viernes, 29 de abril de 2011

El submundo

Hacía ya décadas que la tierra estaba devastada. El Sol era cada vez más cruel y la civilización había decidido subsistir bajo tierra.
Los túneles del metro eran como enormes galerías de hormigas llenas de gente sucia y vestida con colores chillones.
Yo seguía estando cerca de la casa que fue de mis abuelos, para poder ir allí de vez en cuando a descansar del murmullo del submundo bajo suelo.
Habíamos conseguido hacer un buen reparto de poder y jerarquía y vivíamos en una tensa paz. A veces había revueltas por los escasos recursos o por objetos que se encontraban en los túneles y que todo el mundo quería poseer. Pero nos entendíamos.
Sin embargo, en los últimos meses habían llegado forasteros. No sé de qué parte del mundo vendrían, pero no eran de los nuestros, eso seguro.
Promulgaban una extraña fe, basada en la idea de un complejo más parecido al mundo de los insectos. No sólo querían vivir en galerías sino que querían vivir como lo hacían los insectos en las galerías.
Querían una reina.
Querían una mujer fértil que se dejara inseminar por todos para que sólo los más fuertes nacieran.
A todos nos pareció una locura, pero la idea de sexo gratis sin importar quien fueras se extendió como un reguero de pólvora por el inframundo.
Ninguna mujer parecía estar de acuerdo con eso, pero siempre hay alguna ninfómana con complejo de reina de Inglaterra que quiere notoriedad al precio que sea.
Se hicieron fuertes.
Con su reina entre sus manos se hicieron muy fuertes.
Era como una secta.
Los que estábamos en contra de aquella locura empezamos a ser perseguidos. Muchos cogieron sus cosas y se propusieron largarse de allí a saber hasta dónde para huir de ese "nuevo gobierno".
Yo decidí esperar y, sin saber cómo, acabé uniéndome a la resistencia. Éramos como ratas, como malditas ratas callejeras. Con pintas andrajosas y oscuras para no ser vistos por los corredores.
Un día, mientras intentábamos captar a más gente, todas las luces de los túneles se encendieron a la vez y muchos de los nuestros fueron capturados.
Yo conseguí escapar, pero fue todo una mera ilusión, al cabo de un par de días me di con ellos, pero no me encontraron, yo les encontré.
Me senté junto a alguno de mis compañeros que estaban maniatados y me eché las manos a la espalda para fingir que estaba igual.
Pude ver el espectáculo más lamentable de mi existencia.
Allí estaba ella, sobre un carrito, la empujaba uno de aquellos locos.
Estaba tumbada, con una falda con miles de combinaciones que parecía un cancán, levantada hasta el cuello, sin ropa interior y con las piernas abiertas.
Maldita loca.
Para cuando empezaron su festín conseguí escaparme. Los demás estaban como colgados... drogados... ni idea, pero no conseguí hacer que se movieran ni un milímetro.
Encontré unas viejas cabinas donde quedaba algo de dinero, me lo guardé en el bolsillo e intenté salir a la superficie.
Todo estaba blanco, me cegaba, me hubiera quemado las córneas si no llevara la cara entera tintada de negro.
Corrí por calles sobreexpuestas bajo un sol abrasador.
Todo estaba desierto. Era un blanco perfecto.
Al cruzar la séptima esquina allí estaban. Los de la superficie. Con sus pieles quemadas color bronce y sus ojos vidriosos.
Uno de ellos se me acercó.

- ¿Dónde vas? ¿Quieres que te lleve? -
- ¿Cuánto me va a costar? -
- ¿Cuánto tienes? -

Iba montado sobre una bici. Podría llevarme a la casa de mis abuelos en un periquete y allí estaría a salvo hasta que los malditos locos de la reina se inmolaran.

- No tengo nada -
- Aquí te quedas... -

Antes de que pudiera marcharse llegaron más y pude ver entre ellos a una niña pequeña vestida de rosa.

- Tengo caramelos... para la niña... quizá le gusten -

Él me miró con desconfianza. Dudó un momento, como si debatiera consigo mismo para decirme:

- Mira ella está enferma... no necesitamos... -
-¡Espera!- recordé el dinero que había sacado de las cabinas, no eran más que unas monedas, pero a día de hoy cualquier cosa valía para hacer trueques - tengo... unas cinco o seis monedas -
- Me sirve -

-Llévame a Pío XII-
-Sube-

Dejé atrás la boca de metro y las calles blancas para acabar en medio de una urbe ahora desconocida.
Le dije una dirección aproximada e hice el resto del camino corriendo, huyendo de los asesinos rayos del sol.
Llegué a una casa oscura con las paredes desconchadas desde la cual iba a organizar un nuevo golpe contra el sistema.