viernes, 3 de septiembre de 2010

Si no lo veo, no es ilegal

Tenía sospechas de que fueras tú.

Era un asunto feo ¿Sabes? De esos en los que no me extrañaría que estuvieras inmerso.

Me habían dicho que el sábado, al salir del metro, alguien había incomodado a una chica con preguntas. Fue una interrupción de la vida diaria sin sentido, al menos a ella el tumulto de la ciudad se le paró de repente.

Sé que no fueron tus labios los que se movieron, pero tenía serias dudas sobre si estabas implicado.

Hablé con ella que, quitándole importancia ahora que todo había pasado y que lo miraba desde la comodidad de su casa, le quitaba la importancia que sí tenía.

Me dijo que quien le preguntó iba con un chico con la cabeza rapada, vestido de negro y con tatuajes.

En ese momento tuve que descartarte, porque tu piel sigue tan inmaculada como la pronta adolescencia que sólo delata tu DNI. Pero según fui descubriendo, indagando y descartando a otros, poco a poco todo te iba señalando a ti.

Llevaba ya algunos meses sin verte, pero los animales de costumbres siempre se mantienen en las mismas rutinas y así supe cómo buscarte.

En el local.

El local que antes fue un bar de barrio, de esos de toda la vida y ahora había quedado para amontonar muebles recogidos de la calle y los cristales medio tapados con papeles de periódico pegados.

Había estado allí alguna vez contigo y con amigos. Amigos, si es que así se podían llamar. Esos que están contigo por aproximación geográfica y quizá coincidencias puntuales que hacen que el paso del tiempo le ponga fecha de caducidad.

Era de noche y vi de lejos el cartel medio roto del bar, al que se le estaba desprendiendo el neón de abajo, mientras parecía agonizar esa luz azul tan peculiar. Y vi una sombra alta, un chico fuerte, parado en la acera de en frente del local, sumido en sus pensamientos y, a ratos concentrado en lo que veía y a ratos totalmente distraído con las musarañas.

Cuando estuve lo suficientemente cerca pude darme cuenta de que era Ángel.

Ángel era ese chico de barrio al que todo el mundo conoce de oídas o de vista. Clásico chico problemático que tiene un buen fondo pero ha tenido una vida dura para su corta edad. Aunque este era algo mayor que tú y ya había pasado la veintena seguía atrapado en un bucle de indecisión y rebeldía que no le permitía seguir con una vida de adulto plena y responsable, pero ¿Quién podía juzgarle? ¿Quién hubiera querido estar en su situación? Nadie.

Cuando estuve a su lado casi tuve que darle una palmada en la nuca para que me prestase algo de atención.


  • Oye ¿Qué está pasando ahí dentro? -
  • Míralo tú misma -


La mayor parte del papel que cubía la cristalera central estaba arrancado y pude verte dentro hablando animadamente con un par de tíos de mediana edad a los que no reconocí.


  • ¿Quiénes son? -
  • No tengo ni la más remota idea, tía -
  • Y... ¿Qué haces aquí contemplando la escena sin hacer nada? Vamos, si puede saberse.. -
  • He llegado hace un rato, pero viendo el percal paso de entrar, no sé quienes son esos tíos pero no me gustan ni un pelo -
  • ¿Vas a dejarle ahí dentro aunque no te gusten? -
  • Es mayorcito ¿No? -
  • Sí... pero aun así -
  • Oye mira no es responsabilidad mía ¿Vale? Si veo que la cosa se pone fea, entro a ver que se cuece, pero mientras tanto paso, igual son trapicheos suyos... yo que sé -


Parecía que le daba igual, pero no.

Estaba intentando mantener ese rasgo de tipo duro y desinteresado que tanto quieren imitar los chavales. Los chavales como tú.

Me fijé más detenidamente en la escena y pude ver cómo un tatuaje asomaba bajo la manga de tu brazo izquierdo.

¡Lo sabía!

Estaba recién hecho... se notaba porque aun daba la impresión de estar algo hinchado. Sólo pude ver una especie de “L” tumbada y el fondo azul, pero tenía más que claro qué significaba esa pieza del puzzle.


  • Oye ¿Desde cuando... ? -
  • Dos semanas -


Entonces los dos hombres se juntaron hombro con hombro y ya no pude ver qué pasaba.


  • Entra -
  • ¿Qué dices? Paso -
  • No podemos ver que pasa dentro, entra, igual la cosa se está poniendo fea -
  • Joder... -


Pareció indeciso por un momento y tuve que agarrarle por los hombros y zarandearle.


  • ¿Quieres hacer el maldito favor de entrar? -


No fue necesario.

Los hombres salieron y se marcharon a paso rápido por la acera antes siquiera de que pudiera darme la vuelta.

Para cuando quise reaccionar ya estabas allí. A mi lado. Sangrando por la oreja y la boca, sin camiseta y con los ojos fuera de las órbitas.

  • ¡Estáis aquí! Joder, menos mal -
  • ¿Qué te ha pasado? -
  • Es... difícil de explicar... Ángel, son éstos, son los amigos de mi viejo -


Yo no entendía nada, pero Ángel pareció saber a qué se refería.

Hubo miradas nerviosas. Muy nerviosas.

Te giraste hacia mí y me empujaste varios metros en la calle. Sin violencia, sólo querías que tuviéramos un momento a solas.

Cuando torcimos hacia la bocacalle te tiraste a mis brazos.


  • Ayúdame... ayúdame joder -
  • ¿Qué quieres que haga yo? -
  • No... no quiero que me vuelvan a hacer daño -
  • Pero ¿Qué cojones ha pasado? Más te vale contármelo ya o no pienso seguir ni siquiera escuchándote, se me están poniendo los pelos de punta -
  • No quiero volver a la cárcel -
  • Pero ¿Qué cárcel? Si tienes dieciséis años -
  • Joder... ya sabes... los internados, los reformatorios... no quiero volver -
  • Y si se puede saber ¿Qué es lo que puedo hacer yo? -
  • Ellos me... me... me chantajean, digámoslo así, me vieron haciendo... algo que no debía y ahora me tienen de chico de los recados o testificarán en mi contra -
  • Pfff.... -
  • Di que estabas conmigo -
  • ¿Qué? Debes estar de broma -
  • No -
  • Por favor... por favor... di que estábamos juntos, que yo no estaba allí. Si sigo obedeciéndoles y tú testificas a mi favor cuando acabe el juicio seré libre -


Libre.

La palabra rebotaba de un lado a otro dentro de mi cabeza.

Tenía tu enorme espalda de quinceañero fuera de tiempo entre mis brazos.

Levantaste la cara suplicante y tus lágrimas de rabia se mezclaban con la sangre de tu boca a la altura de la barbilla. Ante un gesto tan desesperado no quedaba nada que hacer salvo aceptar... salvo rendirse.

Ni siquiera te pregunté si fuiste tú aquel chico misterioso del que me hablaron.

Ni siquiera te pregunté qué se supone que habías hecho para acabar así. Ni siquiera me pregunté si lo habrías hecho.

Agaché la cabeza para recibir el peso de la justicia divina ahora como cómplice apoyada en la ignorancia y la confianza.

Perdóname padre, porque he pecado. No sé hasta dónde, pero he pecado.


martes, 4 de mayo de 2010

El demonio y el cascabel

Todos decían que estaba loca. Loca. Como una auténtica regadera.
Era una mujer de unos cuarenta y tantos aficionada al macramé y con mucho tiempo libre.
Desde hacía unos años contaba a todos historias raras sobre ciertas figuras que veía rondar entre nosotros. Decía ver al demonio correteando calle arriba y calle abajo. También decía que era una criatura adorable, que no entendía por qué tenía tan mala fama.
Aquella tarde me quedé a tomar una taza de té con ella. Pese a todo lo que decían sobre los cantos de pájaros que había dentro de su cabeza, a mí me parecía una mujer muy entretenida y muy agradable. Aquello sólo lo haría para llamar la atención. Desde que su marido murió y sus hijos se independizaron pasaba horas y horas metida en su casa sola, viendo la televisión y haciendo sus labores.
Normal que contase todo aquello.
Yo también estaría harta de mi rutina.

Me senté en un sofá grande de piel marrón, muy cómodo. Había una mesita de mármol y madera en medio del salón, una mesita de té. Ella me sirvió unas pastas y me dejó sola cuando la tetera comenzó a pitar.
Yo estaba cansada, me había levantado tarde esa mañana para hacer unos recados y me recosté en ese sofá tan cómodo.
Ella llegó y sonrió.

- ¿Estás cansada? -
- Un poco -
- Vaya... oye ¿Te he hablado alguna vez del demonio? -
- Sí, pero... cuéntamelo otra vez ¿Cómo es? -
- Tiene un aspecto muy gracioso, siempre lleva un cascabel -

Bostecé dulcemente y sonreí.

- ¿Un cascabel? -
- Sí, es plateado y casi tan grande como él, no sé como se las apaña para llevarlo siempre consigo y poder correr tan rápido como lo hace -
- ¿Le ves correr? -
- Casi siempre está corriendo - miró a la mesita - pero ahora está sentado ahí, en la esquina de la mesa -
- ¿Está aquí? ¿Tan cerca? -
- Sí, es adorable -

Miré a la mesa y no vi nada.

- Échate un rato si quieres, no tengas miedo -

Apoyé la cabeza en el reposa brazos del sofá y volví a mirar la esquina de la mesa. Vi humo, un poco de humo gris oscuro, aunque nadie estaba fumando. Entorné un poco los ojos y empecé a ver una figura... una figura transparente, pequeña, del tamaño de un ratón, sentada en cuclillas en la esquina de la mesa sujetando algo redondo.
Lo achaqué al sueño.
Cerré los ojos...
... noté como un centenar de grandes cascabeles caían sobre mi espalda. Redondos... ligeros... sonando.

Maldición.

Oía a la mujer reir y repetir una y otra vez "Sabía que tú me entenderías, lo sabía, tú también le ves".
Yo no me atrevía a abrir los ojos y darme cuenta de que había perdido la cabeza por completo. Sabía lo peligrosas que eran las alucinaciones. Era un viaje sin retorno al mundo de la locura. Medicaciones diarias. Médicos y médicos. Pesadillas. Paranoia.

Maldición.

Lentamente abrí los ojos y miré la esquina de la mesa. Nada. No había nada. Pero entonces vi algo subiendo al sofá.
Era un osito de peluche. Un osito, pequeño, muy pequeño, con un gran cascabel de cristal entre las manos. Tenía los ojos negros, vacíos. Parecían dos grandes pozos, era lo menos real de todo aquello. Esos agujeros negros eran imposibles.
Me entró el pánico.

- Tenemos que ir al hospital -
- ¿Por qué? -
- ¿Es que no lo ves? ¡Tenemos alucinaciones! Esto es grave... es MUY grave -

Cuando me escuchó, cuando vio mi cara infectada por el miedo pareció entender que nada de esto era tan gracioso como ella pensó en un principio. Quizá el no fuera tan malo... pero verle era muy malo, muy muy malo.
Me puse en pie y me dirigí corriendo hacia la puerta.
En un principio ella se mantuvo quieta en mitad del salón sin saber bien a donde ir. Sin saber si acaso debía ir a algún sitio... el demonio nunca la había hecho daño y todo esto le hacía sentir un poco desagradecida. Pero al final cedió.
Cuando estábamos en la puerta a punto de salir, el pequeño osito salió corriendo hacia nosotras, como si quisiera acompañarnos.
Su cascabel sonaba.
Abrí la puerta justo antes de que se pusiera a andar por la pared y saltara sobre el pomo.
Cuando llegamos al ascensor consiguió colarse y allí, en aquel pequeño espacio, conseguí atraparle.
Le cogí con dos dedos, como si diera un pellizco y con la otra mano le arranqué la cabeza. Justo en ese momento dejó de moverse y supe que había matado al demonio, había matado a mi alucinación, estaba curada.
Salí del ascensor con el osito entre los dedos y lo tiré a la basura. Ambas nos fuimos juntas a dar un paseo y tomar un helado.





"Un vecino asegura haber visto a dos mujeres metidas en el ascensor, una de ellas, con los dedos pegados a la pared del ascensor como si sujetase algo gritaba ¡Acabaré contigo! Mientras la otra sollozaba 'NO, no lo hagas... no lo hagas, por favor' Ambas estaban desaliñadas y tenían las manos desnudas.... Al parecer esta escena se repite cada martes desde hace más de un mes"

lunes, 26 de abril de 2010

Los lobos hablan

Me desperté sola en una gran habitación diáfana. Me noté algo floja, tanteé mi cuerpo. Todo parecía estar en órden, sólo estaba algo aturdida, despistada... ¿Dónde estaba?.
Parecía una gran cabaña. Antigua, muy antigua, las grandes vigas de las paredes estaban algo raídas y había telas de araña y aquí y allá. Parecía llevar mucho tiempo sin estar habitada.
Intenté levantarme, pero preferí ponerme antes de rodillas, no quería jugar con la suerte y acabar de nuevo en el suelo por un mareo inesperado. No recordaba nada. No sabía cómo había llegado a aquel lugar ni cuanto tiempo había estado allí.
Pasaron al menos un par de horas hasta que conseguí levantarme y dar una vuelta por el lugar.
Había una pequeña mesa frente a un sillón de piel viejo que tenía una pinta a la par cómoda y mugrienta.
Intenté levantar las persianas un poco más de lo que ya lo estaban, quería luz, luz de verdad, no esa tímida luminosidad de mañana muy temprana o tarde muy adelantada que se colaba por esas pequeñas rendijas de las ventanas. Pero parecían no bajar.
Abrí las ventanas e intenté bajarlas con las manos cuando escuché unos sonridos secos a mi espalda. Era como si algo estuviera arañando la madera de aquella cabaña. Seguramente serían ratones. No me daban miedo los ratones, pero prefería ver qué era, por si fuese un animal más grande que pudiera morderme y contagiarme algo.
Intenté enfocar cada rincón de la cabaña, al menos a grosso modo, pero en un primer momento no conseguí ver nada. Cuando fui a girar la cabeza noté como una gran sombra pasaba de un lado a otro de la pared que tenía justo en frente.
Me quedé pegada a la ventana, como si me hubieran puesto pegamento en la espalda y se hubiera secado antes de tiempo. Sentía que el miedo me paralizaba. No saber era algo que me producía mucha inquietud.
Respiré hondo y me separé de la ventana, me dirigí hacia el centro de la sala. Desde allí controlaría de la misma manera cada punto lejano de la cabaña.
Las sombras se multiplicaron. Eran como cinco o seis grandes bultos oscuros que se movían acompasadamente por la habitación, como en un baile de máscaras, con paso lento, casi era algo musical. Danza.
Un rayo de luz incidió claramente sobre uno de los bultos a medida que se movía y, durante un segundo, pude ver unos dientes afilados que sujetaban una lengua rosa y descolgada.
Lobos.
Eran lobos.
Lobos enormes y desconocidos ¿Cómo habían conseguido entrar si yo no había conseguido salir?
Eran lobos grises, de un gris muy oscuro, eran lobos que despedían humo por su pelaje, pero no era el clásico vaho del calor... no... era como si ellos mismos estuviesen ardiendo.
Una vez descubiertos cesó el baile.
Empezaron a acercarse a mí sin ninguna prisa, arrugando el hocico y enseñando unos dientes crudos y unas encías negras. Pero eso, eso ni siquiera me inquietaba. Lo realmente preocupante era el sonido... no emitían ningún sonido.
Parecían no respirar siquiera.
No había ladridos.
No gruñían.
No aullaban.
Pero se movían.
Entonces y como si estuvieran puestos colgados de hilos invisibles, vi aparecer unos rectángulos sobre cada uno de ellos, como si fuesen bocadillos de comic con palabras totalmente ininteligibles. Si era un idioma, yo no lo conocía.
Cada vez que uno de esos cuadrados desaparecía, alguno de los lobos daba un paso más hacia mí. Pero, a la vez, cada nuevo cuadrado blanco tenía una colocación de letras nueva y empezaba a poder ver palabras más o menos conocidas.
Ya... eran pocos los centímetros que me separaban de todas aquellas bestias silenciosas cuando pude ver claramente escrito un mensaje.

"Grita y todo esto desaparecerá"

Intenté gritar. Pero el sonido se ahogó en mi garganta.
El primer lobo se tiró contra mí. Y fue así, literalmente, se tiró contra mí. No fue a morderme. Me golpeó como hacen las cabras entre ellas. Me golpeó con la cabeza y el hocico en el muslo derecho.

"Grita y serás libre"

Lo intenté con tanta fuerza que hasta me dolió. Un leve silbido nació directamente de mis pulmones y salió a mi boca en forma de algo que no podía llamarse ni sollozo.
El segundo lobo se tiró contra mi estómago. Casi me doblega.

"¿Es que no puedes gritar?"

Esta vez, intenté respirar hondo y concentrarme. Esta vez tenía que conseguirlo. ¿Por qué me permitía creer que si gritaba todo eso desaparecería? ¿Cómo podía ser tan ingenua? Bueno... ¿Acaso podía hacer otra cosa?
Grité.
Creí que gritaba.
Un apagado "ahhhhh" me acarició los labios suavemente. Demasiado suavemente como para considerarse un grito.
Otro lobo se tiró contra mí, esta vez, contra mi pierna izquierda. Me dolía todo de tal manera que me quedé arrodillada frente al cuarto lobo. No sólo no había aullidos que oir si no que no había aliento que oler. Si no fuera porque les veía no podría asegurar que estuvieran vivos.

"Grita"

Rompí a llorar.
El cuarto lobo se tiró contra mi cara y me rompió la nariz.

"Adiós"

martes, 13 de abril de 2010

Confianza

Aquel día habíamos quedado, como ya era costumbre, para ir a dar un paseo por el parque del centro (sí, el del lago).
Llegué a tu casa a eso de las seis y media de la tarde pensando que ya habrías llegado y estarías merendando o tomándote un café.
Cuando llegué, abrí con la llave que tú mismo me diste, alegando que, ya iba siendo hora, de empezar a tener confianza el uno en el otro.
La casa estaba vacía. Oscura. Atravesé el salón y fui abriendo ventanas y levantando persianas allí donde iba para dejar que la luz del sol iluminase aquel sitio tan gris y tan triste. No te vi. No me preocupé porque conozco tu sentido desinteresado y despreocupado de vivir, así que, para esperarte, me fui a la cocina a prepararme un pequeño tentempié.
El tiempo iba pasando y tú seguías sin aparecer... pensé que quizá aun estarías en el trabajo y me dispuse a ir a buscarte y darte una sorpresa.
Cuando me marchaba tropecé con algo. Miré hacia el suelo y vi un gran bulto negro. Cuando giraste la cabeza me sobresalté.

- ¿Qué haces ahí? -
- Esperaba que no me vieras... -
- ¿Por qué? -

Ante mi pregunta tu rostro cambió. Empezó a retorcerse y arrugarse como lo hace el morro de un lobo enfadado.

- ¿Qué te piensas eh? Eres como todas ¡Todas! Todas os pensáis que tengo que estar siempre ahí para cuando os dé la gana ¡Pues no! Estoy más que harto de... -
- Basta. Me voy -
- ¿Qué? No... espera... -

Mientras intentabas sujetarme por el brazo cogí mis cosas y me dirigí hacia la puerta. Tuve que pegar un par de tirones para soltarme de ti. Cuando ya estaba casi en la puerta, tu tirón fue más fuerte, tan fuerte que me diste la vuelta por completo.

- ¿Dónde vas? -
- ¿Cómo que donde voy? ¿Te crees que me voy a quedar aquí escuchando como me gritas? Te recuerdo, que hoy habíamos quedado. Tú me pediste que viniera. Si tan hecho mierda estabas, no habérmelo dicho, o haberme avisado. Me estás haciendo sentir una acosadora y yo... yo no voy detrás de nadie -
- Espera -
- ¿Qué narices quieres? -
- Lo siento -
- Me da igual que lo sientas, me voy -

Salí del portal y me confundí entre la gente, todo estaba lleno de personas que subían y bajaba por la inmensa avenida a toda velocidad. Volviste a cogerme, pero me solté y seguí bajando y bajando hacia el parque.
De vez en cuando me giraba para ver si habías vuelto a salir, en el fondo no deseaba otra cosa que consiguieras pararme, arregláramos todo y pudiéramos volver a casa a ver cualquier programa basura y echar la tarde abrazados en el sofá. Pero no podía consentir algo así, no podía consentir que me gritaras cuando te viniera en gana. No tenías derecho.
Me giré una última vez antes de llegar al cruce, pero no estabas.
No estabas allí, estabas justo en frente de mí.

- Venga, tonta... no te enfades... vámonos a casa -
- No -

Ese "no" salió de lo más profundo de mi alma.
Ese "no" fue la respuesta a una nueva faceta tuya que, ahora ya, es demasiado tarde para olvidar.
Ya no eras ese gran perro protector que siempre me acompañaba, no eras ese gran lobo estepario aullando a la luna... no... eras una especie de felino tramando algo. Tu cara era ahora más ancha y más chata, enseñando unos colmillos afilados y un arrullo ronroneante y dulzón que nada entendía de sentimientos nobles.

- No voy a casa contigo, tú quieres que vayamos y matarme allí -

Apoyé la mano en tu pecho para ver si tu corazón se aceleraba ante tamaña declaración, pero no fue así, sonreíste y dijiste:

"vaya tontería"

Y una chispita carmín te brilló en los ojos.
La mecha acababa de encenderse y yo me marché justo antes de que explotaras.

miércoles, 17 de febrero de 2010

En las dunas rojas

Nunca antes había estado en un sitio así. Era un campamento en el que la finalidad era conocer las energías renovables, concretamente la energía solar.
Cada mañana, antes de hacer las excursiones, deberíamos aplicarnos en la piel unas cremas fotosensibles, unos parches en la piel y una pequeña batería,y nosotros mismos seríamos los receptores de la energía que después se convertiría en electricidad.
En principio me pareció quizá, demasiado innovador, no muy creíble, pero tenian buenas acreditaciones y parecía un proyecto bastante serio así que decidí apuntarme.
Cuando llegué me di cuenta de que era la única que no había estado antes en aquel lugar, era un pueblo viejo y muy soleetado, todas las casas eran de piedra blanca o gris muy clara, casi todo reflectaba luminosidad. Los caminos eran de una finísima tierra de color marfil.
Todos allí eran jóvenes, los más mayores, los que llevaban el proyecto, contarían como mucho con unos cuarenta años y no participaban activamente, ellos sólo nos llevaban y nos traían además de informarnos en cada momento de qué debíamos hacer.
La primera noche dormí algo mal, estaba nerviosa por el primer día, pero al final conseguí al menos dormir cuatro o cinco horas para estar preparada para la primera gran caminata con el grupo.
Desayuné y salí acompañada de algunos de mis compañeros manteniendo una animada charla y, pensé, en ponerme al sol un rato, mientras los demás terminaban, para ver qué iba sintiendo y, tal vez, para llevar algo de ventaja.
Me puse al sol ante la mirada divertida de mis compañeros (la cual, en un principio, no entendí).
No debería llevar más de dos minutos, cuando pestañeé y todo había cambiado.
La arena era de un intenso rojo carmesí, el cielo era blanco, tan blanco como todas las casas del pueblo.
Ellos, los demás, ya no estaban, estaba sola y los caminos parecían ser interminables, el horizonte estaba kilómetros y kilómetros más lejos que antes.
Me puse a andar por la arena roja y esta era mucho más gruesa que la original, era como sal gorda, sal gorda de color rojo, pero no pesaba, era igual que coger aire.
Empecé a sentirme mal, mareada y una música de fondo comenzó a sonar. Era una melodía relajante, alegre, muy melódica.... agradable. Era como una especie de banda sonora, podía ver como aquellas dunas rojas parecían ondear al ritmo de la música con un viento inexistente.... y... aparecieron las mariposas.
Se me acercaron, eran mariposas blancas, de un blanco tan intenso que podían diferenciarse incluso de las casas. No había ni una sola parte en ellas que no fuera de un blanco nuclear, parecían cortadas directamente de un papel, pero se movían. Revoloteaban a mí alrededor y empezaron a posarse en mi piel. Sentí su presencia con un quemazón, como si cortaran, como si mordieran, pero era muy agradable....
Entonces una fuerza tiró de mí y caí al suelo.
Cuando conseguí abrir los ojos allí estaban de nuevo todos mis compañeros.

- Has estado en las dunas rojas ¿Verdad? -
- Las... dunas... ¿Vosotros también las habéis visto? -
- Claro, todos caemos en lo mismo cuando somos nuevos en esto, tienes suerte de que hayamos estadod aquí contigo -
- ¿Suerte? -
- ¿No te has preguntado por qué somos tan pocos y tan jóvenes en este proyecto? -
- Bueno... siempre he pensado que la gente no es muy... solidaria con el medio ambiente... -
- Ya bueno... ese no es el impedimento principal, este sitio está lejos de todo lo que tú hayas conocido antes, las dunas.... las dunas son algo real aquí, por eso no vive nadie, es como si fuera un mundo debajo de lo que ves. Cuando estás bajo este sol más de un para de minutos, la realidad que ves se desdibuja y llegas al plano inferior -
- Pero ¿Cómo...? Es decir... es ¿Real? -
- Tan real que ha habido gente que no ha podido volver jamás. Esas malditas mariposas te comen vivo, es la muerte más dulce que nadie tendrá jamás, pero son letales... mírate el brazo -

Para mi sorpresa tenía el brazo lleno de quemaduras, demasiado agresivas para ser de dos minutos bajo el sol, pero sí podrían ser de haber estado allí tres horas, parecían casi tan pronunciadas como las que haría un tenedor calentado al fuego.

- La finalidad de este proyecto es intentar encontrar a gente que pueda tener el control suficiente como para saber que cada dos minutos más o menos debe ponerse a la sombra, antes de que las mariposas lleguen, por eso tenemos rutas tan claramente escogidas, son rutas soleadas en las que hay tramos de sombra cada cierto tiempo. Además nos enseñan con mapas, cada sombra de este pueblo a cada hora del dia para que podamos tener una vida normal mientras dura todo esto -
- Pero... las dunas son... tan... -
- Bellas... lo sé, y esa música... tan dulce... celestial... -
- Sí... -
- A veces, siempre y cuando estemos entre compañeros de confianza, nos arriesgamos y nos dejamos ir un rato, sabiendo que nos sacarán... hay bellezas letales, no te olvides -
- Aun.. aun queda un rato para irnos y... -
- Vale, estoy aquí -

Sali de nuevo al sol y esperé paciente a las dunas rojas. Llegaron mucho antes que la primera vez. Me tumbé en esas dunas rojas mirando a un cielo inmenso y blanco con un sol inexistente, sintiendo esa sensación de temperatura neutra, sin frío ni calor, y esa música... música... meciéndome con las dunas, mientras ellas parecían tragarme.
Vi de lejos venir a las mariposas, revoloteando en bandadas, a veces parecían ni mover las alas en un baile de planeo e ingravidez y recé a partes iguales para que me sacaran de aquel trance y... para que no lo hicieran.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Leo

Cristian y Leo tenían una maravillosa relación. Se conocieron hacía ya muchos años cuando no eran más que unos críos.
Habían crecido juntos, prácticamente.
Según iban pasando los años, empezaban a ser alarmantemente parecidos. Mismo corte de pelo, no demasiado largo, moreno, liso y brillante. Mismo estilo de cuerpo, delgado, pero musculoso. Misma forma de vestir, donde no existían más colores que el blanco, el beige, el gris y el negro.
Caminaban por la calle de la mano pareciendo que lo único que les separaba era un espejo, eran ya casi uno la prolongación del otro.
Aun así, pese a que se conocieron casi cuando eran niños, Leo tenía ya alguien anterior en su vida. Alguien cercano, casi pariente, que tuvo siempre un interés enfermizo en él.
Se llamaba Samuel.
Samuel codiciaba todo lo que Leo tenía desde que eran muy, muy pequeños. Casi podría decirse que codiciaba hasta su cuna. Pero no se trataba de algo puramente material, codiciaba su alma, codiciaba a sus padres, codiciaba todo su entorno, codiciaba lo que él era, lo que le hacía ser Leo.
Si en algo coincidían Cristian y Samuel era en que ambos sabían que leo tenía algo demasiado especial para ser real.

Ya pasada la adolescencia, Cristian empezó a observar algo en Leo que le tenía muy preocupado. Adelgazaba.
Al principio casi nadie podía darse cuenta, era un proceso lento y los cambios de vida y de temperatura hacían que no fuese perceptible a simple vista por nadie. Pero Cristian conocía hasta el más mínimo recoveco del cuerpo de Leo y a él sí que no podía engañarle nada.
Algo iba mal.
Leo se empeñaba en negarlo y, simplemente, daba excusas, que si estoy pasando un momento malo, que si tengo mucho estrés, que si estoy haciendo algo de ejercicio… un sinfín de malas excusas para intentar tener a Cristian tranquilo.
Su amor se marchitaba, era imposible.
Los rasgos de la cara de Leo empezaron a ser mucho más duros, sus huesos comenzaban a hacer aparición bajo sus pómulos, bajo sus carrillos. Las cuencas de sus ojos casi podían vislumbrarse ya alrededor de esa preciosa mirada azul grisácea.
Se consumía.
Se consumía y Cristian sentía que no podía hacer nada.
Cristian seguía preguntándole, qué le pasaba, qué iba mal, ahora Leo ni siquiera intentaba disuadirle, ni contarle historias para no dormir, él mismo empezaba a estar preocupado por todo aquello, no había modificado tanto su vida como para estar desapareciendo de sí mismo.
No sabía qué le pasaba, sólo sabía que si seguía así durante mucho más tiempo iba a morirse. No quería morir. ¡No quería!

Un fin de semana, ambos decidieron ir juntos a unas piscinas naturales, en mitad del campo, un lugar a dónde siempre habían ido cuando pasaban por malas épocas, un lugar para desconectar del mundo y volver a reencontrarse.
Aquel sitio era mágico. Azul cristalino en el cielo, ni una sola nube tapando un sol brillante, pero no dañino.
Explanadas gigantescas de fresca hierba verde, pequeñas florecillas blancas que plagaban cada rincón al que mirases y unos enormes y robustos árboles que daban sombra a la orilla del viejo río. Allí se formaban las piscinas.
Unas piscinas oscuras por las rocas, donde vivía toda suerte de pequeños animalitos, de agua cristalina y fría, fría y refrescante. Una brisa invernal capturada en el agua.
Ambos estaban muy animados, realmente contentos de estar de nuevo allí.
Cristian se apresuró a quitarse la ropa. Tenía unas ganas increíbles de volver a estar allí dentro, suspender su cuerpo y estar centrado en sus propios sentidos, en ver de nuevo el mundo de otra manera.
Fundirse con la naturaleza.
Ser una mínima parte del mundo.
Su sonrisa se desvaneció al ver el marchito cuerpo de Leo.
Debajo de lo que un día fueron pectorales, hoy no había más que costillas y una fina piel, una fina piel que ahora tenía manchas, algunas más oscuras y otras más claras que denotaban que, claramente, algo no iba bien.
Los huesos de sus caderas sobresalían del pequeño bañador de nylon. Esto no debía sorprender tanto a Cristian porque ambos habían tenido siempre una figura esbelta, pero esto era ir demasiado lejos. Podía verle la zona en la que el fémur se juntaba con la cadera. Era demencial.
Cristian no pudo evitar tocar a Leo, esta vez sin deseo, esta vez sin pasión, sólo tristeza quedaba en sus manos, sólo la esperanza de que todo aquello no fuera más que una cruel ilusión que les estaba destrozando a ambos. Una visión. Una mala pasada. Pero no fue así.
Sus manos se toparon con unos huesos sobresalientes y casi frágiles. Tuvo miedo incluso de abrazarle por si se rompía, no quería ver a su hombre deshacerse entre sus dedos.
Se miraron, como se miran dos hermanos en una despedida, como se miran dos enamorados en el andén del último tren.
Leo comenzó a llorar y le dijo que estaba desesperado, que no sabía qué le estaba pasando y le juró y le perjuró que no estaba haciendo nada para llegar a este punto.
Cristian le abrazó con sumo cuidado y dejó que fuese Leo quien le abrazase con fuerza, él no se sentía capaz de hacer nada más que contener el llanto y asumir el papel de apoyo en la pareja.
Le dijo, sin convicción, pero intentando que no se le notara el temblor de la voz.

- Tranquilo Leo, todo va a ir bien, encontraremos la solución a todo esto, lo haremos juntos –
Ni siquiera sabía por dónde empezar a buscar.

Samuel se había vuelto loco, enfermizo, había conseguido saber todo lo que se tiene que saber para acabar con la salud de cualquier persona.
Había estudiado mucho durante estos años mientras acechaba a Leo.
Química, medicina, farmacología… estaba puesto al día de casi todos los agentes conocidos y sus efectos en el género humano.
Ya no se parecía a aquel niño que fue, ahora, con los años, había conseguido, incluso, cambiar físicamente.
No tenía estudios superiores, ni mucho menos, había conseguido hacer un módulo algo cuestionable de nutrición y dietética.
Qué grande fue su sorpresa cuando un día Leo apareció allí por recomendación de un amigo y ni siquiera le reconoció.
Se puso a hacerle las clásicas (o no tan clásicas) preguntas en las que quería, de alguna manera, saber no sólo sus hábitos, si no como era su vida en general.
Cada palabra relacionada con Cristian le hacía revolverse en el asiento, tenía que controlarse de sobremanera para no pegar un grito y hincharse como un globo lleno de pura furia.
Le mandó una dieta baja en grasas y en hidratos de carbono y, de forma adicional, haciéndole creer que era inocuo y un favor, le dijo que volviera en un mes, que tendría para él un complejo vitamínico que supliría las carencias de una dieta, tal vez, algo estricta.
Nadie sabe cómo lo consiguió, pero le hizo a Leo un cóctel molotov de diuréticos, laxantes, ansiolíticos y una lista interminable de elementos que le hicieron ir consumiéndose a la vez que se hacía adicto y perdía su interés por la vida.
Nunca se lo dijo a Cristian por pura vergüenza.

Samuel había llevado a cabo su venganza, a su manera. Pero ahora ya el motivo no importaba, era, simplemente, irreversible.

Cristian insistió a Leo mil veces en que fuese al médico, pero Leo ahora ya no era el mismo de antes.
Tenía rarezas, tenía rituales extraños. No se miraba en los espejos, no comía nada, no dormía, se pasaba los días vagabundeando por la casa.
Cristian se levantó una mañana y le encontró muerto.
Desde ese momento, el que cambió de forma radical, fue Cristian.

Adoptó la creencia de que Leo tenía que seguir en alguna parte, no fue capaz de aceptar su muerte y se dedicó a ir por el mundo buscándole.
Buscando a un Leo que ya no existía, que hacía mucho tiempo que no existía.
Tenía dentro tristeza, odio, rabia, desesperación y no tenía contra qué o quién soltarla. Porque, para él, no había sido más que una misteriosa historia, tal vez una enfermedad, tal vez simplemente el destino, que es cruel.
No tenía motivos, así que no tenía excusas.

Le costó mucho menos tiempo del que esperaba, a sólo unos meses y unos cientos de kilómetros de distancia, volvió a encontrar a Leo.
Era idéntico.
Empezaron a conocerse y el chico le dijo llamarse Javier.
Cristian no le dio importancia al tema del nombre, no iba a ponerse quisquilloso. Sabía que en esencia eran la misma persona.
Se fueron conociendo y se enamoraron.
Cristian se estabilizó en aquel lugar, buscó un trabajo decente y un lugar donde vivir.
Cuando ya tenían suficiente confianza, Cristian le contó a Javier la historia de Leo, de lo mal que lo pasó y de que creía que en él había mucho del Leo de quien se enamoró.
Javier se sintió conmovido y halagado.
Dijo que no pensaba ocupar el lugar de Leo, ni mucho menos, pero saber que le consideraba alguien tan importante en su vida le hacía sentir muy feliz. Que intentaría hacer todo lo posible para quedar en buen lugar y dejarle un recuerdo tan maravilloso como lo había hecho Leo en su vida.
Cristian, poco a poco, empezó a olvidar todas aquellas reacciones extrañas que le habían llevado a pensar que Leo aun estaba vivo, empezó a intentar asumir la realidad, olvidar el pasado y buscar una nueva vida. Lejos de la enfermedad de Leo, lejos del obseso de Samuel, lejos de toda la tristeza.

Quiso el destino que fuese imposible.

Javier enfermó, esta vez fue una enfermedad seria, real. En su familia había una enfermedad hereditaria que infectaba a los miembros a capricho.
En principio no era una enfermedad mortal ni mucho menos, pero en el caso de Javier hizo una excepción.
La jerga médica intentó explicárselo a Cristian, pero él sólo entendió que una vez más estaba perdiendo a alguien a quien quería.
En el hospital le dieron a Javier la opción de pasar sus últimos días en casa con su familia. Aceptó sin pensarlo. Se marchó al piso de Cristian a pasar con él sus últimos momentos.

Esa noche, allí, ocurrió todo.

Javier, casi quebrado por la enfermedad cayó del sillón al suelo. Cristian, que estaba en la cocina, corrió a socorrerle y le encontró casi roto por completo, como un pelele, tirado en el suelo.

- Esto es el adiós ¿Eh? – dijo Javier, intentando esbozarle una sonrisa a su compañero.

“De eso nada” pensó Cristian y algo le inundó por dentro. No era un sentimiento, no, ni una sensación. Era Leo.
Leo estaba dentro de él, nunca se había ido.
Cristian empezó a reír como un loco, como un chamán poseído por los espíritus. Sabía que podía volver al pasado.
Se lanzó contra el cuello de Javier, le mordió y esperó a que toda su sangre se expandiera por la habitación hasta dejarle seco.
Antes de que su último aliento se marchase de él, Javier pudo articular unas últimas palabras.

- ¿Qué me estás haciendo? Maldita sea, siempre… siempre quisiste… siempre dijiste… que yo era él… -

Fue entonces cuando una misteriosa luz de un azul grisáceo muy pálido empezó a brotar de la boca de Cristian a borbotones. Muy enérgica al principio, suave al final, ocupando poco a poco el cuerpo marchito de Javier.
Cuando Cristian hubo escupido hasta la última gota de aquello que llevaba dentro, quedó exhausto y cayó a cuatro patas sujetándose en el suelo.
Respiraba con dificultad, tenía el corazón loco metido dentro de su angustiado pecho. Siempre había tenido la sensación de que Leo y él eran algo más que una simple pareja, siempre había pensado que formaban parte el uno del otro, parte de un todo, como si sólo con la vida de uno ambos pudieran existir. Pero jamás pudo imaginar hasta qué punto tenía razón en lo que sentía. Jamás pudo imaginar hasta qué punto Leo no se iría de este mundo sin llevarle a él.
Levantó la cabeza y vio como la figura de Javier se erguía sobre sus rodillas.
Todo su cuerpo brillaba en un tono luminoso y espeluznante, parecía un humanoide tóxico recién salido de una piscina de desechos nucleares.
Destellaba. Brillaba con una furia sobrenatural.
Vio como fibra a fibra se construía el cuerpo de Leo, como hueso a hueso se iba modificando la estructura de aquel a quien había conocido como Javier.
El cuerpo hacía fuerza con los brazos y las arterias, como mangueras desbocadas, empezaban a colocarse en sus respectivos lugares.
El cuerpo iba tomando forma, el pelo iba alargándose. Las facciones de la cara se modificaban lentamente y Leo empezaba a aparecer.

Cuando la piel hubo cubierto todo aquel amasijo de músculos y entrañas, Leo cayó también a cuatro patas sobre el suelo y ambos se miraron de nuevo.
Se miraron como se miran madre e hijo en un parto, se miraron como se miran dos enamorados saliendo del tren.



Dry your eye
Dry your eye
‘Cause soulmets never die.

martes, 19 de enero de 2010

Había cambiado

Discutían. Él ni siquiera entendía por qué estaba pasando todo aquello, simplemente chillaba chorradas sin sentido para no quedarse atrás.
Mientras se gritaban iban andando por la calle, ella hacia adelante, él retrocediendo, así hasta que entraron en una tienda de comestibles a la que habían decidido ir en un principio, aunque ahora no recordaban el motivo.
Él echó un vistazo por la tienda buscando algo con lo que huir de aquel lio y distraerse. Su mirada fue a parar al enorme congelador del final del pasillo. Vio que estaba parcialmente vacío, de hecho, vio que cabría perfectamente una persona así que, ante la mirada extrañada de todos en la tienda y de ella en particular, se dirigió al congelador, lo abrió y se metió dentro.
Hacía frío, mucho frío, pero dentro se estaba a gusto, había silencio, un silencio cruel que le presionaba los tímpanos, pero aun así estaba en paz, todo estaba en calma, todo como él había imaginado.
En un espasmo involuntario giró la cabeza hacia la derecha y, entonces, pudo comprobar que no estaba solo. A su lado había una chica, una preciosa chica rubia con el pelo ondeando como si en lugar de estar en un congelador estuviera en una gran piscina. Incluso él se sintió más ligero.
Pensó en si la conocía de algo, sí, ya la había visto mucho antes. De hecho, la había visto muchas veces antes.
Era Ana, una chica de su instituto, una de esas chicas a las que no puedes evitar mirar, pero que como no van llamando la atención no te atreves a molestar. Ella iba siempre de arriba para abajo manteniendo una amable charla con alguien, regalando su sonrisa al mundo y con sus libros acompañándola bajo el brazo. Como si no se diera cuenta de que el resto del mundo existía, aunque el mundo se daba cuenta de que sí existía ella.
Se miraron, ella le sonrió como si le conociese, le sonrió como si le gustase y él se ruborizó a pesar de los grados bajo cero. Él, que ya presumía de estar de vuelta de todo con el tema de las chicas, se puso rojo como un tomate, agachó la mirada como un niño pillado en una travesura.
Lentamente y, como si flotase, ella se acercó a él. No dijo una sola palabra, simplemente se fue acercando hasta que estuvo a unos centímetros de sus labios.
Entonces le besó.
Le besó fría y dulcemente, tan dulcemente que casi supo a vida, casi pudo calentarle hasta los dedos de los pies. Casi pudo subirle al cielo y sacarle de aquel maldito congelador sin tener que hacer parada en el mundo real.
Pero entonces algo pasó. Algo le “despertó” de todo aquello.
Un balón le había golpeado la cabeza... ¿De dónde había salido un balón para llegar dentro de aquel congelador de la tienda?
En cuanto abrió los ojos tuvo la respuesta, realmente no estaba allí.
Estaba en esa maldita fiesta universitaria a la que había ido unas cuantas horas antes y en las que había consumido a saber qué de a saber quién. Ahora no le extrañaba haber tenido alucinaciones, a saber qué narices había tomado.
La que sí estaba allí era ella. La del instituto. Estaba allí casi desnuda moviéndose al compás sobre él. Lloraba. Lloraba como si no quisiera hacerlo y estuviera obligada, pero él no podía estar obligándola, ni siquiera podía levantar los brazos del suelo de la cogorza que llevaba. Se sentía incluso extrañado de que pudiera estar erecto como para que ella siguiera allí arriba.
Ya no era la chica dulce que conoció.
Ya no era la sirena del congelador.
En algún momento todo cambió y no supo si fue él, si fue el alcohol, si alguien realmente la estaba obligando, pero no le importó demasiado.

Quítate de encima -
¿Por qué? Estoy haciendo algo mal... Es eso ¿No? -
¡No! Lloras... por qué... -
¿Cómo te atreves a preguntarme por qué? Me cogen entre todos tus queridos amigos y me obligan a toda esta MIERDA sólo porque dicen que estás loco por mí y que yo DEBERÍA hacerte un regalito por tu cumpleaños ¿Y ahora me preguntas por qué? -

Era todo peor de lo que se imaginaba. No era ella quien había cambiado. Era él.
En ese momento se dio cuenta de que esto no era cosa de la fiesta ni de las drogas, él había cambiado hacía mucho tiempo, él había elegido esos amigos detestables, él había decidido ir a una fiesta como esa y había decidido hacer el imbécil. Él.
Pidió perdón, se levantó y se fue como pudo. Ahora no tenía tiempo ni postura para poder ponerse a remendar su vida, pero lo haría, vaya que sí.
Mientras se marchaba de la fiesta en la que nadie entendió qué le pasaba no hacía otra cosa que preguntarse ¿Con quién estaba discutiendo antes de llegar a esa tienda? ¿Quién me estaba despertando de verdad de este SUEÑO?
¿Eras tú?

jueves, 7 de enero de 2010

Criaturas en el estanque

Era una tarde primaveral. Empezaba a llegar un atardecer tímidamente anaranjado.
Allí nos habíamos reunido buena parte del grupo, estaban Carla, Álvaro, la Muñeca Rubia, el Pelirrojo... un poco de todo. Las vacaciones de primavear tenían una capacidad especial de unir a los más dispares personajes por cercanía geográfica.
Nos sentamos en un banco del parque frente al gran estanque. El sol caíca casi encima del agua como una enorme bola de fuego. Daba un calor tibio y estaba perdiendo la capacidad de deslumbrar. Una suave brisa pasaba acompañándonos en silencio. No hablábamos, disfrutábamos del momento sabiendo que no habría nada mejor que aquel silencio lleno de tibia paz.
En el estanque había peces y patos. Los habían traído hace poco, cuando las temperaturas invernales se habían ido permitiendo de nuevo una vida algo delicada.
Me concentré en el vaivén del agua, tan lento y relajante, cuando vi que aparecía una sombra extrañamente grande.
Muy grande.
Eran peces de tamaño industrial.
En aquel estanque en medio del parque siempre había habido pequeños pececitos rojos que tal vez crecían un poco a lo largo del año hasta la llegada del frío, pero esta vez eran descomunales.
Miré a mis compañeros y en las caras de algunos se reflejaba la misma sorpresa que en la mía, otros seguían distraidos mirando al cielo, escuchando música, viendo crecer la hierba...
Pero lo que vimos a continuación no pudimos obviarlo ninguno.
Unas manchas de color cálido y de tamaño bestial estaban pasando casi por la superficie del agua. Cuando pasaron cerca pudimos darnos cuenta de que eran unos seres con forma de huso a rayas naranjas y amarillas. No eran líneas irregulares eran como... como anillos a lo largo de todo su cuerpo.
Una de aquellas criaturas sacó la cabeza por encima del agua. Tenía el hocico afilado como un mapache y parecía tener un pelaje impermeable pero mullido. No parecía amenazante pese a su excepcionalidad y tamaño, pero seguía siendo un "animal" desconocido.
No podíamos dejar de mirar.
Uno de esos seres saltó del agua haciendo una pirueta, se enroscó sobre sí mismo y se quedó girando en el aire como si no existiera la gravedad.
Tapó el sol.
Todos nos quedamos boquiabiertos en la sombra que daba aquel inmenso círculo peludo que se había convertido en una gran bola de peluche naranja.
Mientras todos miraban yo bajé la vista hasta que mis ojos se toparon con los de otras tres criaturas que habían sacado su hocico sobre la orilla y se disponían a salir del estanque y venir hacia nosotros.
Cogí a la persona que tenía más cerca y le zarandeé con todas mis fuerzas para reclamar su atención, aun cuando lo conseguí todos seguíamos estando petrificados.
Aunque esos animales tenían pinta de ser unos enormes mapaches (por poner un análogo conocido) no andaban sobre patas... ellos... reptaban como serpientes, pero, a la vez, parecía como si no llegaran a tocar el suelo, tenían un movimiento rápido y fluído sobre la hierba.
Nos levantamos del banco por inercia y nos dispusimos a correr por pura supervivencia cuando, para nuestra sorpresa, otras manchas blancas y pardas empezaban a corretear por debajo del agua como lo habían hecho las otras antes.
Estas no gastaron tantos preámbulos en salir del agua.
Eran algo parecido a perros de presa.
Eran blancos, con manchas blancas o grises, tenían un cuerpo parecido al de un staffordshire terrier, anchos y no demasiado altos de cruzada, pero estos eran muy, muy anchos, casi parecían mesas. Su hocico era más parecido al de un bull terrier, pero como el resto de su cuerpo estaba dado de sí en lo que a anchura se refería, tanto, que ese hocico hecho de pelo corto parecía casi un pico de pato.
Eso sí, sus dientes eran de un cánido, sin ninguna duda.
Los vi mientras nos gruñían.
Ahora sí que salimos corriendo, corriendo como si hubiéramos visto un fantasma, a toda velocidad por el parque que (¿Cuándo había ocurrido?) estaba completamente vacío.
Siempre fui una gran corredora y me puse con facilidad en la primera posición y, cuando estaba ya a medio camino de salir de aquel maldito parque, me giré mientras corría para ver cómo les estaba yendo a mis compañeros.
Vi como muchos caían al suelo, les vi forcejear con los perros cuando les tenían encima, pero hubo algo curioso que me relajó en parte, sólo en parte. Los perros no tiraban a morder, no, en su lugar abusaban de su anchura y su fuerte musculatura para tumbar a sus oponentes en placajes de rugby.
No tenía tiempo para preocuparme por nadie, si bajaba la marcha iba a perder una ventaja preciosa y tenía que preocuparme por mi propia integridad física.
Salí del parque y la primavera se quedó con él.
Me vi en una calle de ciudad, alumbrada por pálidas farolas, hacia un frío terrible, era de noche y estaba empezando a nevar. La garganta estaba sufriendo y me lo hacía saber en forma de molestias, que luego pasó a ser claro dolor.
Me giré, estaba sola, no había nadie, salvo uno de esos perros siguiéndome desde lejos, nada le afectaba, parecía un todoterreno con el depósito lleno.
Yo, poco a poco, fui perdiendo mi capacidad física y mi aguante y descendí el ritmo. Podía oír sus jadeos cada vez más cerca, ya casi pegados a mis piernas.
Entonces noté el golpe. Un golpe duro y seco, como si me hubieran pegado con un saco de boxeo.
Se me doblaron las piernas y caí al suelo.
La cabeza me daba vueltas y los ojos se me cerraban contra mi voluntad. Mi respiración entrecortada no podía mantener mi cerebro despierto. Empecé a notar que iba a perder la consciencia.
El perro y todo su peso se apoyaron en mi pecho, se me subió, literalmente, encima, con esas patas fuertes y robustas.

- Tu has tenido una perra -

¿Me estaba hablando? Por Dios, si era un maldito perro.

- Sí -

Tampoco sé qué demonios hacía yo contestándole.

- Bien, ahora dime ¿Es verdad que se ha acostado con otros? -

"¿Qué demonios....?"

sábado, 2 de enero de 2010

Premio amante literario


Voy a salirme de mi rutina de textos de sueños para abrir este 2010 con un premio que me ha otorgado Sand desde su blog Palabra de azahar.
Quiero darte las gracias no sólo por este premio, sino por haberme permitido leer poco a poco tu alma en líneas. Tus textos más emocionales, más personales, así como los más imaginativos. Hemos ido creando en El Rincón una gran familia.

Las condiciones del premio son:

-Mostrar la imagen del premio.
-Agradecerlo a quien lo ha concedido.
-Explicar por qué amas tanto leer.
-Conceder el premio a otros blogs.

¿Por qué me gusta leer? Para mí la lectura no es algo que pueda gustarme o no, ya es parte de mi vida y parte de quien soy, así que ¿Cómo no va a gustarme un rasgo de lo que yo misma he creado? Leer es vivir. Leer es sentir por medio de las palabras, es vivir otras vidas y viajar a otros mundos, es seguir alimentando la imaginación, es salir de la realidad, es desvincularte de todo y volar en cualquier parte.
Para mí no existe un mundo sin literatura y, aunque igual suena algo dogmático, creo que debería ser así para todo el mundo.

Ahora me toca otorgar premios.

El primero es para mi chica pelirroja La gata sobre el teclado es un blog que recomiendo encarecidamente. Ella y sus textos son algo especial y maravilloso. Un lenguaje rico y además una imaginación desbordante.

El siguiente se lo voy a dar a una de las personas que siempre me animó a no perder mi afán por la lectura: Tania, es la voz de la experiencia y, sin duda, su blog Historias del mundo virtual me encantó y me gustaría premiarlo y enseñarlo a todos.

Con el siguiente blog voy a salirme un poco de lo que es blogspot, le doy mi premio a Óscar, el espíritu de las tormentas, os pido que una vez lleguéis a su página, entréis al blog y le leáis. (Amén de que veáis los videos y las reflexiones sobre ellos)

Y mi, por ahora, último premio a entregar va para el Diario de un impresentable, que, aunque no conozco bien a su autor, me gusta. Paso a leerlo cuando tengo tiempo y su forma de escribir directa y ese humor tan negro me encantan. Creo que merece este premio.


Feliz año a todos!