miércoles, 17 de febrero de 2010

En las dunas rojas

Nunca antes había estado en un sitio así. Era un campamento en el que la finalidad era conocer las energías renovables, concretamente la energía solar.
Cada mañana, antes de hacer las excursiones, deberíamos aplicarnos en la piel unas cremas fotosensibles, unos parches en la piel y una pequeña batería,y nosotros mismos seríamos los receptores de la energía que después se convertiría en electricidad.
En principio me pareció quizá, demasiado innovador, no muy creíble, pero tenian buenas acreditaciones y parecía un proyecto bastante serio así que decidí apuntarme.
Cuando llegué me di cuenta de que era la única que no había estado antes en aquel lugar, era un pueblo viejo y muy soleetado, todas las casas eran de piedra blanca o gris muy clara, casi todo reflectaba luminosidad. Los caminos eran de una finísima tierra de color marfil.
Todos allí eran jóvenes, los más mayores, los que llevaban el proyecto, contarían como mucho con unos cuarenta años y no participaban activamente, ellos sólo nos llevaban y nos traían además de informarnos en cada momento de qué debíamos hacer.
La primera noche dormí algo mal, estaba nerviosa por el primer día, pero al final conseguí al menos dormir cuatro o cinco horas para estar preparada para la primera gran caminata con el grupo.
Desayuné y salí acompañada de algunos de mis compañeros manteniendo una animada charla y, pensé, en ponerme al sol un rato, mientras los demás terminaban, para ver qué iba sintiendo y, tal vez, para llevar algo de ventaja.
Me puse al sol ante la mirada divertida de mis compañeros (la cual, en un principio, no entendí).
No debería llevar más de dos minutos, cuando pestañeé y todo había cambiado.
La arena era de un intenso rojo carmesí, el cielo era blanco, tan blanco como todas las casas del pueblo.
Ellos, los demás, ya no estaban, estaba sola y los caminos parecían ser interminables, el horizonte estaba kilómetros y kilómetros más lejos que antes.
Me puse a andar por la arena roja y esta era mucho más gruesa que la original, era como sal gorda, sal gorda de color rojo, pero no pesaba, era igual que coger aire.
Empecé a sentirme mal, mareada y una música de fondo comenzó a sonar. Era una melodía relajante, alegre, muy melódica.... agradable. Era como una especie de banda sonora, podía ver como aquellas dunas rojas parecían ondear al ritmo de la música con un viento inexistente.... y... aparecieron las mariposas.
Se me acercaron, eran mariposas blancas, de un blanco tan intenso que podían diferenciarse incluso de las casas. No había ni una sola parte en ellas que no fuera de un blanco nuclear, parecían cortadas directamente de un papel, pero se movían. Revoloteaban a mí alrededor y empezaron a posarse en mi piel. Sentí su presencia con un quemazón, como si cortaran, como si mordieran, pero era muy agradable....
Entonces una fuerza tiró de mí y caí al suelo.
Cuando conseguí abrir los ojos allí estaban de nuevo todos mis compañeros.

- Has estado en las dunas rojas ¿Verdad? -
- Las... dunas... ¿Vosotros también las habéis visto? -
- Claro, todos caemos en lo mismo cuando somos nuevos en esto, tienes suerte de que hayamos estadod aquí contigo -
- ¿Suerte? -
- ¿No te has preguntado por qué somos tan pocos y tan jóvenes en este proyecto? -
- Bueno... siempre he pensado que la gente no es muy... solidaria con el medio ambiente... -
- Ya bueno... ese no es el impedimento principal, este sitio está lejos de todo lo que tú hayas conocido antes, las dunas.... las dunas son algo real aquí, por eso no vive nadie, es como si fuera un mundo debajo de lo que ves. Cuando estás bajo este sol más de un para de minutos, la realidad que ves se desdibuja y llegas al plano inferior -
- Pero ¿Cómo...? Es decir... es ¿Real? -
- Tan real que ha habido gente que no ha podido volver jamás. Esas malditas mariposas te comen vivo, es la muerte más dulce que nadie tendrá jamás, pero son letales... mírate el brazo -

Para mi sorpresa tenía el brazo lleno de quemaduras, demasiado agresivas para ser de dos minutos bajo el sol, pero sí podrían ser de haber estado allí tres horas, parecían casi tan pronunciadas como las que haría un tenedor calentado al fuego.

- La finalidad de este proyecto es intentar encontrar a gente que pueda tener el control suficiente como para saber que cada dos minutos más o menos debe ponerse a la sombra, antes de que las mariposas lleguen, por eso tenemos rutas tan claramente escogidas, son rutas soleadas en las que hay tramos de sombra cada cierto tiempo. Además nos enseñan con mapas, cada sombra de este pueblo a cada hora del dia para que podamos tener una vida normal mientras dura todo esto -
- Pero... las dunas son... tan... -
- Bellas... lo sé, y esa música... tan dulce... celestial... -
- Sí... -
- A veces, siempre y cuando estemos entre compañeros de confianza, nos arriesgamos y nos dejamos ir un rato, sabiendo que nos sacarán... hay bellezas letales, no te olvides -
- Aun.. aun queda un rato para irnos y... -
- Vale, estoy aquí -

Sali de nuevo al sol y esperé paciente a las dunas rojas. Llegaron mucho antes que la primera vez. Me tumbé en esas dunas rojas mirando a un cielo inmenso y blanco con un sol inexistente, sintiendo esa sensación de temperatura neutra, sin frío ni calor, y esa música... música... meciéndome con las dunas, mientras ellas parecían tragarme.
Vi de lejos venir a las mariposas, revoloteando en bandadas, a veces parecían ni mover las alas en un baile de planeo e ingravidez y recé a partes iguales para que me sacaran de aquel trance y... para que no lo hicieran.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Leo

Cristian y Leo tenían una maravillosa relación. Se conocieron hacía ya muchos años cuando no eran más que unos críos.
Habían crecido juntos, prácticamente.
Según iban pasando los años, empezaban a ser alarmantemente parecidos. Mismo corte de pelo, no demasiado largo, moreno, liso y brillante. Mismo estilo de cuerpo, delgado, pero musculoso. Misma forma de vestir, donde no existían más colores que el blanco, el beige, el gris y el negro.
Caminaban por la calle de la mano pareciendo que lo único que les separaba era un espejo, eran ya casi uno la prolongación del otro.
Aun así, pese a que se conocieron casi cuando eran niños, Leo tenía ya alguien anterior en su vida. Alguien cercano, casi pariente, que tuvo siempre un interés enfermizo en él.
Se llamaba Samuel.
Samuel codiciaba todo lo que Leo tenía desde que eran muy, muy pequeños. Casi podría decirse que codiciaba hasta su cuna. Pero no se trataba de algo puramente material, codiciaba su alma, codiciaba a sus padres, codiciaba todo su entorno, codiciaba lo que él era, lo que le hacía ser Leo.
Si en algo coincidían Cristian y Samuel era en que ambos sabían que leo tenía algo demasiado especial para ser real.

Ya pasada la adolescencia, Cristian empezó a observar algo en Leo que le tenía muy preocupado. Adelgazaba.
Al principio casi nadie podía darse cuenta, era un proceso lento y los cambios de vida y de temperatura hacían que no fuese perceptible a simple vista por nadie. Pero Cristian conocía hasta el más mínimo recoveco del cuerpo de Leo y a él sí que no podía engañarle nada.
Algo iba mal.
Leo se empeñaba en negarlo y, simplemente, daba excusas, que si estoy pasando un momento malo, que si tengo mucho estrés, que si estoy haciendo algo de ejercicio… un sinfín de malas excusas para intentar tener a Cristian tranquilo.
Su amor se marchitaba, era imposible.
Los rasgos de la cara de Leo empezaron a ser mucho más duros, sus huesos comenzaban a hacer aparición bajo sus pómulos, bajo sus carrillos. Las cuencas de sus ojos casi podían vislumbrarse ya alrededor de esa preciosa mirada azul grisácea.
Se consumía.
Se consumía y Cristian sentía que no podía hacer nada.
Cristian seguía preguntándole, qué le pasaba, qué iba mal, ahora Leo ni siquiera intentaba disuadirle, ni contarle historias para no dormir, él mismo empezaba a estar preocupado por todo aquello, no había modificado tanto su vida como para estar desapareciendo de sí mismo.
No sabía qué le pasaba, sólo sabía que si seguía así durante mucho más tiempo iba a morirse. No quería morir. ¡No quería!

Un fin de semana, ambos decidieron ir juntos a unas piscinas naturales, en mitad del campo, un lugar a dónde siempre habían ido cuando pasaban por malas épocas, un lugar para desconectar del mundo y volver a reencontrarse.
Aquel sitio era mágico. Azul cristalino en el cielo, ni una sola nube tapando un sol brillante, pero no dañino.
Explanadas gigantescas de fresca hierba verde, pequeñas florecillas blancas que plagaban cada rincón al que mirases y unos enormes y robustos árboles que daban sombra a la orilla del viejo río. Allí se formaban las piscinas.
Unas piscinas oscuras por las rocas, donde vivía toda suerte de pequeños animalitos, de agua cristalina y fría, fría y refrescante. Una brisa invernal capturada en el agua.
Ambos estaban muy animados, realmente contentos de estar de nuevo allí.
Cristian se apresuró a quitarse la ropa. Tenía unas ganas increíbles de volver a estar allí dentro, suspender su cuerpo y estar centrado en sus propios sentidos, en ver de nuevo el mundo de otra manera.
Fundirse con la naturaleza.
Ser una mínima parte del mundo.
Su sonrisa se desvaneció al ver el marchito cuerpo de Leo.
Debajo de lo que un día fueron pectorales, hoy no había más que costillas y una fina piel, una fina piel que ahora tenía manchas, algunas más oscuras y otras más claras que denotaban que, claramente, algo no iba bien.
Los huesos de sus caderas sobresalían del pequeño bañador de nylon. Esto no debía sorprender tanto a Cristian porque ambos habían tenido siempre una figura esbelta, pero esto era ir demasiado lejos. Podía verle la zona en la que el fémur se juntaba con la cadera. Era demencial.
Cristian no pudo evitar tocar a Leo, esta vez sin deseo, esta vez sin pasión, sólo tristeza quedaba en sus manos, sólo la esperanza de que todo aquello no fuera más que una cruel ilusión que les estaba destrozando a ambos. Una visión. Una mala pasada. Pero no fue así.
Sus manos se toparon con unos huesos sobresalientes y casi frágiles. Tuvo miedo incluso de abrazarle por si se rompía, no quería ver a su hombre deshacerse entre sus dedos.
Se miraron, como se miran dos hermanos en una despedida, como se miran dos enamorados en el andén del último tren.
Leo comenzó a llorar y le dijo que estaba desesperado, que no sabía qué le estaba pasando y le juró y le perjuró que no estaba haciendo nada para llegar a este punto.
Cristian le abrazó con sumo cuidado y dejó que fuese Leo quien le abrazase con fuerza, él no se sentía capaz de hacer nada más que contener el llanto y asumir el papel de apoyo en la pareja.
Le dijo, sin convicción, pero intentando que no se le notara el temblor de la voz.

- Tranquilo Leo, todo va a ir bien, encontraremos la solución a todo esto, lo haremos juntos –
Ni siquiera sabía por dónde empezar a buscar.

Samuel se había vuelto loco, enfermizo, había conseguido saber todo lo que se tiene que saber para acabar con la salud de cualquier persona.
Había estudiado mucho durante estos años mientras acechaba a Leo.
Química, medicina, farmacología… estaba puesto al día de casi todos los agentes conocidos y sus efectos en el género humano.
Ya no se parecía a aquel niño que fue, ahora, con los años, había conseguido, incluso, cambiar físicamente.
No tenía estudios superiores, ni mucho menos, había conseguido hacer un módulo algo cuestionable de nutrición y dietética.
Qué grande fue su sorpresa cuando un día Leo apareció allí por recomendación de un amigo y ni siquiera le reconoció.
Se puso a hacerle las clásicas (o no tan clásicas) preguntas en las que quería, de alguna manera, saber no sólo sus hábitos, si no como era su vida en general.
Cada palabra relacionada con Cristian le hacía revolverse en el asiento, tenía que controlarse de sobremanera para no pegar un grito y hincharse como un globo lleno de pura furia.
Le mandó una dieta baja en grasas y en hidratos de carbono y, de forma adicional, haciéndole creer que era inocuo y un favor, le dijo que volviera en un mes, que tendría para él un complejo vitamínico que supliría las carencias de una dieta, tal vez, algo estricta.
Nadie sabe cómo lo consiguió, pero le hizo a Leo un cóctel molotov de diuréticos, laxantes, ansiolíticos y una lista interminable de elementos que le hicieron ir consumiéndose a la vez que se hacía adicto y perdía su interés por la vida.
Nunca se lo dijo a Cristian por pura vergüenza.

Samuel había llevado a cabo su venganza, a su manera. Pero ahora ya el motivo no importaba, era, simplemente, irreversible.

Cristian insistió a Leo mil veces en que fuese al médico, pero Leo ahora ya no era el mismo de antes.
Tenía rarezas, tenía rituales extraños. No se miraba en los espejos, no comía nada, no dormía, se pasaba los días vagabundeando por la casa.
Cristian se levantó una mañana y le encontró muerto.
Desde ese momento, el que cambió de forma radical, fue Cristian.

Adoptó la creencia de que Leo tenía que seguir en alguna parte, no fue capaz de aceptar su muerte y se dedicó a ir por el mundo buscándole.
Buscando a un Leo que ya no existía, que hacía mucho tiempo que no existía.
Tenía dentro tristeza, odio, rabia, desesperación y no tenía contra qué o quién soltarla. Porque, para él, no había sido más que una misteriosa historia, tal vez una enfermedad, tal vez simplemente el destino, que es cruel.
No tenía motivos, así que no tenía excusas.

Le costó mucho menos tiempo del que esperaba, a sólo unos meses y unos cientos de kilómetros de distancia, volvió a encontrar a Leo.
Era idéntico.
Empezaron a conocerse y el chico le dijo llamarse Javier.
Cristian no le dio importancia al tema del nombre, no iba a ponerse quisquilloso. Sabía que en esencia eran la misma persona.
Se fueron conociendo y se enamoraron.
Cristian se estabilizó en aquel lugar, buscó un trabajo decente y un lugar donde vivir.
Cuando ya tenían suficiente confianza, Cristian le contó a Javier la historia de Leo, de lo mal que lo pasó y de que creía que en él había mucho del Leo de quien se enamoró.
Javier se sintió conmovido y halagado.
Dijo que no pensaba ocupar el lugar de Leo, ni mucho menos, pero saber que le consideraba alguien tan importante en su vida le hacía sentir muy feliz. Que intentaría hacer todo lo posible para quedar en buen lugar y dejarle un recuerdo tan maravilloso como lo había hecho Leo en su vida.
Cristian, poco a poco, empezó a olvidar todas aquellas reacciones extrañas que le habían llevado a pensar que Leo aun estaba vivo, empezó a intentar asumir la realidad, olvidar el pasado y buscar una nueva vida. Lejos de la enfermedad de Leo, lejos del obseso de Samuel, lejos de toda la tristeza.

Quiso el destino que fuese imposible.

Javier enfermó, esta vez fue una enfermedad seria, real. En su familia había una enfermedad hereditaria que infectaba a los miembros a capricho.
En principio no era una enfermedad mortal ni mucho menos, pero en el caso de Javier hizo una excepción.
La jerga médica intentó explicárselo a Cristian, pero él sólo entendió que una vez más estaba perdiendo a alguien a quien quería.
En el hospital le dieron a Javier la opción de pasar sus últimos días en casa con su familia. Aceptó sin pensarlo. Se marchó al piso de Cristian a pasar con él sus últimos momentos.

Esa noche, allí, ocurrió todo.

Javier, casi quebrado por la enfermedad cayó del sillón al suelo. Cristian, que estaba en la cocina, corrió a socorrerle y le encontró casi roto por completo, como un pelele, tirado en el suelo.

- Esto es el adiós ¿Eh? – dijo Javier, intentando esbozarle una sonrisa a su compañero.

“De eso nada” pensó Cristian y algo le inundó por dentro. No era un sentimiento, no, ni una sensación. Era Leo.
Leo estaba dentro de él, nunca se había ido.
Cristian empezó a reír como un loco, como un chamán poseído por los espíritus. Sabía que podía volver al pasado.
Se lanzó contra el cuello de Javier, le mordió y esperó a que toda su sangre se expandiera por la habitación hasta dejarle seco.
Antes de que su último aliento se marchase de él, Javier pudo articular unas últimas palabras.

- ¿Qué me estás haciendo? Maldita sea, siempre… siempre quisiste… siempre dijiste… que yo era él… -

Fue entonces cuando una misteriosa luz de un azul grisáceo muy pálido empezó a brotar de la boca de Cristian a borbotones. Muy enérgica al principio, suave al final, ocupando poco a poco el cuerpo marchito de Javier.
Cuando Cristian hubo escupido hasta la última gota de aquello que llevaba dentro, quedó exhausto y cayó a cuatro patas sujetándose en el suelo.
Respiraba con dificultad, tenía el corazón loco metido dentro de su angustiado pecho. Siempre había tenido la sensación de que Leo y él eran algo más que una simple pareja, siempre había pensado que formaban parte el uno del otro, parte de un todo, como si sólo con la vida de uno ambos pudieran existir. Pero jamás pudo imaginar hasta qué punto tenía razón en lo que sentía. Jamás pudo imaginar hasta qué punto Leo no se iría de este mundo sin llevarle a él.
Levantó la cabeza y vio como la figura de Javier se erguía sobre sus rodillas.
Todo su cuerpo brillaba en un tono luminoso y espeluznante, parecía un humanoide tóxico recién salido de una piscina de desechos nucleares.
Destellaba. Brillaba con una furia sobrenatural.
Vio como fibra a fibra se construía el cuerpo de Leo, como hueso a hueso se iba modificando la estructura de aquel a quien había conocido como Javier.
El cuerpo hacía fuerza con los brazos y las arterias, como mangueras desbocadas, empezaban a colocarse en sus respectivos lugares.
El cuerpo iba tomando forma, el pelo iba alargándose. Las facciones de la cara se modificaban lentamente y Leo empezaba a aparecer.

Cuando la piel hubo cubierto todo aquel amasijo de músculos y entrañas, Leo cayó también a cuatro patas sobre el suelo y ambos se miraron de nuevo.
Se miraron como se miran madre e hijo en un parto, se miraron como se miran dos enamorados saliendo del tren.



Dry your eye
Dry your eye
‘Cause soulmets never die.