jueves, 30 de julio de 2009

Disfrazadas

Lo habíamos conseguido. Era una de esas cosas freak que tanto nos gusta hacer. Esta vez éramos de todas las edades.
¿Cuántas personas? Seguramente más de cien, vestidas con los disfraces de los cuentos populares o bien películas infantiles, un poco de todo. Habíamos quedado todas debajo del viejo puente, incluso las más peques (aunque sus padres seguían allí observando la escena), para darnos un paseo por la ciudad y darle un toque de color y nostalgia a las calles.
Cuando llegué ya estabas enfadada, gritándole blasfemias al cielo y diciéndo que no necesitabas todo esto. Me di prisa en llegar, pero ya habías subido las escaleras y cruzabas el puente. Era imposible no reconocerte, morena, con la piel muy blanca, unos piratas anchos negros y tus zapatillas de skate blancas y rosas.

- ¿Qué ha pasado? -
- No lo sé - me dijo Diana, de seis años, alias Alicia en el país de las Maravillas - de repente se ha enfadado y se ha puesto a gritar y... mírala... se va cantando -

Eso hacías siempre. Cuando te enfadabas, cuando estabas incómoda te ibas andando muy rápido y cantando, como si quisieras huir sin darte cuenta de qué pasaba, qué dejabas detrás.
Llegó Eva, once años, Blancanieves. Me dijo que te había visto llorar cuando llegó, que estabas tú sola allí con unos sprays, sin tu disfraz y llorando en silencio, con las manos entrelazadas y los codos apoyados en las rodillas.

Destrozada.

Se acercó Clara, veintidós años, Fiona y me contó que lo estabas pasando mal ultimamente. Hicimos una reunión "de cuento" y decidimos que nuestra ruta de nostalgia cambiaría, serviría para encontrarte, no había tiempo que perder.

Empezamos andando, saliendo del puente y pensando en dónde podrías haberte ido. Pensamos en el pueblo de al lado porque allí hay tren para llegar a donde tú vives, así que dedicimos ir. La gente nos miraba (eso esperábamos) pero ahora no veía a unas princesitas felices, sino a una verdadera tropa de búsqueda con curiosos atuendos.

- ¿Dónde te has dejado al lobo, caperucita? -
- Oye, oye, sin tocar - dijo Fiona interponiéndose entre el chico y yo.

Aunque no me vieras, ni que decir tiene que yo era caperucita. Cómo no.
Por más que buscamos por todas partes no fuimos capaces de encontrarte. A saber dónde y cómo podrías estar, pero acabamos preocupándonos. Llegamos a pensar que tal vez te había pasado algo realmente grave, no nos habíamos dado cuenta y ahora estabas en peligro.
Hasta las más pequeñas estaban tensas. Así que decidimos acelerar la marcha.

Tenías que habernos visto, te hubiera encantado. Mas o menos cien princesitas perfectamente caracterizadas corriendo por unas calles mojadas y grises a la vista de todo vecino. Las caras de la gente eran de foto, creeme, no se me olvidará ni un sólo detalle.
Fiona y yo paramos y detuvimos a las demás. Había que separarnos en grupos. Ella y yo estaríamos en un grupo con al menos diez de las niñas más pequeñas, por otro lado estarían Susana, veinte años, pocahontas, con cinco niñas, Rebeca, veintiún años, Megara, con seis niñas y el resto en un grupo más grande con trés chicas de veinticinco años que eran Flora, Fauna y Primavera, con las demás adolescentes y niñas.
Ellas irían por el centro.

Fiona y yo decidimos buscarte por la zona de skate.
Y allí, después de correr casi quinientos metros te encontramos, llorando en el hombro de a saber qué chica que no fuimos capaces de reconocer contigo.
Cuando nos viste viniste corriendo con lágrimas en los ojos y las niñas empezaron a llorar de emoción.
Me miraste y dijiste
- Dios, cuánto me alegro de que hayáis venido, me sentía tan sola... -

En ese momento miraste a mi izquierda y dijiste:

- Pensé que vendrías tú sola, ya sabes, tú y yo somos las que tenemos que arreglar esto... aunque me alegro de que hayas traído a las demás para salvarme -

La sorpresa fue máxima cuando miré a mi izquierda y... te vi a ti.
Eras tú, con la cara inundada en lágrimas.

Miré a las demás y les pedí que por favor nos dejaran solas.

Yo sólo pude contener la emoción, mirarte fíjamente a los ojos y decirte:




- Si sigues con esta guerra interna eternamente, nunca podré salvarte -

lunes, 27 de julio de 2009

Ni un sólo motivo

Estábamos en una gran casa rural. Era como un pequeño palacete. Llevábamos tanto tiempo hospedándonos allí que ya parecía que éramos una gran familia.
Yo tenía al hijo pequeño de los dueños entre los brazos. Era una preciosidad de pelo azabache y ropita blanca. Como un ángel atípico.
Mirábamos por la ventana.
Había un cielo bastante peculiar. Unas nubes grandes y muy compactas, casí podría aventurar que tenían una forma de corazón perfecta y si le añadimos las tonalidades del atardecer, parecían grandes gominolas esponjosas gritándonos ¡Cómeme!
Esta misma broma se la hice al pequeño, que se reía escandalosamente (quizá más por las cosquillas que le hice) y a los pocos minutos se nos unió más gente en la ventana.
Uno de ellos nos comentó, que pese a que era un espectáculo precioso, ese tipo de nubes avisaba de que iba a venir un brusco cambio de tiempo, incluso un cambio fatal. Pero nadie le hizo demasiado caso porque era un hombre para el cual no se había inventado el optimismo.

Me giré y vi algunas caras preocupadas por el comentario. Otras seguían a su aire. Yo cerré los ojos para intentar concentrarme más en lo que hablaban... tal vez nuestro negativo amigo tuviese razón y debiéramos tomar precauciones.

Todos temían algo, más o menos, estábamos lejos de nuestras casas, de nuestras familias. Y cuando los minutos pasaban todos empezaron a notar cosas. Dolor de cabeza, temblores en el suelo, falta de aire... sin duda síntomas que tenían más que ver con el miedo o el estrés que con algo real ahí fuera.
Hasta que el suelo, literalmente, tembló.

Fue un terremoto tímido. Ni siquiera llegaron a caerse los cuadros de las paredes. No se derramó ni una gota de agua, incluso llegué a ver chicas riendo en los alrededores al ver que una se había resbalado por el temblor y estaba en el suelo carcajeándose junto a sus compañeras.
Pero ese pequeño temblor fue lo que hizo falta para que todas esas personas equilibradas del palacete perdieran la cabeza.

Se organizó una carrera a muerte hacia las puertas, algunos gritaban que no podían respirar. Otros estaban bajo la mesa golpeándose con los codos.
Yo seguía parada al lado de la ventana con el niño en brazos, que de la imagen que veía no se atrevía ni a llorar. Entonces, dejé al niño sentado sobre un sillón apartado y sentí como me atacaba poco a poco la histeria colectiva.
Empecé a enfadarme por su comportamiento, empecé a... sentir un extraño calor en las extremidades y una presión en la garganta que poco a poco me fue subienndo hasta hacerme sentir tambores en los oídos y palpitar mi cráneo.
Me metí bajo la mesa y empecé a unirme a su lucha de poder por las baldosas.

Quizá estuviéramos horas así, luchando y golpeándonos de la forma más animal posible. Por mera supervivencia, por histeria, por... a saber. Pero llegó un momento en el que nos desprendimos de ropas y nombres para volver a ser animales en la jungla en plena noche.
Aterrados y violentos.
Cuando, entre la sangre, los golpes y el cansancio muscular nos vimos obligados a parar, nos miramos unos a otros y, por primera vez en todas esas horas, empezamos a reconocer nuestras caras.
Mirábamos avergonzados hacia los lados y hacia el suelo.
Empezaron a llover disculpas de unos a otros y a sonar la misma frase como un murmullo "no sé qué me ha pasado"
Algunos "Oh! Dios mío, mira como estás, ven, te ayudaré" y visitas al baño y al botiquín.
Yo ni sabía a quien dirigirme.
Entonces me acordé del pequeño. Busqué por la gran sala y allí le vi, con la cara serena y sentado en el sillón. Parecía esperar algo.


Le miré.
Se echó a llorar.

sábado, 11 de julio de 2009

Desastres

No era un día demasiado diferente a cualquier otro.
Allí estábamos Amanda y yo en el supermercado, comprando.
Algunas tonterías para picotear y bebidas. Luego daríamos una fiesta con algunos amigos en la casa de Amanda que estaba vacía. Sus padres habían decidido darnos a todos un respiro para poder vernos en un lugar a cubierto.
Estaba siendo un otoño algo problemático.
En nuestra ciudad nunca habíamos tenido problemas demasiado graves en cuanto a cambios climáticos o meteorológicos, pero este otoño estaba sembrando el caos. Fuertes vientos, lluvias... un panorama mucho más peligroso y gris que cualquier otro año.
Aun así nada salía de algo normal. Molesto y, quizá, un poco angustiante, pero normal.
Nosotras, bueno, jugueteabamos en el supermercado, llevabamos botas para saltar luego en algún que otro charco. Lo que más nos molestaba era no poder salir como antes sin llegar a casa hechas una sopa, pero nada más.
Estábamos inmersas en nuestras compras de dulces desaforadas, cuando vimos un aluvión de gente entrar en el supermercado.
En un principio pensamos que estaría lloviendo a cántaros en la calle y que la gente entraba para refugiarse. Aprovechamos que las calles estaban vacías para terminar nuestras compras y disponernos a una carrera bajo la lluvia.
Cuando pasamos la caja y cogimos las bolsas, la gente empezó a mirarnos de una manera extraña. Oímos murmullos.

- Pero.. ¿Qué hacen? ¿Están locas? -

Nosotras nos reímos. Carcas. Incluso ignoramos a quienes nos aconsejaban no salir. Bien es cierto que podríamos resbalarnos en la calle o incluso coger una pulmonía, pero.. eso son exageraciónes. Además Amanda vivía al final de la calle.
Cuando estuvimos en las puertas del supermercado vimos a una niña en medio de la calle mirando hacia el frente, hacia nuestra izquierda, calmada y con la mirada totalmente perdida.
Entonces una fuerte ráfaga de aire nos revolvió el pelo.
La luz del centro comercial se apagó y algunas ventanas lejanas reventaron.
Nosotras nos abrazamos y nos pusimos de rodillas en el suelo.
Era aterradoramente maravilloso.
Un tornado.
Un tornado blanco, en mitad de una noche oscura y gris. Opaca.
Era como un embudo de algodón de azúcar que se contorneaba sobre un mar de espeso chocolate. Chocolate intensamente negro.
Ni siquiera pudimos movernos.

No sabría explicar cómo pasó, pero en menos de un segundo lo teníamos prácticamente encima, es como.. como si hubiéramos estado horas paradas o como si viniese hacia nosotros a toda velocidad.
Me abracé a Amanda con todas mis fuerzas y ambas agachamos la vista hacia el cielo.
Intentamos cubrirnos tras un buzón de correos cuando vimos a ese gigante de aire correr desesperadamente hacia nosotras.

¿Cuánto tiempo pasó? Indescifrable. De segundos a horas.
Sólo noté algún estallido a mi espalda y una descarga de cristales encima. Tal vez más de una. Para mí todo aquello era un bucle que no hacía más que repetirse.
Pero al final todo acabó.
Abrí los ojos y por delante pasaba siempre la misma imagen. La de ese tornado pasando por delante de mis ojos a la velocidad de la luz.
Miré a Amanda. Estaba bien.
Me sacudí los cristales y giré la cabeza. En el supermercado la gente empezaba a levantarse del suelo, se miraban unos a otros llenos de pasmo y se preguntaban si todo iba bien. Se palpaban el cuerpo como si pensaran que el tornado les hubiera robado algo.
A saber.

Instintivamente miré a la carretera. La niña ya no estaba. Ni tampoco había una sola lágrima en la cara de los presentes...
¿Realmente estaba allí?