulce.

- Ayer hablé con él - me dijo - vi su imagen, con la cara ahogada entre las manos, llorando, con lágrimas resbalando por sus brazos, hasta morir en el suelo. Es un hombre destrozado, no sé como ella pudo hacerle todo esto -.

Le imaginé.
Imaginé esos cristalinos ojos azules compitiendo con un rojo irritación. Llorando su alma envolviendo los trozos de un corazón roto. Vomitando dolor. Constantemente.

Todos sabíamos que esto iba a pasar tarde o temprano. El amor se acaba. Hay que darse cuenta y actuar antes de que sea tarde. No amar por pena. Nunca.
Yo sé que ella hizo todo lo que pudo, intentó condicionar su vida y esperar, esperar a que él decidiese dejar de amarla, esperar a que se enfadara y se marchara dando un portazo, esperar a que se cansara de sus reproches y sus evasivas y fuera la furia la que ganase sobre el desamor, pero... no fue así.
Sabíamos que no sería así.

Seguí mirando el horizonte y me acordé de él. Me acordé de cuando aun estaban juntos y me acordé de cuando todo empezó a terminar.
De sus palabras. De las de ambos.
Recordé cuando la tragedia se podía casi sostener entre las manos.

Todos cruzamos los dedos sin esperanza.

Entonces miré a quien tenía al lado, besándome la mano, cuando yo estaba pensando en multitud de cosas.
No quería cometer el mismo error.
Ni llegar al mismo límite.

- Creo que será mejor que me vaya - le dije
- ¿Ya te vas? Te acompaño a casa -
- Déjalo, creo que es mejor que... esto se quede aquí -

Me fui sin mirar atrás, no quería ver caer una sola lágrima de esos ojos tan llenos de amor, de dulzura, hacía tan sólo unos segundos.

Le oí gritar

- Pero ¿Por qué? si yo te quiero -

(te quiero)
(quiero)
(iero)
(ero)
(...)

jueves, 21 de mayo de 2009

Memoria rota

Los gritos hacían retumbar las paredes.
Otro día más discutíamos a voz en grito a saber por qué tontería. Sus reglas, mi libertad... o tal vez simplemente por no doblar la ropa (no somos siempre tan trascendentales).
Cuando las cosas se ponen así eres incapaz de escuchar, de comprender y te limitas a mantener un discurso a no sé cuántos decibelios, pese a no saber bien de qué hablas.
Así que me marché de casa, por el bien de mis oídos y de mis vecinos.
Recuerdo que cerré la puerta por fuera, eché la llave un par de veces...
Recuerdo que era jueves...

[..]

Abrí los ojos. Estaba luchando por poder mantener el equilibrio y enterarme de lo que pasaba en el mundo que me rodeaba.
Sentada en el suelo del ascensor parecía levitar. No sentía nada.
A mi lado una botella de ¿Whisky? No podría asegurarlo.
No sé si tanto me había impresionado la guerra que habíamos tenido hoy como para olvidarla a toda costa.
Abrí la puerta. La casa estaba vacía.
No entendía nada hasta que saqué el teléfono móvil para llamar a mi madre. Miré la fecha.
Eran las tres de la mañana de un Sábado recién nacido.
Pero para mí no habrían pasado más de dos o tres horas.

[..]

Me hicieron pruebas. Inconcluyentes.
Todo lo que me dijeron es que pudo ser el alcohol. Simplemente.
Así que me fui a mi casa pensando en lo bien que me vendría de vez en cuando un buen trago si iba seguido de un lapsus de memoria semejante.

[..]

Me despedía de Li Shung en el hospital. Todos lloraban, pero ese era mi primer recuerdo desde que llegué a casa tras el psiquiátra, así que no sabía por qué.
Por primera vez me llegaban flashes, voces, que decían algo sobre la Yakuza o algo así, palabras que no me decían nada.

[..]

Un centro comercial lleno de gente. Li llorando. Li corriendo.

[..]

Bajaba las escaleras mecánicas corriendo a toda velocidad. No sabía quién era él. No sabía porqué corría detrás de mí. ¿He robado algo? No lo sé. ¿Dónde estoy? Tampoco.
Conseguí esconderme en un saliente de una tienda. Me miré y mi ropa era totalmente distinta que en todos los demás recuerdos. ¿Qué día era?
Una mano tocó mi hombro, me sacó de mi escondite.

- Deja de correr, maldita sea, no vamos a hacerte nada -
- ¿Quiénes sois? -
- Somos policías, estamos investigando lo que pasa con la familia Shung -
- ¿Qué pasa con la familia Shung? -

Se miraron entre ellos. Me miraron.
Tenían dudas. No sabían si les mentía o si realmente no sabía nada.

- Toma, mi tarjeta con mi número, si recuerdas algo llámanos y estate atenta, tal vez nos pongamos en contacto contigo -

[..]

Sonaban sirenas a lo lejos. Estaba en un polígono industrial a las afueras de la ciudad.
Estaba cansada. Tal vez de correr delante de aquel policía, pero... mi ropa volvía a ser diferente. Totalmente diferente, como si hubiéramos cambiado de estación.
Mi teléfono sonaba. Era Li.

- ¿Dónde estás? -
- Pues... no lo sé muy bien, creo que en el polígono de las monjas -
- ¡¿Todavía estás allí?! Vete ahora mismo -
- Pero.. ¿Qué pasa? -
- ¡Joder! -

Colgó el teléfono. En diez segundos tuve cuatro coches de policía rodeándome.
Me apuntaban unas seis armas.
¿Qué cojones....?

domingo, 17 de mayo de 2009

Ahogándome

Quizá debí tomármelo como un juego, pero no pude.
Tenía las manos agarrando en borde de la piscina, como si me fuese la vida en ello. Estaba cansada de nadar, de jugar y de hacer el gañán dentro del agua.
Respiraba con dificultad, recuperándome.
Fue, en mi tercera exhalación cuando noté sus fuertes manos sobre mis hombros. Me separó del borde y me hundió cuando ni siquiera me había dado tiempo a tomar una bocanada de aire decente.
Cuando toqué el fondo con los dedos de los pies abrí los ojos, intentado conservar en mis pulmones el más leve rastro de oxígeno como si fuera de oro.
Allí le vi, con su cara burlona, como si mi asfixia fuese algo de lo que carcajearse.
En el otro lado de la piscina vi a Rubén, que venía nadando hacia mí, mientras otro par de compañeros de juegos intentaban sujetarle por los brazos.
Me acerqué al bufón que me hundió y le insulté entre burbujas. La rabia cegaba toda porción de razón que pudiera decirme que no me estaba oyendo.
Seguí acercándome hasta que le tuve a escasos centrímetros y, con la poca fuerza que tenía le golpeé la cara. La impotencia frenaba mis brazos, pero ya no sentía la falta de aire.
Conseguí salir, pensando en si, tal vez, mi respuesta había sido demasiado exagerada, pero las lágrimas que se mezclaban con el agua y el cloro me decían que no. Que no había sido gracioso, ni una broma.
No obtuve disculpa, ni la quería.
En aquel infierno azul obligatorio, cualquier cosa hubiera estado bien, menos sus sonrisas.
Rubén vino y me abrazó con fuerza. Supongo que vio en mi cara algo más que un simple susto y juntos nos acercamos al final de la piscina, donde debía estar nuestro monitor, que se había marchado.
Eso sí, había dejado una nota en la que ponía:

Nosotros somos algo más que una apariencia.
Somos personas.
Somos algo más que una imagen.
Somos algo más que una actitud.
Somos algo más que un momento.
Algo más que un segundo.

Era su forma de decir que, pese al espectáculo que habíamos dado en aquel momento, pese a la decepción que debía sentir en cuanto a las formas que demostramos, sabía que no éramos sólo eso, que todo puede perdonarse. Olvidar.



lunes, 4 de mayo de 2009

Ser o no ser

Nunca fui una rebelde, una revolucionaria (por más que te empeñaras en decirlo). No he sido una musa por algo más que un físico genético o un don de oratoria fruto de la supervivencia.
No he sido esclava ni erudita, no he sido buena ni mala, no he sido geisha ni ninfómana. Tampoco morena, es así.
No he sido un amor de piel canela y sangre caliente. No he sido una amante inolvidable ni un amor eterno. Tampoco causa de tormento.
Aun cuando pude, no fui una lolita de instinto febril ni fresco. No fui el ojito derecho de mis padres, ni la oveja negra de una familia entera.
No seré recordada por nada que haya hecho hasta ahora, no seré una madre mejor que otras ni una experta cocinera.
No seré alta, ni seré ruda.
No seré famosa, ni luciré una ristra de maridos. No diré que de este agua no beberé.
No seré sumisa, ni dictadora, como mucho, ausente. No seré presa de otra cárcel que la mía.
Sé que no soy Shakespeare, ni Marie Curie, pero para mí cada gota de agua es un descubrimiento y escribo con un alma que aun tengo. Tengo.

Aunque algo que siempre fui, es fiel a mis principios. Leal a mis compadres. Y pienso en si tal vez podré ser fiel a mi final o leal a mis traidores.

martes, 28 de abril de 2009

Sobran las palabras

Tengo una soga alrededor del cuello con forma de frase de canción, tal vez diga "de las lágrimas para llorar cuando valga la pena" quizá un "no te rías de mí, no me arranques la piel" o tantas otras frases para pensar.
Pero esta aprieta, aprieta al son de una musa culturista.
Así estoy siendo víctima de un verdugo escrito, escuchado, de un verdugo compuesto por miles de letras que un día dije o tal vez pensé.
Noto como desde dentro ahora van trepando, escapándose con el poco aire que me queda.
Trepa la "m", con sus picudas patitas, que va haciendo polvo esta garganta ya castigada por un crudo invierno. Le siguen vocales, redondeaditas, como las "e" o las "o", de esta terrible frase en forma de pregunta.
Queda alguna "i", esas que se cuelan por todos los rincones y que, a veces, escupen el punto que acaba perdido en el pulmón, haciéndote toser toda la esperanza, sin poder parar.
La "q" se hace la remolona, sabe que sin ella nada de esto será posible. Al final se anima y sale, todo sea por conocer la libertad que tan poco le da este cruel idioma.
Laringe y faringe hubieran preferido que tuviera esa forma redondeada de mayúscula, pero no fue así.

La "u" resbalazida se va cayendo garganta abajo, casi casi acaba por ser digerida con los ácidos de estómago, pero entonces, una "r" se engancha como un clavo y sujeta el punto de una temerosa interrogación que, a modo de anzuelo, sujeta la "u" y la salva de desaparecer.
La "s" se apunta al salvamento porque es perezosa, así la subirán sin hacer esfuerzos.

La primera frase empieza a destrozar la boca, todas esas letras metidas entre tantos dientes, no pueden hacer otra cosa que pinchar las zonas blandas.
Las encías lloran sangre.
Y por fin llega la última, llega la imperial "T", ya que sin ella nada de esto sería posible y va subiendo como un escalador, pasito a pasito, clavándose lentamente.
Es el esfuerzo final, pasa golpeando la campanilla.
Las letras se agrupan formando la primera frase, esperando que la "T" jamás tenga que salir a escena.

¿Me quieres?

El silencio se hace pesado y desafiante, hay que atacar con todo el equipo. Las duras letras se vuelven a agrupar, esta vez, es el golpe de gracia.

Te quiero

Pero no pasa nada. La batalla está perdida.
Todas estas letras que tan valientemente sirvieron, vuelven atrás, hacia las profundidades, magulladas y con astillas. La frase del cuello se va soltando.
Una bocanada de aire las tira garganta abajo y deja que la sangre que hicieron se multiplique y todo acaba muriendo entre ácido en el encogido estómago.

Él no te quiere. Bon apetit.

viernes, 24 de abril de 2009

Otra oportunidad

Tuve que despedir a Nati.
Lo cierto es que tampoco éramos tan amigas, pero por eso supuse que sería perfecta para el cargo.
Le pedí que se quedara cuidando de mi casa durante las obras, mientras yo me iba a trabajar, sólo tenía que estar en el sofá y abrir a los obreros cuando llegasen. Imaginé que al no ser tan amigas, no tendría tanta confianza como para permitirse lujos tales como andar husmeando por la casa o llevarse algo que "ya devolvería" o despreocuparse y no venir.
Pero al final, faltaron algunas cosas y los obreros se quejaron más de un día de la impuntualidad a la hora de abrirles, así que cogí un par de días libres y le dije que podía marcharse "muchas gracias por todo, maja".
El caso es que por el gesto que brotó en su cara, me imaginé que todo esto no le hacía especial gracia.
Cuando se marchó, cerré la puerta y poco segundos después llamaron golpeándola fuertemente.
Miré cuanto tenía a mi alrededor para defenderme en caso de ser necesario, y una vez vi que había suficientes cosas, abrí la puerta.
Era ella.
Noté un movimiento extraño en ella y me puse un poco nerviosa, dejé colarse mi mano por detrás del marco de la puerta de la cocina y tanteé un poco la encimera a ver si encontraba algo a lo que aferrarme o con lo que defenderme... pero no hizo falta.
Se había sacado un sobre de colores chillones de tamaño folio de dentro de la chaqueta.

- Lo ha traído él esta mañana - seguía con la misma cara de pocos amigos.
- ¿Él? ¿Quién es él? -
- Alberto -
- ¿Pero qué hacía por aquí? Si... -
- Mira que me da igual, ahora mismo no me apetece entrar en un debate acerca de lo que puede ser o no y de lo que querrá o no, ahora mismo me da igual, te lo doy porque es para ti y punto -

Acto seguido se dio la vuelta aireadamente y se marchó refunfuñando algo escaleras abajo.

Entré en el piso y me senté en el sofá.
Acaricié lentamente el sobre unas cuantas veces hasta que pude atreverme a abrirlo ¿Qué tendría dentro?
Alberto y yo habíamos roto hacía... unos meses, después de una relación de años y, aunque yo lo había superado milagrosamente bien, no quería tentar a la suerte y hundirme en un pozo que, por suerte, esta vez no había tenido que visitar.
En el sobre había unas cuantas fotos, no sé si serían diez o veinte, me puse a pasarlas poco a poco. Eran fotos de los dos o fotos en las que salíamos ambos, pero eran de grupo.
Ver todos aquellos momentos me trajo recuerdos agridulces, pero casi todos me hacían sonreir, aunque alguna lágrima pionera se colase.
Antes de terminar de ver las fotos, decidí ver qué más había en el sobre y me encontré con una carta.

"... Sé que te va a costar mucho volver a confiar en mí, pero ya tenemos una historia entera entre nosotros. No me gustaría perder todo esto por unos momentos mal pensados.
Necesito saber si aún me conservas, si aún serías capaz de reconocerme por el olor de mi colonia, si aún puedes encontrarme de un simple vistazo en la multitud...

Yo sí que puedo hacer todo eso contigo. Dame otra oportunidad..."

Me quedé en esa parte de la carta, la releí y me descubrí a mi misma observándola con cara de interrogación.
Volví a coger las fotos dispuesta a ver las últimas. Me paré en una.
Era una foto de los dos en la que íbamos paseando por la calle y yo llevaba una rosa roja en la mano.
Le miraba con verdadera admiración, amor... pero no fui capaz de hubicarlo en el tiempo. Me costó varios minutos recordar la fecha, recordar por qué... por qué le miraba así.
Fue en ese momento cuando me di cuenta de que una segunda oportunidad no tenía sentido, ya no estaba enamorada ya... ya le vi como un dulce recuerdo, como un regalo de infancia, pero nada más.
Decidí enviarle un mensaje:

"Me ha encantado el regalo, en serio, muchas gracias. Pero no tiene sentido arreglar esto, no quiero que nos hagamos más daño"

Al menos yo no quería hacerle más daño. Porque siempre le querría, pero...

martes, 21 de abril de 2009

Mi elección

Mi familia llevaba siendo perseguida desde que tenía uso de razón. Mis padres, mis dos hermanas y yo, habíamos cambiado tantas veces de domicilio que no sería capaz de recordar ni una sola de todas esas direcciones.
La última vez nos mudamos a un piso enorme, en una callejuela un poco escondida de una gran ciudad en mitad de Europa.
Teníamos un gran salón en medio, de colores neutros, que separaba nuestra habitación, de un azul vivo y alegre, de la de nuestros padres, de un azul apagado y muebles color caoba, muy oscuros, casi negros.
Yo compartía habitación con las dos canijas. Dormía en una cama enorme con la mediana y al lado teníamos una cuna para la pequeña (aunque ésta, de vez en cuando, dormía con mis padres).
Hablábamos poco sobre todo esto de cambiar de piso, pero yo ya tenía una edad y podía ver que, antes de cada cambio, la cara de mi padre se derretía en una mueca horrible de pánico y preocupación.
Una mueca como la que tuvo esa misma mañana.
Me encargó ir a por billetes a la estación, e incluso me escribió una nota con lo que tenía que decir porque aun no dominaba bien el idioma.
La estación estaba al final de la calle, haciendo esquina, era un sitio enorme y metálico.
Me acerqué a una de las ventanillas y, tras media hora esperando, conseguí los ansiados billetes. Pagué y los miré mil veces para asegurarme de que no me había equivocado.
Levanté la vista y vi, en el cristal de la taquilla, el reflejo de unos hombres mirándome y... no sabría decir por qué, pero sus caras me eran familiares.
Sin embargo, ni un sólo sentimiento de cariño me llegaba tras verles, más bien todo lo contrario.
Intenté darles esquinazo dentro de la estación cuando vi que me estaban siguiendo.
No fue fácil, pero aquello estaba lleno de gente así que tenía una oportunidad.
Cuando creí haberlo conseguido, salí de la estación a toda prisa, corriendo mientras mis piernas sufrían y volviendo la cabeza hacia atrás de vez en cuando para comprobar si me iban pisando los talones. Pero, al menos hasta que abrí la puerta, no les vi.
Subí corriendo a casa y me metí directamente en la cama. Allí estaba mi hermana dormida profundamente. En la cuna no había nadie, así que imaginé que la pequeña dormía con mis padres.
Yo no hacía más que revolverme en la cama, cuando mi hermana se despertó.

- ¿Qué pasa? Deja de moverte que no puedo dormir -
- Me han seguido, Ana, alguien nos está buscando -
- ¿Qué dices? ¿Lo sabe papá? -
- Creo que sí... por eso me ha mandado a comprar billetes, para irnos -
- Otra vez... -
- Sí... el caso es que en la estación dos hombres han empezado a seguirme... no sé que querrán... -
- Bueno ya que me has despertado, vamos a hablar con papá -

Mi hermana tiene catorce años y, por muy refunfuñona que pueda ponerse cuando las cosas no se hacen como ella quiere, sabe lo que es un estado de alerta.
Nos levantamos y al llegar al salón, nuestro corazón se encogió tanto que dejó de latir durante largos segundos.
El salón estaba vacío.
Vacío.
Ni un sólo mueble. Nada.
La cara de Ana se encogió en una mueca indescriptible, pero mientras ella parecía pensar "se han ido sin nosotras" yo tenía claro que lo que ocurría era que "nos habían encontrado".
Pareció desmayarse y la cogí en brazos, menos mal que es menuda para su edad.
Y fui a duras penas hasta la habitación de mis padres.
Allí encontré a un hombre desconocido y una pila de pequeñas muñecas sobre la cama de mis padres. Las cogí con la mano y las tiré por la ventana.
Dejé a mi hermana en el suelo y me propuse encararme con el hombre, cuando entre nosotros se interpuso una copia exacta de las muñecas a tamaño real. Parecía un juguete de acción de 1,70.
Llevaba un mono de neopreno, como los motoristas, el pelo largo y moreno y cara de no sentir absolutamente nada.
No preguntaron.
No hablaron.
Durante unos cuantos minutos simplemente nos mirábamos unos a otros.
En ese momento le oí decir al hombre:
- Acaba con la pequeña -
La mujer se acercó y, ante mis ojos, le partió el cuello a mi hermana.
Me tiré hacia ella y comencé a golpearla, pero ese maldito rostro de marfil era infranqueable. Zarandeaba esa melena morena con todas mis fuerzas, pegaba patadas y puñetazos... pero ella se mantenía erguida y fuerte como una esfinge.
Entonces dijo:
- Me estás empezando a cansar -
Entonces me levanté, giré la cabeza y recordé esa maravillosa terraza que había en la habitación de mis padres. Se veía toda la ciudad desde ella porque vivíamos en un sexto.
Fui hacia ella y la mujer me agarró fuertemente el brazo, pero en un último alarde de fuerza pegué un tirón y ya nadie pudo detenerme.
Puse mi pie derecho sobre las barandillas y salté.
Estiré los brazos y las piernas y sonreí. Vi como desde las ventanas de la casa estaban tirando las cosas de mis padres que se destrozaban contra el suelo.
Yo, según caía, seguía manteniendo la esperanza de caer contra algo que me amortiguase, porque yo, yo... yo miraba hacia el cielo azul casi naranja de un ocaso que amenaza con llegar.
Y poco a poco me empezaron a hormiguear los brazos, por el aire, por el sol tibio del atardecer, no sabría asegurarlo. Pero una cosa sí tenía clara, no iba a perder mi vida lloriqueando muerta de miedo en un rincón, mientras a saber quien me hacía a saber qué.
Quizá ni pretendían matarme en el momento.


Yo moriría libre.
Esa fue mi elección.

jueves, 16 de abril de 2009

Robando coches

Otra mañana lluviosa más, estoy empezando a pensar que este maldito tiempo no mejorará nunca.
Rutina. Agua. Gris. LLuvia.
Para colmo, cuando ya había reunido las fuerzas para marcharme a los quehaceres diarios, me dejo las llaves de casa en el recibidor. Así que me toca volver a por ellas antes de irme o luego no habrá nadie para abrir la puerta.
Con las prisas me dejo el coche abierto. Bueno, van a ser cinco minutos.
(...)
Perfecto. Me están robando el coche.
Me acerco corriendo con el pelo chorreándome sobre los hombros, sobre la cintura.
Veo a cuatro chavales jóvenes parados, con mi coche, ante un semáforo en rojo y les grito que se bajen de ahí.
- ¡Ja, ja! - rió el conductor - en eso estábamos pensando.
Clavé mi mirada en sus ojos azules aguamarina mientras memorizaba cada rasgo de esa cara pecosa de pelirrojo.
Mientras se iban les grité que les denunciaría, mientras un eco de risas me dejaba planchada y con ganas de meterme en la cama y llorar de impotencia.
Todo fue en vano. Horas y horas, papeles y papeles. Pero estaba en una espiran de resignación y desesperación sin obtener nada claro.
Al chico pelirrojo me lo encontraba de vez en cuando. Me soltaba alguna sonrisa pícara, como cuando los niños en el colegio te dicen "chincha chincha, tengo algo que tú no tienes".
Después de unos cuantos encontronazos y, sin previo aviso, un día se acercó a hablar conmigo en un plan muy diferente.
-Oye... mira... tal vez pueda hacer algo por ti - dijo, sentándose a mi lado y mirando al suelo - ese coche ya... no nos hace falta, hablaré con estos y te lo devolveremos -
-Y... ¡Ya está! ¿Eso es todo? - no pude evitar ponerme a gritarle, mientras él entrecerraba los ojos - ya no os hace falta... he estado pateándome el mundo por recuperar mi maldito coche y fue un dichoso capricho... -
- Bueno, tómalo o déjalo, bastante me arriesgo haciendo esto, no tengo por qué escuchar tus grititos -
Acto seguido se marchó sin volver la vista atrás.
Cuando volví a verle le dije que lo haría. Me sentí estúpida por hacerle caso a un niñato, pero mira... ¡Qué demonios!
Quedamos una noche cerca de un almacén, al parecer allí guardaban todas las cosas que robaban, para darles uso cuando fuese necesario. Él estaba muy nervioso, demasiado, mientras hablaba, no dejaba de mirar a su espalda.
- Mira, aquí tienes la llave, coge tu coche y lárgate de aquí -
- Vale... vale... -
Me condujo dentro del almacén.
Escuché otra voz, más ronca, más de hombre. Maldiciendo y pegando gritos.
Esta vez mi acompañante se puso mucho más nervioso.
- ¡Márchate! -
- Pero.... mi... coche -
- ¡Qué te marches! ¡YA! -
- Pero... -
- ¿Quieres un puto coche ahora o quieres poder conducir mañana? -
Sonó un disparo y nos tiramos al suelo.
- ¿Ves esa puerta a la derecha? - ahora susurraba.
- La... roja... -
- Sí... arrástrate hasta ahí y huye -
- Y tú... ¿Te quedarás aquí? -
- ¿Te vas a marchar de una puta vez? Ya la he jodido bastante... -
Alcancé la puerta y conseguí escapar de allí. Escuché dos tiros más y luego el silencio... un silencio que me reventaba el cuello lentamente.
Al día siguiente tenía un retrovisor arrancado en la puerta de mi casa.
No volví a verles, ni al pelirrojo, ni a ninguno de los demás.
Ni esas calles volvieron a verme a mí.

lunes, 6 de abril de 2009

Compartiendo escena (la historia de cómo me enteré)

Sara llevaba tiempo ingresada en el ala psiquiátrica de un hospital de la ciudad. Paranoias visuales.
Le empezaron hacía ya unos meses cuando trabajaba de asistente social y se vio envuelta en problemas con una familia conflictiva, su cerebro no lo soportó e hizo "clik".
Según Sara, ella veía personas con pinta elegante, con trajes de colores oscuros y neutros, ojos brillantes y claros, que intentaban llevársela con ellos.
Durante el tiempo que estuvo en el hospital consiguió la paz que no le había acompañado en esas insufribles últimas semanas. Vivía sola, así que dio mil gracias a que sus vecinos fueran de todo menos discretos y diesen la voz de alarma.
Pero tras unos meses de paz Sara enfermó. Algo vírico. Nadie se explicaba como había podido pasar eso en un hospital, así que llamaron al mejor especialista para que la tratase.
Encontró una enfermedad latente, de periodo de incubación largo, pero no se quedó del todo contento. Siguió pensando que, seguramente, sus alucinaciones venían dadas también por algún tipo de trastorno físico, pero no le dejaron seguir investigando.
Yo me enteré de todo esto unos días después, el doctor y yo vivíamos en la misma urbanización.
Aquel día nos habíamos acercado a una zona más o menos moderna de la urbanización, yo, para hacerle fotos a algunas de las hijas de las vecinas que querían hacerse un book, la señora Remedios, para hacer una patrulla (no llevaba nada bien haberse jubilado de su puesto de policía) y el doctor, supongo, que para pasear (al final Reme le convenció y le dio una pistola de aire comprimido para patrullar como si de jugar al airsoft se tratara, sí, como niños).
En un momento en que todos estuvimos sentados en un banco, el doctor nos lo contó.
Me quedé mucho rato pensando en Sara y en si, de verdad, el doctor pudiese curarla del todo. ¿Por qué no intentarlo? ¿Por qué no le dejaban?
Algo sonó, como un disparo, supuse que eran las pistolas de aire comprimido, hasta que Reme empezó a sangrar por la pierna y se hizo un gran revuelo. Antes de que pudiera darme cuenta se la estaban llevando en una ambulancia.
El doctor y yo seguíamos en el banco mirando al infinito sin saber muy bien que había pasado y entonces me dijo:

- ¿Has visto alguna vez ese programa en que la gente canta y, entonces, alguien se mete en medio para hacer la crítica y le quita la escena?-
- Sí, pero, no le quita la escena. La comparten -
- La... comparten... -

Se marchó sin decir nada más, pensando en a saber qué y allí me dejó sola.

No pude dejar de darle vueltas a todo el asunto durante la noche, así que al día siguiente fui a ver al doctor en su hora libre en el hospital, para que me dijera qué había pasado por su cabeza la tarde anterior y entonces vi algo que me sorprendió.
En los ascensores se cruzaron dos pacientes. Al ver a una de ellas, supe que era Sara, la otra, era una joven mujer negra. Ésta le dijo a Sara:

- Tienes un tumor, el hpv11, mi agente de la condicional lo tenía y veía exactamente lo mismo que tú -

Sara respondió con un gracias a medias y con un gesto roto siguió siendo arrastrada por su enfermera particular.

Compartiendo escena (Diario de Sara)

En el hospital siempre había estado bien, aquí ellos no pueden entrar, al menos no hasta donde yo estoy. Pero esta enfermedad me está matando.
El doctor dice que me voy a poner bien pronto, que tengo que bajar a su planta a verle cada semana y ser rigurosa con la medicación.
Esta mañana cuando bajaba, me he encontrado con otra mujer ingresada y me ha dicho algo muy raro, algo sobre un tumor que me produciría las alucinaciones, pero no ha sido eso lo que más me ha llamado la atención, sino el hecho de que lo tuviera su agente de la condicional.
No sé si me estoy volviendo más paranoica o empiezo a ver la luz.
Esa gente existe, sí, y no sólo en mi cabeza. Tal vez las alucinaciones se hayan basado en ponerles una ropa igualitaria, como un uniforme, o en cambiarles los ojos... pero quizá eso lo haga mi cerebro para reconocerles mejor.
Tiene que ser algo así.
En serio, me perturba pensar todo esto, yo ya asumí que estaba enferma y vivía bien entre esta nube blanca de personas y yeso, pero ahora... ahora tal vez las cosas sean diferentes.
Hoy pienso intentarlo, pienso escaparme. Al menos salir unos pasos más allá de la puerta principal del hospital y comprobar si están ahí, si veo a alguien.
No creo que aquí tarden mucho en buscarme cuando vean que no estoy, por lo que tampoco será arriesgar demasiado.
Le comenté al doctor lo que me dijo la chica negra y dice que es posible, mañana me harán pruebas para encontrar un posible tumor, así que, una media hora antes de esa cita me escaparé, así, si me pasa algo, tardarán menos en buscarme sabiendo que yo no faltaría por propia voluntad a una cita médica.


Llegó el momento, bien, bajaré tranquilamente por el ascensor, como si simplemente estuviera dando un paseo y extremaré mis precauciones al llegar a la planta baja.
Llevo un cojín de sofá, sí, de estos cuadrados, sé que no me puede defender de nada, pero sé que si me lo pongo delante para separarme del mundo una alucinación podrá ignorarlo, pero una persona física no.
Primer paso conseguido, estoy en el ascensor. Sola.
Esto suele estar lleno de gente, pero no sé, tal vez sea una mera coincidencia.
Le doy al botón de la planta baja. Estoy nerviosa, muy nerviosa. Veo como los números van descendiendo hasta convertirse en la letra B, pero el ascensor no se para.
Algo está pasando, otra vez, Dios, otra vez.
Sigo bajando, sótano uno, sótano dos... ¿Cuántos sótanos tiene este maldito hospital?
Miré el panel de botones del ascensor y, efectivamente, yo no había dado a ninguno de esos botones, ni siquiera por error. Alguien había trucado ese ascensor, sólo ese, tal vez por eso estaba vacío ¿Avería? Quién sabe. Esto no me gustaba nada, morir aplastada porque el ascensor estuviese casi descolgado no me entusiasmaba.
Al llegar al sótano 3 el ascensor paró como cayendo en algodones.
Instintivamente cogí el cojín y me lo puse horizontalmente en el estómago, para conseguir la máxima distancia de separación con lo que tuviese en frente.
Las metálicas puertas se abrieron y, como por arte de magia, ahí estaba él como si todo el tiempo en el hospital no hubiese pasado.
Ahí estaba, quieto, tranquilo, sonriente, con su traje gris y sus ojos brillantes, mirándome...
Mirándome...

lunes, 30 de marzo de 2009

El pequeño Eric

Sí, lo hice, los maté a todos. Maté a todos aquellos que estaban o habían estado en mi contra. Reducí el círculo todo lo que pude y me limité a mis padres y a alguno de mis tíos.
Después, después de dejar unas cuantas balas alojadas en unas cuantas cabezas, limpié un poco el revólver con una servilleta de doble capa y metí ambas cosas en mi bolso, cogí el dinero que tenía ahorrado y salí a dar un paseo hacia la estación.
Mientras caminaba iba pensando en el tiempo que tenía. Eran adultos, por lo que la gente tardaría en echarles en falta y... además... no les buscarían hasta pasadas, al menos 24 horas. Para entonces yo ya estaría muy lejos.
En algún trasbordo compraría lejía en alguna droguería o en algún bazar, metería ahí la pistola durante un par de horas y luego... luego la arrojaría por la ventana del vagón. Así lo haría, sí, en medio de ninguna parte.
Sería dificil que pudieran ubicarme en todos esos sitios, en todas esas escenas del crimen a la vez, porque sí, habían caído casi todos a la vez. Ya ni hablemos de poder tener pruebas sin arma homicida.
El paseo estaba siendo gratificante, con esa suave brisa de finales de invierno refrescando mi cara, alborotando un poco mi pelo, trayéndome el suave aroma de la paz.
Ya no habría más problemas, más venganzas familiares, más dolor, ahora todos éramos libres, yo lo hice por mí misma, pero ellos... eran incapaces... así que simplemente les ayudé, a ellos y al mundo, porque no hacían más que crear conflictos.
Entonces oí una voz aguda y musical llamándome a mi espalda.
Me giré, era el pequeño Eric, mi primito de rizos castaños. Me estaba siguiendo.

- ¡Márchate Eric! -

Pero él seguía ahí, avanzando pasito a pasito hacia donde yo estaba. No pude hacer otra cosa que salir corriendo. De su ausencia sí se preocuparían.
Eché a correr y, para mi sorpresa, él corrió detrás de mí. Corría con sus piernecitas de niño de siete años y su mochila del cole... ah, y con todas sus fuerzas. Llegó un momento en el que creí que incluso me iba ganando terreno.
De vez en cuando me giraba y le decía que se marchase, a gritos, pero él lloraba desconsoladamente y me decía

- Primita espérame -

Aun me hablaba con tanto cariño... supongo que aun no sabía que una de mis víctimas era su madre.
Al final me pudo la sensación de sufrimiento del pequeño, me paré y le esperé en un portal.
En cuanto llegó se tiró a mis brazos y me dijo:

- Quiero irme contigo -

Le miré profundamente sorprendida. Enredé mi mano entre sus bucles cobrizos y miré fijamente a esos ojos tristones de buho que tenía.

-¿Qué estás diciendo, Eric? -
- Quiero irme contigo, sólo me quedas tú -
-¿Has... has... estado en casa? -
- Sí... mamá está muerta... pero mira primita - sonrió - te he traído esto -

Sacó de la mochila el bolso de su madre. Me lo dio.

- ¡Tienes que llevarlo a casa, Eric! -
- Pero aquí hay dinero, y así podrás llevarme contigo ¡No comeré nada, prima! ¡Me portaré bien! En serio...-

Le abracé y recé por encontrar rápido una solución a todo esto. Me había criado con ese niño, siempre había visto lo mal que le trataban en casa, por eso siempre me ofrecí a llevarlo al parque o a ir a cuidarlo a casa, porque necesitaba a alguien y yo ahora le había dejado más solo si cabe.

- No puedes venir conmigo pequeño, porque yo tengo que marcharme y si tú vienes conmigo, nos buscarán - el niño agachó la cabeza - pero vendré a buscarte, ya lo verás.
- ¿Me lo prometes? -
- Claro - le sonreí
- ¿Y ahora donde voy? No quiero volver a casa... -
- Vale, ve a casa de la tía Fe y dile que cuando has llegado a casa tu madre te había dejado una nota que decía que había salido a un recado y que no querías estar solo, ella te acogerá -
- Vale, primita, iré... ¿Luego vendrás tú a por mí? -
- No sé cuando volveré, pero te buscaré. Ahora tienes que irte -

Le di un besito en la frente y un cachete en el culo y le vi marcharse con la cabeza agachada y pateando una piedra, despacito.
No habría avanzado ni diez metros cuando se dio la vuelta y, al verme aun quieta mirándole me dijo:

- Gracias, primita -
- ¿Por qué me las das? -
- Porque la tía Fe nunca me grita -
- Pero... ¿Eso qué tiene que ver conmigo? -
- Pues que sé... que tú... no eres mala, me has salvado -