martes, 28 de abril de 2009

Sobran las palabras

Tengo una soga alrededor del cuello con forma de frase de canción, tal vez diga "de las lágrimas para llorar cuando valga la pena" quizá un "no te rías de mí, no me arranques la piel" o tantas otras frases para pensar.
Pero esta aprieta, aprieta al son de una musa culturista.
Así estoy siendo víctima de un verdugo escrito, escuchado, de un verdugo compuesto por miles de letras que un día dije o tal vez pensé.
Noto como desde dentro ahora van trepando, escapándose con el poco aire que me queda.
Trepa la "m", con sus picudas patitas, que va haciendo polvo esta garganta ya castigada por un crudo invierno. Le siguen vocales, redondeaditas, como las "e" o las "o", de esta terrible frase en forma de pregunta.
Queda alguna "i", esas que se cuelan por todos los rincones y que, a veces, escupen el punto que acaba perdido en el pulmón, haciéndote toser toda la esperanza, sin poder parar.
La "q" se hace la remolona, sabe que sin ella nada de esto será posible. Al final se anima y sale, todo sea por conocer la libertad que tan poco le da este cruel idioma.
Laringe y faringe hubieran preferido que tuviera esa forma redondeada de mayúscula, pero no fue así.

La "u" resbalazida se va cayendo garganta abajo, casi casi acaba por ser digerida con los ácidos de estómago, pero entonces, una "r" se engancha como un clavo y sujeta el punto de una temerosa interrogación que, a modo de anzuelo, sujeta la "u" y la salva de desaparecer.
La "s" se apunta al salvamento porque es perezosa, así la subirán sin hacer esfuerzos.

La primera frase empieza a destrozar la boca, todas esas letras metidas entre tantos dientes, no pueden hacer otra cosa que pinchar las zonas blandas.
Las encías lloran sangre.
Y por fin llega la última, llega la imperial "T", ya que sin ella nada de esto sería posible y va subiendo como un escalador, pasito a pasito, clavándose lentamente.
Es el esfuerzo final, pasa golpeando la campanilla.
Las letras se agrupan formando la primera frase, esperando que la "T" jamás tenga que salir a escena.

¿Me quieres?

El silencio se hace pesado y desafiante, hay que atacar con todo el equipo. Las duras letras se vuelven a agrupar, esta vez, es el golpe de gracia.

Te quiero

Pero no pasa nada. La batalla está perdida.
Todas estas letras que tan valientemente sirvieron, vuelven atrás, hacia las profundidades, magulladas y con astillas. La frase del cuello se va soltando.
Una bocanada de aire las tira garganta abajo y deja que la sangre que hicieron se multiplique y todo acaba muriendo entre ácido en el encogido estómago.

Él no te quiere. Bon apetit.

viernes, 24 de abril de 2009

Otra oportunidad

Tuve que despedir a Nati.
Lo cierto es que tampoco éramos tan amigas, pero por eso supuse que sería perfecta para el cargo.
Le pedí que se quedara cuidando de mi casa durante las obras, mientras yo me iba a trabajar, sólo tenía que estar en el sofá y abrir a los obreros cuando llegasen. Imaginé que al no ser tan amigas, no tendría tanta confianza como para permitirse lujos tales como andar husmeando por la casa o llevarse algo que "ya devolvería" o despreocuparse y no venir.
Pero al final, faltaron algunas cosas y los obreros se quejaron más de un día de la impuntualidad a la hora de abrirles, así que cogí un par de días libres y le dije que podía marcharse "muchas gracias por todo, maja".
El caso es que por el gesto que brotó en su cara, me imaginé que todo esto no le hacía especial gracia.
Cuando se marchó, cerré la puerta y poco segundos después llamaron golpeándola fuertemente.
Miré cuanto tenía a mi alrededor para defenderme en caso de ser necesario, y una vez vi que había suficientes cosas, abrí la puerta.
Era ella.
Noté un movimiento extraño en ella y me puse un poco nerviosa, dejé colarse mi mano por detrás del marco de la puerta de la cocina y tanteé un poco la encimera a ver si encontraba algo a lo que aferrarme o con lo que defenderme... pero no hizo falta.
Se había sacado un sobre de colores chillones de tamaño folio de dentro de la chaqueta.

- Lo ha traído él esta mañana - seguía con la misma cara de pocos amigos.
- ¿Él? ¿Quién es él? -
- Alberto -
- ¿Pero qué hacía por aquí? Si... -
- Mira que me da igual, ahora mismo no me apetece entrar en un debate acerca de lo que puede ser o no y de lo que querrá o no, ahora mismo me da igual, te lo doy porque es para ti y punto -

Acto seguido se dio la vuelta aireadamente y se marchó refunfuñando algo escaleras abajo.

Entré en el piso y me senté en el sofá.
Acaricié lentamente el sobre unas cuantas veces hasta que pude atreverme a abrirlo ¿Qué tendría dentro?
Alberto y yo habíamos roto hacía... unos meses, después de una relación de años y, aunque yo lo había superado milagrosamente bien, no quería tentar a la suerte y hundirme en un pozo que, por suerte, esta vez no había tenido que visitar.
En el sobre había unas cuantas fotos, no sé si serían diez o veinte, me puse a pasarlas poco a poco. Eran fotos de los dos o fotos en las que salíamos ambos, pero eran de grupo.
Ver todos aquellos momentos me trajo recuerdos agridulces, pero casi todos me hacían sonreir, aunque alguna lágrima pionera se colase.
Antes de terminar de ver las fotos, decidí ver qué más había en el sobre y me encontré con una carta.

"... Sé que te va a costar mucho volver a confiar en mí, pero ya tenemos una historia entera entre nosotros. No me gustaría perder todo esto por unos momentos mal pensados.
Necesito saber si aún me conservas, si aún serías capaz de reconocerme por el olor de mi colonia, si aún puedes encontrarme de un simple vistazo en la multitud...

Yo sí que puedo hacer todo eso contigo. Dame otra oportunidad..."

Me quedé en esa parte de la carta, la releí y me descubrí a mi misma observándola con cara de interrogación.
Volví a coger las fotos dispuesta a ver las últimas. Me paré en una.
Era una foto de los dos en la que íbamos paseando por la calle y yo llevaba una rosa roja en la mano.
Le miraba con verdadera admiración, amor... pero no fui capaz de hubicarlo en el tiempo. Me costó varios minutos recordar la fecha, recordar por qué... por qué le miraba así.
Fue en ese momento cuando me di cuenta de que una segunda oportunidad no tenía sentido, ya no estaba enamorada ya... ya le vi como un dulce recuerdo, como un regalo de infancia, pero nada más.
Decidí enviarle un mensaje:

"Me ha encantado el regalo, en serio, muchas gracias. Pero no tiene sentido arreglar esto, no quiero que nos hagamos más daño"

Al menos yo no quería hacerle más daño. Porque siempre le querría, pero...

martes, 21 de abril de 2009

Mi elección

Mi familia llevaba siendo perseguida desde que tenía uso de razón. Mis padres, mis dos hermanas y yo, habíamos cambiado tantas veces de domicilio que no sería capaz de recordar ni una sola de todas esas direcciones.
La última vez nos mudamos a un piso enorme, en una callejuela un poco escondida de una gran ciudad en mitad de Europa.
Teníamos un gran salón en medio, de colores neutros, que separaba nuestra habitación, de un azul vivo y alegre, de la de nuestros padres, de un azul apagado y muebles color caoba, muy oscuros, casi negros.
Yo compartía habitación con las dos canijas. Dormía en una cama enorme con la mediana y al lado teníamos una cuna para la pequeña (aunque ésta, de vez en cuando, dormía con mis padres).
Hablábamos poco sobre todo esto de cambiar de piso, pero yo ya tenía una edad y podía ver que, antes de cada cambio, la cara de mi padre se derretía en una mueca horrible de pánico y preocupación.
Una mueca como la que tuvo esa misma mañana.
Me encargó ir a por billetes a la estación, e incluso me escribió una nota con lo que tenía que decir porque aun no dominaba bien el idioma.
La estación estaba al final de la calle, haciendo esquina, era un sitio enorme y metálico.
Me acerqué a una de las ventanillas y, tras media hora esperando, conseguí los ansiados billetes. Pagué y los miré mil veces para asegurarme de que no me había equivocado.
Levanté la vista y vi, en el cristal de la taquilla, el reflejo de unos hombres mirándome y... no sabría decir por qué, pero sus caras me eran familiares.
Sin embargo, ni un sólo sentimiento de cariño me llegaba tras verles, más bien todo lo contrario.
Intenté darles esquinazo dentro de la estación cuando vi que me estaban siguiendo.
No fue fácil, pero aquello estaba lleno de gente así que tenía una oportunidad.
Cuando creí haberlo conseguido, salí de la estación a toda prisa, corriendo mientras mis piernas sufrían y volviendo la cabeza hacia atrás de vez en cuando para comprobar si me iban pisando los talones. Pero, al menos hasta que abrí la puerta, no les vi.
Subí corriendo a casa y me metí directamente en la cama. Allí estaba mi hermana dormida profundamente. En la cuna no había nadie, así que imaginé que la pequeña dormía con mis padres.
Yo no hacía más que revolverme en la cama, cuando mi hermana se despertó.

- ¿Qué pasa? Deja de moverte que no puedo dormir -
- Me han seguido, Ana, alguien nos está buscando -
- ¿Qué dices? ¿Lo sabe papá? -
- Creo que sí... por eso me ha mandado a comprar billetes, para irnos -
- Otra vez... -
- Sí... el caso es que en la estación dos hombres han empezado a seguirme... no sé que querrán... -
- Bueno ya que me has despertado, vamos a hablar con papá -

Mi hermana tiene catorce años y, por muy refunfuñona que pueda ponerse cuando las cosas no se hacen como ella quiere, sabe lo que es un estado de alerta.
Nos levantamos y al llegar al salón, nuestro corazón se encogió tanto que dejó de latir durante largos segundos.
El salón estaba vacío.
Vacío.
Ni un sólo mueble. Nada.
La cara de Ana se encogió en una mueca indescriptible, pero mientras ella parecía pensar "se han ido sin nosotras" yo tenía claro que lo que ocurría era que "nos habían encontrado".
Pareció desmayarse y la cogí en brazos, menos mal que es menuda para su edad.
Y fui a duras penas hasta la habitación de mis padres.
Allí encontré a un hombre desconocido y una pila de pequeñas muñecas sobre la cama de mis padres. Las cogí con la mano y las tiré por la ventana.
Dejé a mi hermana en el suelo y me propuse encararme con el hombre, cuando entre nosotros se interpuso una copia exacta de las muñecas a tamaño real. Parecía un juguete de acción de 1,70.
Llevaba un mono de neopreno, como los motoristas, el pelo largo y moreno y cara de no sentir absolutamente nada.
No preguntaron.
No hablaron.
Durante unos cuantos minutos simplemente nos mirábamos unos a otros.
En ese momento le oí decir al hombre:
- Acaba con la pequeña -
La mujer se acercó y, ante mis ojos, le partió el cuello a mi hermana.
Me tiré hacia ella y comencé a golpearla, pero ese maldito rostro de marfil era infranqueable. Zarandeaba esa melena morena con todas mis fuerzas, pegaba patadas y puñetazos... pero ella se mantenía erguida y fuerte como una esfinge.
Entonces dijo:
- Me estás empezando a cansar -
Entonces me levanté, giré la cabeza y recordé esa maravillosa terraza que había en la habitación de mis padres. Se veía toda la ciudad desde ella porque vivíamos en un sexto.
Fui hacia ella y la mujer me agarró fuertemente el brazo, pero en un último alarde de fuerza pegué un tirón y ya nadie pudo detenerme.
Puse mi pie derecho sobre las barandillas y salté.
Estiré los brazos y las piernas y sonreí. Vi como desde las ventanas de la casa estaban tirando las cosas de mis padres que se destrozaban contra el suelo.
Yo, según caía, seguía manteniendo la esperanza de caer contra algo que me amortiguase, porque yo, yo... yo miraba hacia el cielo azul casi naranja de un ocaso que amenaza con llegar.
Y poco a poco me empezaron a hormiguear los brazos, por el aire, por el sol tibio del atardecer, no sabría asegurarlo. Pero una cosa sí tenía clara, no iba a perder mi vida lloriqueando muerta de miedo en un rincón, mientras a saber quien me hacía a saber qué.
Quizá ni pretendían matarme en el momento.


Yo moriría libre.
Esa fue mi elección.

jueves, 16 de abril de 2009

Robando coches

Otra mañana lluviosa más, estoy empezando a pensar que este maldito tiempo no mejorará nunca.
Rutina. Agua. Gris. LLuvia.
Para colmo, cuando ya había reunido las fuerzas para marcharme a los quehaceres diarios, me dejo las llaves de casa en el recibidor. Así que me toca volver a por ellas antes de irme o luego no habrá nadie para abrir la puerta.
Con las prisas me dejo el coche abierto. Bueno, van a ser cinco minutos.
(...)
Perfecto. Me están robando el coche.
Me acerco corriendo con el pelo chorreándome sobre los hombros, sobre la cintura.
Veo a cuatro chavales jóvenes parados, con mi coche, ante un semáforo en rojo y les grito que se bajen de ahí.
- ¡Ja, ja! - rió el conductor - en eso estábamos pensando.
Clavé mi mirada en sus ojos azules aguamarina mientras memorizaba cada rasgo de esa cara pecosa de pelirrojo.
Mientras se iban les grité que les denunciaría, mientras un eco de risas me dejaba planchada y con ganas de meterme en la cama y llorar de impotencia.
Todo fue en vano. Horas y horas, papeles y papeles. Pero estaba en una espiran de resignación y desesperación sin obtener nada claro.
Al chico pelirrojo me lo encontraba de vez en cuando. Me soltaba alguna sonrisa pícara, como cuando los niños en el colegio te dicen "chincha chincha, tengo algo que tú no tienes".
Después de unos cuantos encontronazos y, sin previo aviso, un día se acercó a hablar conmigo en un plan muy diferente.
-Oye... mira... tal vez pueda hacer algo por ti - dijo, sentándose a mi lado y mirando al suelo - ese coche ya... no nos hace falta, hablaré con estos y te lo devolveremos -
-Y... ¡Ya está! ¿Eso es todo? - no pude evitar ponerme a gritarle, mientras él entrecerraba los ojos - ya no os hace falta... he estado pateándome el mundo por recuperar mi maldito coche y fue un dichoso capricho... -
- Bueno, tómalo o déjalo, bastante me arriesgo haciendo esto, no tengo por qué escuchar tus grititos -
Acto seguido se marchó sin volver la vista atrás.
Cuando volví a verle le dije que lo haría. Me sentí estúpida por hacerle caso a un niñato, pero mira... ¡Qué demonios!
Quedamos una noche cerca de un almacén, al parecer allí guardaban todas las cosas que robaban, para darles uso cuando fuese necesario. Él estaba muy nervioso, demasiado, mientras hablaba, no dejaba de mirar a su espalda.
- Mira, aquí tienes la llave, coge tu coche y lárgate de aquí -
- Vale... vale... -
Me condujo dentro del almacén.
Escuché otra voz, más ronca, más de hombre. Maldiciendo y pegando gritos.
Esta vez mi acompañante se puso mucho más nervioso.
- ¡Márchate! -
- Pero.... mi... coche -
- ¡Qué te marches! ¡YA! -
- Pero... -
- ¿Quieres un puto coche ahora o quieres poder conducir mañana? -
Sonó un disparo y nos tiramos al suelo.
- ¿Ves esa puerta a la derecha? - ahora susurraba.
- La... roja... -
- Sí... arrástrate hasta ahí y huye -
- Y tú... ¿Te quedarás aquí? -
- ¿Te vas a marchar de una puta vez? Ya la he jodido bastante... -
Alcancé la puerta y conseguí escapar de allí. Escuché dos tiros más y luego el silencio... un silencio que me reventaba el cuello lentamente.
Al día siguiente tenía un retrovisor arrancado en la puerta de mi casa.
No volví a verles, ni al pelirrojo, ni a ninguno de los demás.
Ni esas calles volvieron a verme a mí.

lunes, 6 de abril de 2009

Compartiendo escena (la historia de cómo me enteré)

Sara llevaba tiempo ingresada en el ala psiquiátrica de un hospital de la ciudad. Paranoias visuales.
Le empezaron hacía ya unos meses cuando trabajaba de asistente social y se vio envuelta en problemas con una familia conflictiva, su cerebro no lo soportó e hizo "clik".
Según Sara, ella veía personas con pinta elegante, con trajes de colores oscuros y neutros, ojos brillantes y claros, que intentaban llevársela con ellos.
Durante el tiempo que estuvo en el hospital consiguió la paz que no le había acompañado en esas insufribles últimas semanas. Vivía sola, así que dio mil gracias a que sus vecinos fueran de todo menos discretos y diesen la voz de alarma.
Pero tras unos meses de paz Sara enfermó. Algo vírico. Nadie se explicaba como había podido pasar eso en un hospital, así que llamaron al mejor especialista para que la tratase.
Encontró una enfermedad latente, de periodo de incubación largo, pero no se quedó del todo contento. Siguió pensando que, seguramente, sus alucinaciones venían dadas también por algún tipo de trastorno físico, pero no le dejaron seguir investigando.
Yo me enteré de todo esto unos días después, el doctor y yo vivíamos en la misma urbanización.
Aquel día nos habíamos acercado a una zona más o menos moderna de la urbanización, yo, para hacerle fotos a algunas de las hijas de las vecinas que querían hacerse un book, la señora Remedios, para hacer una patrulla (no llevaba nada bien haberse jubilado de su puesto de policía) y el doctor, supongo, que para pasear (al final Reme le convenció y le dio una pistola de aire comprimido para patrullar como si de jugar al airsoft se tratara, sí, como niños).
En un momento en que todos estuvimos sentados en un banco, el doctor nos lo contó.
Me quedé mucho rato pensando en Sara y en si, de verdad, el doctor pudiese curarla del todo. ¿Por qué no intentarlo? ¿Por qué no le dejaban?
Algo sonó, como un disparo, supuse que eran las pistolas de aire comprimido, hasta que Reme empezó a sangrar por la pierna y se hizo un gran revuelo. Antes de que pudiera darme cuenta se la estaban llevando en una ambulancia.
El doctor y yo seguíamos en el banco mirando al infinito sin saber muy bien que había pasado y entonces me dijo:

- ¿Has visto alguna vez ese programa en que la gente canta y, entonces, alguien se mete en medio para hacer la crítica y le quita la escena?-
- Sí, pero, no le quita la escena. La comparten -
- La... comparten... -

Se marchó sin decir nada más, pensando en a saber qué y allí me dejó sola.

No pude dejar de darle vueltas a todo el asunto durante la noche, así que al día siguiente fui a ver al doctor en su hora libre en el hospital, para que me dijera qué había pasado por su cabeza la tarde anterior y entonces vi algo que me sorprendió.
En los ascensores se cruzaron dos pacientes. Al ver a una de ellas, supe que era Sara, la otra, era una joven mujer negra. Ésta le dijo a Sara:

- Tienes un tumor, el hpv11, mi agente de la condicional lo tenía y veía exactamente lo mismo que tú -

Sara respondió con un gracias a medias y con un gesto roto siguió siendo arrastrada por su enfermera particular.

Compartiendo escena (Diario de Sara)

En el hospital siempre había estado bien, aquí ellos no pueden entrar, al menos no hasta donde yo estoy. Pero esta enfermedad me está matando.
El doctor dice que me voy a poner bien pronto, que tengo que bajar a su planta a verle cada semana y ser rigurosa con la medicación.
Esta mañana cuando bajaba, me he encontrado con otra mujer ingresada y me ha dicho algo muy raro, algo sobre un tumor que me produciría las alucinaciones, pero no ha sido eso lo que más me ha llamado la atención, sino el hecho de que lo tuviera su agente de la condicional.
No sé si me estoy volviendo más paranoica o empiezo a ver la luz.
Esa gente existe, sí, y no sólo en mi cabeza. Tal vez las alucinaciones se hayan basado en ponerles una ropa igualitaria, como un uniforme, o en cambiarles los ojos... pero quizá eso lo haga mi cerebro para reconocerles mejor.
Tiene que ser algo así.
En serio, me perturba pensar todo esto, yo ya asumí que estaba enferma y vivía bien entre esta nube blanca de personas y yeso, pero ahora... ahora tal vez las cosas sean diferentes.
Hoy pienso intentarlo, pienso escaparme. Al menos salir unos pasos más allá de la puerta principal del hospital y comprobar si están ahí, si veo a alguien.
No creo que aquí tarden mucho en buscarme cuando vean que no estoy, por lo que tampoco será arriesgar demasiado.
Le comenté al doctor lo que me dijo la chica negra y dice que es posible, mañana me harán pruebas para encontrar un posible tumor, así que, una media hora antes de esa cita me escaparé, así, si me pasa algo, tardarán menos en buscarme sabiendo que yo no faltaría por propia voluntad a una cita médica.


Llegó el momento, bien, bajaré tranquilamente por el ascensor, como si simplemente estuviera dando un paseo y extremaré mis precauciones al llegar a la planta baja.
Llevo un cojín de sofá, sí, de estos cuadrados, sé que no me puede defender de nada, pero sé que si me lo pongo delante para separarme del mundo una alucinación podrá ignorarlo, pero una persona física no.
Primer paso conseguido, estoy en el ascensor. Sola.
Esto suele estar lleno de gente, pero no sé, tal vez sea una mera coincidencia.
Le doy al botón de la planta baja. Estoy nerviosa, muy nerviosa. Veo como los números van descendiendo hasta convertirse en la letra B, pero el ascensor no se para.
Algo está pasando, otra vez, Dios, otra vez.
Sigo bajando, sótano uno, sótano dos... ¿Cuántos sótanos tiene este maldito hospital?
Miré el panel de botones del ascensor y, efectivamente, yo no había dado a ninguno de esos botones, ni siquiera por error. Alguien había trucado ese ascensor, sólo ese, tal vez por eso estaba vacío ¿Avería? Quién sabe. Esto no me gustaba nada, morir aplastada porque el ascensor estuviese casi descolgado no me entusiasmaba.
Al llegar al sótano 3 el ascensor paró como cayendo en algodones.
Instintivamente cogí el cojín y me lo puse horizontalmente en el estómago, para conseguir la máxima distancia de separación con lo que tuviese en frente.
Las metálicas puertas se abrieron y, como por arte de magia, ahí estaba él como si todo el tiempo en el hospital no hubiese pasado.
Ahí estaba, quieto, tranquilo, sonriente, con su traje gris y sus ojos brillantes, mirándome...
Mirándome...