viernes, 27 de marzo de 2009

Entre serpientes

Avanzaba por un desierto atérmico en el que mis pies rozaban una arena que debía ser incandescente y era neutra.
A cada paso tenía que esquivar aquí o allá decenas de pequeñas culebrillas de colores chillones, rojos, azulones, como si fueran de alguna especie autóctona y exótica.
Yo llevaba colgada mi cámara, por si alguno de esos ejemplares se dejaba retratar y tener así una "cara" nueva en mi colección.
Cogí una de ellas, no mediría más de diez centímetros y era de un fucsia intenso, estaba entrelazada con otra azulona en un peligroso baile, tan peligroso, que a punto estuvo de llevarse un trozo de mi dedo índice.
Conseguí una foto más o menos decente de la escena y proseguí.
Tras horas caminando, me sobrecogió una extraña escena, se abrían unas planicies a un lado y a otro de mi camino. Eran llanas y negras, como de ébano, como suelo de caoba... y algo así debían ser, porque sobre ellas reposaba una cuidada mesa de marfil y cristal y un par de sofás bien grandes de cuero negro.
Salí de mi ruta dispuesta a descansar unos minutos sobre aquellos cómodos sofás, arriesgándome a que no fuesen más que espejismos y, para mi sorpresa, la fantasía continuó una vez estuve allí sentada.
El camino de arena desértica que seguía, se convirtió en una larga alfombra de rizo, en la que las culebras seguían retorciéndose como disfrutando al tacto.
Mientras las observaba, pude ver como dos de ellas se acercaban y, entre oscilantes e hipnóticos vaivenes fueron subiendo a la mesa y quedaron enrolladas sobre sí mismas, con la cabeza erguida, en aquella elegante mesa de cristal.
Sujeté con fuerza mi cámara e intenté acercarme lo más posible. Parecían tan dóciles y estáticas, que me confié demasiado.
Me acerqué a la que estaba más a la derecha. No era de colores chillones como las otras, se debatía en una gama de marrones y crudos.
Cuando la cámara ya estuvo enfocada, tuve el atrevimiento de acercarme un poco más, quería sacar hasta la sombra que proyectaban sus escamas, mas, en ese momento, vi, desde el visor de mi cámara, como abría lentamente sus fauces, dispuesta a atacar.
Supe que si lo hacía, no me daría tiempo a retirarme.
Mi sorpresa llegó cuando ella cerró la boca y se marchó, dejándome echar la foto.
Aun así tuve consciencia de mi peligroso atrevimiento y sé que hoy no volvería a repetir aquello por nada del mundo. Principalmente, por dos motivos. Por el desconocimiento total de qué hubiera podido hacerme aquel reptil y porque no creo que tenga la suerte o desgracia de encontrar de nuevo la forma de llegar a aquel lugar.
Ni siquiera sé como volví.
Ni como llegué entera.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

deberías habilitar un email , para los que queremos envíarte nuestros propios relatos , saludoss , como siempre no me pierdo ningún relato tuyo.

Southmac dijo...

Aficiones peligrosas. Especialmente intenso el momento en que la bicha decide no atacarte, quizá por fascinación, quizá por respeto ;)