domingo, 3 de julio de 2011

Infiel

Una suite gigantesca. Con la ropa de cama en color marfil brillante y ribetes dorados.
Todo lo que una novia puede soñar cuando se casa. Una luna de miel con color miel.
No éramos un par de ricachones, ni mucho menos, mi marido era un hombre trabajador de clase media y había llegado a un trato con los del hotel: a cambio de hacer algunos trabajos administrativos para ellos, nos dejaban la suite algo más... digamos... a un precio a medida.
Así que durante la mitad de la mañana tenía que prescindir de su compañía y pasar yo sola la velada en el hotel. Por suerte era un hotel enorme, con todos los lujos y una enorme y cristalina piscina rodeada de hierba y tumbonas.
Bajé a la piscina temprano, cuando aun no había nadie y me hice un par de largos para despejarme la cabeza. Debería ser feliz, pero simplemente estaba conforme y no quería seguir pensando en eso.
No quería pensar.
Algo rozó mi hombro y me sobresalté.
Al girarme vi a un chico que tendría un par de años más que yo. Me había casado joven, era cierto, pero me sentía ya madura desde hacía muchos años. Sin embargo... aquel chico era como un grito. Como un arrebato adolescente.
Me pidió perdón con una sonrisa, le dije que no pasaba nada y le esquivé. Me marché de la piscina casi corriendo.
Él vino detrás de mí y me tocó la espalda suavemente, con toda la mano y mi espalda de sacudió como un látigo.
Me giré y no me dijo nada, sólo sonrió. Seguro que había notado el chasquido entre sus dedos.
Dije que me tenía que ir y escapé corriendo escaleras arriba y acabé en la suite como una niña que sueña despierta con la cabeza hundida en la almohada.
No me dio ni tiempo a pensar qué estaba pasando, cuando al salir de la suite me lo volví a encontrar, de frente, como si me estuviera esperando.
Intenté zafarme y me cogió, me sujetó dulcemente por los codos y en vez de ofenderme, sonreí.
Empezamos a hablar sobre quiénes decíamos ser. Sobre qué nos gustaría hacer. Sobre ese momento.
Sentía tan intimidad con aquel desconocido que me parecía estar haciendo algo profundamente malo.
Salimos de nuevo a la piscina e intentó cogerme de la mano, despacio, colar sus dedos entre los míos, pero vi de lejos a mi marido llegar y le solté.
Le vio.
Y sonrió también.
Pasamos los días siguientes escabulléndonos del mundo, escondiéndonos en habitaciones vacías y metiéndonos bajo las mesas.
No hacíamos nada malo, ni siquiera llegamos a besarnos y, sin embargo, tenía la sensación de que sólo estar con él haciendo travesuras estaba cambiando mi vida.
Cuando llegó la hora de marcharme y vi a mi marido llegar y saludarnos a ambos, creyendo que era un amigo mío e intentando ser cortés. Me di cuenta de que el hombre con el que estaba casada era un desconocido y carne de cañón de una infidelidad más que anunciada.
Lo sentí por él, pero no hice nada.

viernes, 29 de abril de 2011

El submundo

Hacía ya décadas que la tierra estaba devastada. El Sol era cada vez más cruel y la civilización había decidido subsistir bajo tierra.
Los túneles del metro eran como enormes galerías de hormigas llenas de gente sucia y vestida con colores chillones.
Yo seguía estando cerca de la casa que fue de mis abuelos, para poder ir allí de vez en cuando a descansar del murmullo del submundo bajo suelo.
Habíamos conseguido hacer un buen reparto de poder y jerarquía y vivíamos en una tensa paz. A veces había revueltas por los escasos recursos o por objetos que se encontraban en los túneles y que todo el mundo quería poseer. Pero nos entendíamos.
Sin embargo, en los últimos meses habían llegado forasteros. No sé de qué parte del mundo vendrían, pero no eran de los nuestros, eso seguro.
Promulgaban una extraña fe, basada en la idea de un complejo más parecido al mundo de los insectos. No sólo querían vivir en galerías sino que querían vivir como lo hacían los insectos en las galerías.
Querían una reina.
Querían una mujer fértil que se dejara inseminar por todos para que sólo los más fuertes nacieran.
A todos nos pareció una locura, pero la idea de sexo gratis sin importar quien fueras se extendió como un reguero de pólvora por el inframundo.
Ninguna mujer parecía estar de acuerdo con eso, pero siempre hay alguna ninfómana con complejo de reina de Inglaterra que quiere notoriedad al precio que sea.
Se hicieron fuertes.
Con su reina entre sus manos se hicieron muy fuertes.
Era como una secta.
Los que estábamos en contra de aquella locura empezamos a ser perseguidos. Muchos cogieron sus cosas y se propusieron largarse de allí a saber hasta dónde para huir de ese "nuevo gobierno".
Yo decidí esperar y, sin saber cómo, acabé uniéndome a la resistencia. Éramos como ratas, como malditas ratas callejeras. Con pintas andrajosas y oscuras para no ser vistos por los corredores.
Un día, mientras intentábamos captar a más gente, todas las luces de los túneles se encendieron a la vez y muchos de los nuestros fueron capturados.
Yo conseguí escapar, pero fue todo una mera ilusión, al cabo de un par de días me di con ellos, pero no me encontraron, yo les encontré.
Me senté junto a alguno de mis compañeros que estaban maniatados y me eché las manos a la espalda para fingir que estaba igual.
Pude ver el espectáculo más lamentable de mi existencia.
Allí estaba ella, sobre un carrito, la empujaba uno de aquellos locos.
Estaba tumbada, con una falda con miles de combinaciones que parecía un cancán, levantada hasta el cuello, sin ropa interior y con las piernas abiertas.
Maldita loca.
Para cuando empezaron su festín conseguí escaparme. Los demás estaban como colgados... drogados... ni idea, pero no conseguí hacer que se movieran ni un milímetro.
Encontré unas viejas cabinas donde quedaba algo de dinero, me lo guardé en el bolsillo e intenté salir a la superficie.
Todo estaba blanco, me cegaba, me hubiera quemado las córneas si no llevara la cara entera tintada de negro.
Corrí por calles sobreexpuestas bajo un sol abrasador.
Todo estaba desierto. Era un blanco perfecto.
Al cruzar la séptima esquina allí estaban. Los de la superficie. Con sus pieles quemadas color bronce y sus ojos vidriosos.
Uno de ellos se me acercó.

- ¿Dónde vas? ¿Quieres que te lleve? -
- ¿Cuánto me va a costar? -
- ¿Cuánto tienes? -

Iba montado sobre una bici. Podría llevarme a la casa de mis abuelos en un periquete y allí estaría a salvo hasta que los malditos locos de la reina se inmolaran.

- No tengo nada -
- Aquí te quedas... -

Antes de que pudiera marcharse llegaron más y pude ver entre ellos a una niña pequeña vestida de rosa.

- Tengo caramelos... para la niña... quizá le gusten -

Él me miró con desconfianza. Dudó un momento, como si debatiera consigo mismo para decirme:

- Mira ella está enferma... no necesitamos... -
-¡Espera!- recordé el dinero que había sacado de las cabinas, no eran más que unas monedas, pero a día de hoy cualquier cosa valía para hacer trueques - tengo... unas cinco o seis monedas -
- Me sirve -

-Llévame a Pío XII-
-Sube-

Dejé atrás la boca de metro y las calles blancas para acabar en medio de una urbe ahora desconocida.
Le dije una dirección aproximada e hice el resto del camino corriendo, huyendo de los asesinos rayos del sol.
Llegué a una casa oscura con las paredes desconchadas desde la cual iba a organizar un nuevo golpe contra el sistema.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Sensación entre pieles

Me desperté aquella mañana presa de una especie de entumecimiento. Sabía donde estaba, pero no podía encontrarme en aquella mañana maldita, en aquella cama familiar, pero incómoda.
Él estaba allí conmigo, como siempre últimamente, apurando los últimos rastros de sueño y preparándose para un nuevo día de rutina.
Recuerdo vagamente cuando le conocí. Aunque ahora me pasaba la vida a su lado, nada en él era demasiado impactante, nada era un recuerdo grabado a fuego en la memoria. Fue algo absurdo, como encontrarte a alguien en el metro y por pura casualidad ver su nombre grabado en su maleta.
Si no volviese a verle no me movería ni un sólo pelo.
Me giré, le miré a la cara, y de repente me di asco. Él me dio asco. Todo aquello me pareció horrible.
Él es un hombre de mediana edad con el pelo ya cano. Yo no cuento más de veintipocos años.
Su cuerpo marchito, que retiene más de lo que tiene, su piel que empieza a arrugarse y sus ojos que ya no brillan como antes me dan escalofríos. Y no de los buenos.
Abrió los ojos y vio que le estaba mirando, más que mirarle le analizaba. Se escurrió lentamente hasta ponerse detrás de mí y me abrazó con suma dulzura.
No era desagradable.
Ese era el problema.
Estaba comerciando con la sensación que me producía tener un cuerpo caliente y que respiraba a mi lado cada noche, pero cuando le sentía en mi espalda pensaba en cualquiera menos en él. No era capaz de mirarle a la cara y seguir ahí.
Su voz era anónima, podría ser de cualquiera, de cualquier muchacho que acabase de salir de la pubertad o de cualquier joven emprendedor.
Mi mente vagaba aquí y allá buscando alguien a quien darle ese momento y que no fuese él.
Pero sabe más el diablo por viejo que por diablo.
No hicieron falta más de treinta segundos para que se apartase de mí sintiéndose repudiado.
A él tampoco le gustaba esto. Yo podría ser su hija. La hija que nunca tuvo, pero su hija al fin y al cabo.
No sé cuántas veces nos sentimos así y cuántas veces nos dio igual, pero esa mañana.... esa mañana fue el punto y final de una historia que nunca debió comenzar.
Aun así siento haberme comportado de esa forma. Olvidando que tuvo un nombre y una fecha y un rostro definido. Ya sólo recuerdo el calor de su cuerpo en mi espalda. El calor anónimo, indiferenciado, la vida de cualquier ser vivo.
No queda más de él en mi memoria.
Un vago recuerdo.
Como todos somos cuando alguien necesita más una sensación que a una persona.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Si no lo veo, no es ilegal

Tenía sospechas de que fueras tú.

Era un asunto feo ¿Sabes? De esos en los que no me extrañaría que estuvieras inmerso.

Me habían dicho que el sábado, al salir del metro, alguien había incomodado a una chica con preguntas. Fue una interrupción de la vida diaria sin sentido, al menos a ella el tumulto de la ciudad se le paró de repente.

Sé que no fueron tus labios los que se movieron, pero tenía serias dudas sobre si estabas implicado.

Hablé con ella que, quitándole importancia ahora que todo había pasado y que lo miraba desde la comodidad de su casa, le quitaba la importancia que sí tenía.

Me dijo que quien le preguntó iba con un chico con la cabeza rapada, vestido de negro y con tatuajes.

En ese momento tuve que descartarte, porque tu piel sigue tan inmaculada como la pronta adolescencia que sólo delata tu DNI. Pero según fui descubriendo, indagando y descartando a otros, poco a poco todo te iba señalando a ti.

Llevaba ya algunos meses sin verte, pero los animales de costumbres siempre se mantienen en las mismas rutinas y así supe cómo buscarte.

En el local.

El local que antes fue un bar de barrio, de esos de toda la vida y ahora había quedado para amontonar muebles recogidos de la calle y los cristales medio tapados con papeles de periódico pegados.

Había estado allí alguna vez contigo y con amigos. Amigos, si es que así se podían llamar. Esos que están contigo por aproximación geográfica y quizá coincidencias puntuales que hacen que el paso del tiempo le ponga fecha de caducidad.

Era de noche y vi de lejos el cartel medio roto del bar, al que se le estaba desprendiendo el neón de abajo, mientras parecía agonizar esa luz azul tan peculiar. Y vi una sombra alta, un chico fuerte, parado en la acera de en frente del local, sumido en sus pensamientos y, a ratos concentrado en lo que veía y a ratos totalmente distraído con las musarañas.

Cuando estuve lo suficientemente cerca pude darme cuenta de que era Ángel.

Ángel era ese chico de barrio al que todo el mundo conoce de oídas o de vista. Clásico chico problemático que tiene un buen fondo pero ha tenido una vida dura para su corta edad. Aunque este era algo mayor que tú y ya había pasado la veintena seguía atrapado en un bucle de indecisión y rebeldía que no le permitía seguir con una vida de adulto plena y responsable, pero ¿Quién podía juzgarle? ¿Quién hubiera querido estar en su situación? Nadie.

Cuando estuve a su lado casi tuve que darle una palmada en la nuca para que me prestase algo de atención.


  • Oye ¿Qué está pasando ahí dentro? -
  • Míralo tú misma -


La mayor parte del papel que cubía la cristalera central estaba arrancado y pude verte dentro hablando animadamente con un par de tíos de mediana edad a los que no reconocí.


  • ¿Quiénes son? -
  • No tengo ni la más remota idea, tía -
  • Y... ¿Qué haces aquí contemplando la escena sin hacer nada? Vamos, si puede saberse.. -
  • He llegado hace un rato, pero viendo el percal paso de entrar, no sé quienes son esos tíos pero no me gustan ni un pelo -
  • ¿Vas a dejarle ahí dentro aunque no te gusten? -
  • Es mayorcito ¿No? -
  • Sí... pero aun así -
  • Oye mira no es responsabilidad mía ¿Vale? Si veo que la cosa se pone fea, entro a ver que se cuece, pero mientras tanto paso, igual son trapicheos suyos... yo que sé -


Parecía que le daba igual, pero no.

Estaba intentando mantener ese rasgo de tipo duro y desinteresado que tanto quieren imitar los chavales. Los chavales como tú.

Me fijé más detenidamente en la escena y pude ver cómo un tatuaje asomaba bajo la manga de tu brazo izquierdo.

¡Lo sabía!

Estaba recién hecho... se notaba porque aun daba la impresión de estar algo hinchado. Sólo pude ver una especie de “L” tumbada y el fondo azul, pero tenía más que claro qué significaba esa pieza del puzzle.


  • Oye ¿Desde cuando... ? -
  • Dos semanas -


Entonces los dos hombres se juntaron hombro con hombro y ya no pude ver qué pasaba.


  • Entra -
  • ¿Qué dices? Paso -
  • No podemos ver que pasa dentro, entra, igual la cosa se está poniendo fea -
  • Joder... -


Pareció indeciso por un momento y tuve que agarrarle por los hombros y zarandearle.


  • ¿Quieres hacer el maldito favor de entrar? -


No fue necesario.

Los hombres salieron y se marcharon a paso rápido por la acera antes siquiera de que pudiera darme la vuelta.

Para cuando quise reaccionar ya estabas allí. A mi lado. Sangrando por la oreja y la boca, sin camiseta y con los ojos fuera de las órbitas.

  • ¡Estáis aquí! Joder, menos mal -
  • ¿Qué te ha pasado? -
  • Es... difícil de explicar... Ángel, son éstos, son los amigos de mi viejo -


Yo no entendía nada, pero Ángel pareció saber a qué se refería.

Hubo miradas nerviosas. Muy nerviosas.

Te giraste hacia mí y me empujaste varios metros en la calle. Sin violencia, sólo querías que tuviéramos un momento a solas.

Cuando torcimos hacia la bocacalle te tiraste a mis brazos.


  • Ayúdame... ayúdame joder -
  • ¿Qué quieres que haga yo? -
  • No... no quiero que me vuelvan a hacer daño -
  • Pero ¿Qué cojones ha pasado? Más te vale contármelo ya o no pienso seguir ni siquiera escuchándote, se me están poniendo los pelos de punta -
  • No quiero volver a la cárcel -
  • Pero ¿Qué cárcel? Si tienes dieciséis años -
  • Joder... ya sabes... los internados, los reformatorios... no quiero volver -
  • Y si se puede saber ¿Qué es lo que puedo hacer yo? -
  • Ellos me... me... me chantajean, digámoslo así, me vieron haciendo... algo que no debía y ahora me tienen de chico de los recados o testificarán en mi contra -
  • Pfff.... -
  • Di que estabas conmigo -
  • ¿Qué? Debes estar de broma -
  • No -
  • Por favor... por favor... di que estábamos juntos, que yo no estaba allí. Si sigo obedeciéndoles y tú testificas a mi favor cuando acabe el juicio seré libre -


Libre.

La palabra rebotaba de un lado a otro dentro de mi cabeza.

Tenía tu enorme espalda de quinceañero fuera de tiempo entre mis brazos.

Levantaste la cara suplicante y tus lágrimas de rabia se mezclaban con la sangre de tu boca a la altura de la barbilla. Ante un gesto tan desesperado no quedaba nada que hacer salvo aceptar... salvo rendirse.

Ni siquiera te pregunté si fuiste tú aquel chico misterioso del que me hablaron.

Ni siquiera te pregunté qué se supone que habías hecho para acabar así. Ni siquiera me pregunté si lo habrías hecho.

Agaché la cabeza para recibir el peso de la justicia divina ahora como cómplice apoyada en la ignorancia y la confianza.

Perdóname padre, porque he pecado. No sé hasta dónde, pero he pecado.


martes, 4 de mayo de 2010

El demonio y el cascabel

Todos decían que estaba loca. Loca. Como una auténtica regadera.
Era una mujer de unos cuarenta y tantos aficionada al macramé y con mucho tiempo libre.
Desde hacía unos años contaba a todos historias raras sobre ciertas figuras que veía rondar entre nosotros. Decía ver al demonio correteando calle arriba y calle abajo. También decía que era una criatura adorable, que no entendía por qué tenía tan mala fama.
Aquella tarde me quedé a tomar una taza de té con ella. Pese a todo lo que decían sobre los cantos de pájaros que había dentro de su cabeza, a mí me parecía una mujer muy entretenida y muy agradable. Aquello sólo lo haría para llamar la atención. Desde que su marido murió y sus hijos se independizaron pasaba horas y horas metida en su casa sola, viendo la televisión y haciendo sus labores.
Normal que contase todo aquello.
Yo también estaría harta de mi rutina.

Me senté en un sofá grande de piel marrón, muy cómodo. Había una mesita de mármol y madera en medio del salón, una mesita de té. Ella me sirvió unas pastas y me dejó sola cuando la tetera comenzó a pitar.
Yo estaba cansada, me había levantado tarde esa mañana para hacer unos recados y me recosté en ese sofá tan cómodo.
Ella llegó y sonrió.

- ¿Estás cansada? -
- Un poco -
- Vaya... oye ¿Te he hablado alguna vez del demonio? -
- Sí, pero... cuéntamelo otra vez ¿Cómo es? -
- Tiene un aspecto muy gracioso, siempre lleva un cascabel -

Bostecé dulcemente y sonreí.

- ¿Un cascabel? -
- Sí, es plateado y casi tan grande como él, no sé como se las apaña para llevarlo siempre consigo y poder correr tan rápido como lo hace -
- ¿Le ves correr? -
- Casi siempre está corriendo - miró a la mesita - pero ahora está sentado ahí, en la esquina de la mesa -
- ¿Está aquí? ¿Tan cerca? -
- Sí, es adorable -

Miré a la mesa y no vi nada.

- Échate un rato si quieres, no tengas miedo -

Apoyé la cabeza en el reposa brazos del sofá y volví a mirar la esquina de la mesa. Vi humo, un poco de humo gris oscuro, aunque nadie estaba fumando. Entorné un poco los ojos y empecé a ver una figura... una figura transparente, pequeña, del tamaño de un ratón, sentada en cuclillas en la esquina de la mesa sujetando algo redondo.
Lo achaqué al sueño.
Cerré los ojos...
... noté como un centenar de grandes cascabeles caían sobre mi espalda. Redondos... ligeros... sonando.

Maldición.

Oía a la mujer reir y repetir una y otra vez "Sabía que tú me entenderías, lo sabía, tú también le ves".
Yo no me atrevía a abrir los ojos y darme cuenta de que había perdido la cabeza por completo. Sabía lo peligrosas que eran las alucinaciones. Era un viaje sin retorno al mundo de la locura. Medicaciones diarias. Médicos y médicos. Pesadillas. Paranoia.

Maldición.

Lentamente abrí los ojos y miré la esquina de la mesa. Nada. No había nada. Pero entonces vi algo subiendo al sofá.
Era un osito de peluche. Un osito, pequeño, muy pequeño, con un gran cascabel de cristal entre las manos. Tenía los ojos negros, vacíos. Parecían dos grandes pozos, era lo menos real de todo aquello. Esos agujeros negros eran imposibles.
Me entró el pánico.

- Tenemos que ir al hospital -
- ¿Por qué? -
- ¿Es que no lo ves? ¡Tenemos alucinaciones! Esto es grave... es MUY grave -

Cuando me escuchó, cuando vio mi cara infectada por el miedo pareció entender que nada de esto era tan gracioso como ella pensó en un principio. Quizá el no fuera tan malo... pero verle era muy malo, muy muy malo.
Me puse en pie y me dirigí corriendo hacia la puerta.
En un principio ella se mantuvo quieta en mitad del salón sin saber bien a donde ir. Sin saber si acaso debía ir a algún sitio... el demonio nunca la había hecho daño y todo esto le hacía sentir un poco desagradecida. Pero al final cedió.
Cuando estábamos en la puerta a punto de salir, el pequeño osito salió corriendo hacia nosotras, como si quisiera acompañarnos.
Su cascabel sonaba.
Abrí la puerta justo antes de que se pusiera a andar por la pared y saltara sobre el pomo.
Cuando llegamos al ascensor consiguió colarse y allí, en aquel pequeño espacio, conseguí atraparle.
Le cogí con dos dedos, como si diera un pellizco y con la otra mano le arranqué la cabeza. Justo en ese momento dejó de moverse y supe que había matado al demonio, había matado a mi alucinación, estaba curada.
Salí del ascensor con el osito entre los dedos y lo tiré a la basura. Ambas nos fuimos juntas a dar un paseo y tomar un helado.





"Un vecino asegura haber visto a dos mujeres metidas en el ascensor, una de ellas, con los dedos pegados a la pared del ascensor como si sujetase algo gritaba ¡Acabaré contigo! Mientras la otra sollozaba 'NO, no lo hagas... no lo hagas, por favor' Ambas estaban desaliñadas y tenían las manos desnudas.... Al parecer esta escena se repite cada martes desde hace más de un mes"

lunes, 26 de abril de 2010

Los lobos hablan

Me desperté sola en una gran habitación diáfana. Me noté algo floja, tanteé mi cuerpo. Todo parecía estar en órden, sólo estaba algo aturdida, despistada... ¿Dónde estaba?.
Parecía una gran cabaña. Antigua, muy antigua, las grandes vigas de las paredes estaban algo raídas y había telas de araña y aquí y allá. Parecía llevar mucho tiempo sin estar habitada.
Intenté levantarme, pero preferí ponerme antes de rodillas, no quería jugar con la suerte y acabar de nuevo en el suelo por un mareo inesperado. No recordaba nada. No sabía cómo había llegado a aquel lugar ni cuanto tiempo había estado allí.
Pasaron al menos un par de horas hasta que conseguí levantarme y dar una vuelta por el lugar.
Había una pequeña mesa frente a un sillón de piel viejo que tenía una pinta a la par cómoda y mugrienta.
Intenté levantar las persianas un poco más de lo que ya lo estaban, quería luz, luz de verdad, no esa tímida luminosidad de mañana muy temprana o tarde muy adelantada que se colaba por esas pequeñas rendijas de las ventanas. Pero parecían no bajar.
Abrí las ventanas e intenté bajarlas con las manos cuando escuché unos sonridos secos a mi espalda. Era como si algo estuviera arañando la madera de aquella cabaña. Seguramente serían ratones. No me daban miedo los ratones, pero prefería ver qué era, por si fuese un animal más grande que pudiera morderme y contagiarme algo.
Intenté enfocar cada rincón de la cabaña, al menos a grosso modo, pero en un primer momento no conseguí ver nada. Cuando fui a girar la cabeza noté como una gran sombra pasaba de un lado a otro de la pared que tenía justo en frente.
Me quedé pegada a la ventana, como si me hubieran puesto pegamento en la espalda y se hubiera secado antes de tiempo. Sentía que el miedo me paralizaba. No saber era algo que me producía mucha inquietud.
Respiré hondo y me separé de la ventana, me dirigí hacia el centro de la sala. Desde allí controlaría de la misma manera cada punto lejano de la cabaña.
Las sombras se multiplicaron. Eran como cinco o seis grandes bultos oscuros que se movían acompasadamente por la habitación, como en un baile de máscaras, con paso lento, casi era algo musical. Danza.
Un rayo de luz incidió claramente sobre uno de los bultos a medida que se movía y, durante un segundo, pude ver unos dientes afilados que sujetaban una lengua rosa y descolgada.
Lobos.
Eran lobos.
Lobos enormes y desconocidos ¿Cómo habían conseguido entrar si yo no había conseguido salir?
Eran lobos grises, de un gris muy oscuro, eran lobos que despedían humo por su pelaje, pero no era el clásico vaho del calor... no... era como si ellos mismos estuviesen ardiendo.
Una vez descubiertos cesó el baile.
Empezaron a acercarse a mí sin ninguna prisa, arrugando el hocico y enseñando unos dientes crudos y unas encías negras. Pero eso, eso ni siquiera me inquietaba. Lo realmente preocupante era el sonido... no emitían ningún sonido.
Parecían no respirar siquiera.
No había ladridos.
No gruñían.
No aullaban.
Pero se movían.
Entonces y como si estuvieran puestos colgados de hilos invisibles, vi aparecer unos rectángulos sobre cada uno de ellos, como si fuesen bocadillos de comic con palabras totalmente ininteligibles. Si era un idioma, yo no lo conocía.
Cada vez que uno de esos cuadrados desaparecía, alguno de los lobos daba un paso más hacia mí. Pero, a la vez, cada nuevo cuadrado blanco tenía una colocación de letras nueva y empezaba a poder ver palabras más o menos conocidas.
Ya... eran pocos los centímetros que me separaban de todas aquellas bestias silenciosas cuando pude ver claramente escrito un mensaje.

"Grita y todo esto desaparecerá"

Intenté gritar. Pero el sonido se ahogó en mi garganta.
El primer lobo se tiró contra mí. Y fue así, literalmente, se tiró contra mí. No fue a morderme. Me golpeó como hacen las cabras entre ellas. Me golpeó con la cabeza y el hocico en el muslo derecho.

"Grita y serás libre"

Lo intenté con tanta fuerza que hasta me dolió. Un leve silbido nació directamente de mis pulmones y salió a mi boca en forma de algo que no podía llamarse ni sollozo.
El segundo lobo se tiró contra mi estómago. Casi me doblega.

"¿Es que no puedes gritar?"

Esta vez, intenté respirar hondo y concentrarme. Esta vez tenía que conseguirlo. ¿Por qué me permitía creer que si gritaba todo eso desaparecería? ¿Cómo podía ser tan ingenua? Bueno... ¿Acaso podía hacer otra cosa?
Grité.
Creí que gritaba.
Un apagado "ahhhhh" me acarició los labios suavemente. Demasiado suavemente como para considerarse un grito.
Otro lobo se tiró contra mí, esta vez, contra mi pierna izquierda. Me dolía todo de tal manera que me quedé arrodillada frente al cuarto lobo. No sólo no había aullidos que oir si no que no había aliento que oler. Si no fuera porque les veía no podría asegurar que estuvieran vivos.

"Grita"

Rompí a llorar.
El cuarto lobo se tiró contra mi cara y me rompió la nariz.

"Adiós"

martes, 13 de abril de 2010

Confianza

Aquel día habíamos quedado, como ya era costumbre, para ir a dar un paseo por el parque del centro (sí, el del lago).
Llegué a tu casa a eso de las seis y media de la tarde pensando que ya habrías llegado y estarías merendando o tomándote un café.
Cuando llegué, abrí con la llave que tú mismo me diste, alegando que, ya iba siendo hora, de empezar a tener confianza el uno en el otro.
La casa estaba vacía. Oscura. Atravesé el salón y fui abriendo ventanas y levantando persianas allí donde iba para dejar que la luz del sol iluminase aquel sitio tan gris y tan triste. No te vi. No me preocupé porque conozco tu sentido desinteresado y despreocupado de vivir, así que, para esperarte, me fui a la cocina a prepararme un pequeño tentempié.
El tiempo iba pasando y tú seguías sin aparecer... pensé que quizá aun estarías en el trabajo y me dispuse a ir a buscarte y darte una sorpresa.
Cuando me marchaba tropecé con algo. Miré hacia el suelo y vi un gran bulto negro. Cuando giraste la cabeza me sobresalté.

- ¿Qué haces ahí? -
- Esperaba que no me vieras... -
- ¿Por qué? -

Ante mi pregunta tu rostro cambió. Empezó a retorcerse y arrugarse como lo hace el morro de un lobo enfadado.

- ¿Qué te piensas eh? Eres como todas ¡Todas! Todas os pensáis que tengo que estar siempre ahí para cuando os dé la gana ¡Pues no! Estoy más que harto de... -
- Basta. Me voy -
- ¿Qué? No... espera... -

Mientras intentabas sujetarme por el brazo cogí mis cosas y me dirigí hacia la puerta. Tuve que pegar un par de tirones para soltarme de ti. Cuando ya estaba casi en la puerta, tu tirón fue más fuerte, tan fuerte que me diste la vuelta por completo.

- ¿Dónde vas? -
- ¿Cómo que donde voy? ¿Te crees que me voy a quedar aquí escuchando como me gritas? Te recuerdo, que hoy habíamos quedado. Tú me pediste que viniera. Si tan hecho mierda estabas, no habérmelo dicho, o haberme avisado. Me estás haciendo sentir una acosadora y yo... yo no voy detrás de nadie -
- Espera -
- ¿Qué narices quieres? -
- Lo siento -
- Me da igual que lo sientas, me voy -

Salí del portal y me confundí entre la gente, todo estaba lleno de personas que subían y bajaba por la inmensa avenida a toda velocidad. Volviste a cogerme, pero me solté y seguí bajando y bajando hacia el parque.
De vez en cuando me giraba para ver si habías vuelto a salir, en el fondo no deseaba otra cosa que consiguieras pararme, arregláramos todo y pudiéramos volver a casa a ver cualquier programa basura y echar la tarde abrazados en el sofá. Pero no podía consentir algo así, no podía consentir que me gritaras cuando te viniera en gana. No tenías derecho.
Me giré una última vez antes de llegar al cruce, pero no estabas.
No estabas allí, estabas justo en frente de mí.

- Venga, tonta... no te enfades... vámonos a casa -
- No -

Ese "no" salió de lo más profundo de mi alma.
Ese "no" fue la respuesta a una nueva faceta tuya que, ahora ya, es demasiado tarde para olvidar.
Ya no eras ese gran perro protector que siempre me acompañaba, no eras ese gran lobo estepario aullando a la luna... no... eras una especie de felino tramando algo. Tu cara era ahora más ancha y más chata, enseñando unos colmillos afilados y un arrullo ronroneante y dulzón que nada entendía de sentimientos nobles.

- No voy a casa contigo, tú quieres que vayamos y matarme allí -

Apoyé la mano en tu pecho para ver si tu corazón se aceleraba ante tamaña declaración, pero no fue así, sonreíste y dijiste:

"vaya tontería"

Y una chispita carmín te brilló en los ojos.
La mecha acababa de encenderse y yo me marché justo antes de que explotaras.