martes, 4 de mayo de 2010

El demonio y el cascabel

Todos decían que estaba loca. Loca. Como una auténtica regadera.
Era una mujer de unos cuarenta y tantos aficionada al macramé y con mucho tiempo libre.
Desde hacía unos años contaba a todos historias raras sobre ciertas figuras que veía rondar entre nosotros. Decía ver al demonio correteando calle arriba y calle abajo. También decía que era una criatura adorable, que no entendía por qué tenía tan mala fama.
Aquella tarde me quedé a tomar una taza de té con ella. Pese a todo lo que decían sobre los cantos de pájaros que había dentro de su cabeza, a mí me parecía una mujer muy entretenida y muy agradable. Aquello sólo lo haría para llamar la atención. Desde que su marido murió y sus hijos se independizaron pasaba horas y horas metida en su casa sola, viendo la televisión y haciendo sus labores.
Normal que contase todo aquello.
Yo también estaría harta de mi rutina.

Me senté en un sofá grande de piel marrón, muy cómodo. Había una mesita de mármol y madera en medio del salón, una mesita de té. Ella me sirvió unas pastas y me dejó sola cuando la tetera comenzó a pitar.
Yo estaba cansada, me había levantado tarde esa mañana para hacer unos recados y me recosté en ese sofá tan cómodo.
Ella llegó y sonrió.

- ¿Estás cansada? -
- Un poco -
- Vaya... oye ¿Te he hablado alguna vez del demonio? -
- Sí, pero... cuéntamelo otra vez ¿Cómo es? -
- Tiene un aspecto muy gracioso, siempre lleva un cascabel -

Bostecé dulcemente y sonreí.

- ¿Un cascabel? -
- Sí, es plateado y casi tan grande como él, no sé como se las apaña para llevarlo siempre consigo y poder correr tan rápido como lo hace -
- ¿Le ves correr? -
- Casi siempre está corriendo - miró a la mesita - pero ahora está sentado ahí, en la esquina de la mesa -
- ¿Está aquí? ¿Tan cerca? -
- Sí, es adorable -

Miré a la mesa y no vi nada.

- Échate un rato si quieres, no tengas miedo -

Apoyé la cabeza en el reposa brazos del sofá y volví a mirar la esquina de la mesa. Vi humo, un poco de humo gris oscuro, aunque nadie estaba fumando. Entorné un poco los ojos y empecé a ver una figura... una figura transparente, pequeña, del tamaño de un ratón, sentada en cuclillas en la esquina de la mesa sujetando algo redondo.
Lo achaqué al sueño.
Cerré los ojos...
... noté como un centenar de grandes cascabeles caían sobre mi espalda. Redondos... ligeros... sonando.

Maldición.

Oía a la mujer reir y repetir una y otra vez "Sabía que tú me entenderías, lo sabía, tú también le ves".
Yo no me atrevía a abrir los ojos y darme cuenta de que había perdido la cabeza por completo. Sabía lo peligrosas que eran las alucinaciones. Era un viaje sin retorno al mundo de la locura. Medicaciones diarias. Médicos y médicos. Pesadillas. Paranoia.

Maldición.

Lentamente abrí los ojos y miré la esquina de la mesa. Nada. No había nada. Pero entonces vi algo subiendo al sofá.
Era un osito de peluche. Un osito, pequeño, muy pequeño, con un gran cascabel de cristal entre las manos. Tenía los ojos negros, vacíos. Parecían dos grandes pozos, era lo menos real de todo aquello. Esos agujeros negros eran imposibles.
Me entró el pánico.

- Tenemos que ir al hospital -
- ¿Por qué? -
- ¿Es que no lo ves? ¡Tenemos alucinaciones! Esto es grave... es MUY grave -

Cuando me escuchó, cuando vio mi cara infectada por el miedo pareció entender que nada de esto era tan gracioso como ella pensó en un principio. Quizá el no fuera tan malo... pero verle era muy malo, muy muy malo.
Me puse en pie y me dirigí corriendo hacia la puerta.
En un principio ella se mantuvo quieta en mitad del salón sin saber bien a donde ir. Sin saber si acaso debía ir a algún sitio... el demonio nunca la había hecho daño y todo esto le hacía sentir un poco desagradecida. Pero al final cedió.
Cuando estábamos en la puerta a punto de salir, el pequeño osito salió corriendo hacia nosotras, como si quisiera acompañarnos.
Su cascabel sonaba.
Abrí la puerta justo antes de que se pusiera a andar por la pared y saltara sobre el pomo.
Cuando llegamos al ascensor consiguió colarse y allí, en aquel pequeño espacio, conseguí atraparle.
Le cogí con dos dedos, como si diera un pellizco y con la otra mano le arranqué la cabeza. Justo en ese momento dejó de moverse y supe que había matado al demonio, había matado a mi alucinación, estaba curada.
Salí del ascensor con el osito entre los dedos y lo tiré a la basura. Ambas nos fuimos juntas a dar un paseo y tomar un helado.





"Un vecino asegura haber visto a dos mujeres metidas en el ascensor, una de ellas, con los dedos pegados a la pared del ascensor como si sujetase algo gritaba ¡Acabaré contigo! Mientras la otra sollozaba 'NO, no lo hagas... no lo hagas, por favor' Ambas estaban desaliñadas y tenían las manos desnudas.... Al parecer esta escena se repite cada martes desde hace más de un mes"