lunes, 27 de julio de 2009

Ni un sólo motivo

Estábamos en una gran casa rural. Era como un pequeño palacete. Llevábamos tanto tiempo hospedándonos allí que ya parecía que éramos una gran familia.
Yo tenía al hijo pequeño de los dueños entre los brazos. Era una preciosidad de pelo azabache y ropita blanca. Como un ángel atípico.
Mirábamos por la ventana.
Había un cielo bastante peculiar. Unas nubes grandes y muy compactas, casí podría aventurar que tenían una forma de corazón perfecta y si le añadimos las tonalidades del atardecer, parecían grandes gominolas esponjosas gritándonos ¡Cómeme!
Esta misma broma se la hice al pequeño, que se reía escandalosamente (quizá más por las cosquillas que le hice) y a los pocos minutos se nos unió más gente en la ventana.
Uno de ellos nos comentó, que pese a que era un espectáculo precioso, ese tipo de nubes avisaba de que iba a venir un brusco cambio de tiempo, incluso un cambio fatal. Pero nadie le hizo demasiado caso porque era un hombre para el cual no se había inventado el optimismo.

Me giré y vi algunas caras preocupadas por el comentario. Otras seguían a su aire. Yo cerré los ojos para intentar concentrarme más en lo que hablaban... tal vez nuestro negativo amigo tuviese razón y debiéramos tomar precauciones.

Todos temían algo, más o menos, estábamos lejos de nuestras casas, de nuestras familias. Y cuando los minutos pasaban todos empezaron a notar cosas. Dolor de cabeza, temblores en el suelo, falta de aire... sin duda síntomas que tenían más que ver con el miedo o el estrés que con algo real ahí fuera.
Hasta que el suelo, literalmente, tembló.

Fue un terremoto tímido. Ni siquiera llegaron a caerse los cuadros de las paredes. No se derramó ni una gota de agua, incluso llegué a ver chicas riendo en los alrededores al ver que una se había resbalado por el temblor y estaba en el suelo carcajeándose junto a sus compañeras.
Pero ese pequeño temblor fue lo que hizo falta para que todas esas personas equilibradas del palacete perdieran la cabeza.

Se organizó una carrera a muerte hacia las puertas, algunos gritaban que no podían respirar. Otros estaban bajo la mesa golpeándose con los codos.
Yo seguía parada al lado de la ventana con el niño en brazos, que de la imagen que veía no se atrevía ni a llorar. Entonces, dejé al niño sentado sobre un sillón apartado y sentí como me atacaba poco a poco la histeria colectiva.
Empecé a enfadarme por su comportamiento, empecé a... sentir un extraño calor en las extremidades y una presión en la garganta que poco a poco me fue subienndo hasta hacerme sentir tambores en los oídos y palpitar mi cráneo.
Me metí bajo la mesa y empecé a unirme a su lucha de poder por las baldosas.

Quizá estuviéramos horas así, luchando y golpeándonos de la forma más animal posible. Por mera supervivencia, por histeria, por... a saber. Pero llegó un momento en el que nos desprendimos de ropas y nombres para volver a ser animales en la jungla en plena noche.
Aterrados y violentos.
Cuando, entre la sangre, los golpes y el cansancio muscular nos vimos obligados a parar, nos miramos unos a otros y, por primera vez en todas esas horas, empezamos a reconocer nuestras caras.
Mirábamos avergonzados hacia los lados y hacia el suelo.
Empezaron a llover disculpas de unos a otros y a sonar la misma frase como un murmullo "no sé qué me ha pasado"
Algunos "Oh! Dios mío, mira como estás, ven, te ayudaré" y visitas al baño y al botiquín.
Yo ni sabía a quien dirigirme.
Entonces me acordé del pequeño. Busqué por la gran sala y allí le vi, con la cara serena y sentado en el sillón. Parecía esperar algo.


Le miré.
Se echó a llorar.

4 comentarios:

Isi G. dijo...

Me encantan tus textos porque son cortitos pero te cuentan la escena completa y te hacen pensar.

Besotes^^

Hellion dijo...

corto preciso y conciso eres la mejor en relatos , saludoss.

Sara dijo...

oh! :o

Ese final es mucho final.

Laura dijo...

Un relato estupendo.

Te seguiré visitando :)