jueves, 4 de junio de 2009

Ilusa

Estaba en el norte de España, en un pueblecito. Realmente una pequeña aldea, no tendría más de una veintena de habitantes.
Dormía en una vieja casa que estaba restaurando, tenía una enorme cama en la que, además, dormía con mis perros, para protegerme, aunque me permitía el lujo de tener la puerta abierta.
Hacía un maravilloso día de verano templado.
Me desperté, escuché a los niños gritar:

- Espera Cristian, espéranos -

Mientras corrían detrás de su primo mayor al que hacía tanto tiempo que no veían.
Acaricié a mi perro que venía a darme los buenos días y entonces me fijé en él.
Alguien se había metido en mi casa.
Era un hombre que no llegaría a la treintena, delgado, enjuto, con pinta de tener o haber tenido problemas con las drogas. Llevaba un pantalón negro, sucio y una camiseta interior blanca. Gafas de sol.
Hablaba por teléfono sobre vender algo. Miré sus manos y vi como estaba acariciando unos gigantescos gusanos que había en el suelo cerca de él.

¡Estaba haciendo tratos para venderlos! Y por una millonada..

Me quedé un rato quieta mirando a esos bichos gordos revolviéndose en el suelo, pensando en qué tendrían de especial.
Fue entonces cuando levantó la vista y se dio cuenta de que ya me había despertado.
No fue un cruce de miradas amistoso.

En ese momento entró una pareja de hombres, de mediana edad, vestidos de traje y con el pelo engominado, el chaval se puso muy muy nervioso.
Hablaron en un tono lo bastante bajo para no oirlo pero sí suficiente para saber que algo no iba bien.
Yo miraba la escena como si fuera una película. Atónita. Apoyada en la pared del fondo de la casa.
Recordé que tenía una pequeña pistola para ahuyentar a los animales salvajes en caso de que entrasen por la noche. La miré de reojo mientras ellos hablaban, pensando en cómo llegar a cogerla.

Algo pasó.

Para cuando quise darme cuenta estaban apuntando al chaval con un par de armas.
Hubo un forcejeo, un arma cayó al suelo y la cogí como por inercia. Supervivencia.
Por esa misma supervivencia les disparé, pero las malditas balas parecían fundirse en el aire y no llegar nunca.

- Son armas trucadas - dijo uno, sin mantener la seriedad, me miraba con lástima. Había cometido un terrible error.
El chico se revolvió y le quitó el arma al otro hombre.
Hizo la misma estupidez que yo.

Mientras ambos disparábamos balas fantasma una y otra vez presos de la desesperación. Entró un hombre orondo y de espalda ancha, casi no cabía por la puerta.
Me tiré a sus brazos y, sin pensarlo, le dije - "ayúdeme padrino" -

Los hombres se acercaron y entre tartamudeos les dije que yo tenía una pistola de verdad, que podía acabar con ese chico si tanto les molestaba, pero que por dios me dejasen con vida y se marcharan de mi casa.

El padrino me sostuvo entre sus brazos, pensé que a modo de consuelo, pero entonces oí que uno de los hombres le decía al otro "a esta distancia sí funcionará"


Lo último que vi fue la circunferencia del cañón de un revólver plateado apuntando directamente a mi frente y, antes de morir, sólo se me ocurrió decir una cosa.

- Esa no es mi pistola -

3 comentarios:

Isi G. dijo...

Vaya cosas más raras escribes, Nanah.

Besotes^^

Hellion dijo...

cada uno de nosotros es iluso en cierta medida , saludoss.

Sphynx Red dijo...

Eso te pasa por haber dejado los gusanitos por risketos...

Acabo de caer en que yo tengo la misma falda blanca de la foto de inicio. Que te sientas y a los dos segundos está hecha un churullo.