viernes, 21 de agosto de 2009

Compartiendo el mismo suspiro

Por una vez estábamos los tres allí, juntos, tumbados sobre ese sofá.
Esto no quiere decir que antes el mundo no nos hubiese visto compartir espacio tiempo, si no que nunca lo habíamos compartido así.
La habitación estaba oscura, pero cálida. Yo estaba tumbada con los ojos clavados en el techo y un hombre en cada costado.
Dos. Y eran amigos.
Qué podría contar de ellos para que el mundo entero sintiese lo que yo, para que vieran que son complementarios, que el uno sin el otro es un amor cojo. Son obras de arte sin un brazo cada uno.
Alberto había sido el primer amor de mi vida. Alto, guapo, inteligente y con una eterna guerra interna que le hacía un poeta atormentado. Un niño caprichoso. Con una voz dulce y sinuosa y unas manos delgadas y largas.
Tenía el encanto especial de un niño mayor de edad. Un niño con cambios de humor, pero con una infinita capacidad de amar escondida.
Jaime era muy distinto, era algo más bajo y fuerte, aunque también apuesto e inteligente como Alberto, aunque cada uno a su manera, supongo.
Jaime tenía unos brazos fuertes, una voz socarrona y cavernosa, una mirada penetrante que podía hacer temblar el mundo entero. No sabía como sería como confidente o como amante, pero le intuía cariñoso y pasional. Era como una bestia vestida de traje. Se le veía muy animal. Muy entero. Muy en su sitio.

Y aquel día allí estaba yo, con un hombre a cada costado. Pensando en que, tal vez, ese sería el paraíso de cualquier mujer a la que le encantase el hombre en todo su esplendor. Con todos sus pequeños matices y manías.
Primero besé a Alberto, como siempre lo hice, desde la inocencia y la timidez, suavemente, dejando que sus labios se posaran en los míos poco a poco, como si aún fuese aquella niña que se enamoró de él hasta el último rincón del alma.
Jaime lo sabía, lo veía todo, me lo estaba diciendo al oído. Esa voz. Jaime, vaya voz. Me haces temblar el corazón entero, me tiembla tu eco dentro de la piel.
Jaime sonreía, travieso, porque en su avidez de hombre no caben los celos. Porque sabe que Alberto está ahí, pero él también, él tiene su momento. No tiene prisa. Ni rival que valga.

Entonces me giré y besé a Jaime a espaldas de Alberto. Alberto sí que no podía verlo, para él no sería una anécdota picante a añadir al juego. Así que fue un beso de fuego lento. De fuego mudo, sin manos furtivas ni gemidos.
No hay gritos que valgan, caperucita (me dijo)

Los segundos pasaban en mi doble juego. Pasaban amenazantes porque cada segundo era un segundo menos hasta que algo cambiase, hasta que algo hiciese que todo terminara. Mirando al techo empezaron a desdibujarse los contornos.
Ahora mis hombres estaban borrosos, como dos fantasmas, como dos nubes de humo envolviéndome.
No sentí miedo. Sé que aun eran ellos. Eran sus esencias.

Aspiré profundamente, me llené los pulmones con sus cuerpos difusos, con sus centímetros de humo blanco y caliente. Con su vida.

Allí me quedé sola, sobre aquel sofá, con ellos dos conviviendo dentro de mi pecho, en armonía, cada uno besando un pulmón. Revolviéndome y haciéndome sonreír.
Así me dormí, plena, calma. Mis dos hombres me cuidan la espalda.

2 comentarios:

Hellion dijo...

qué bien , es un relato algo sensual jejeje :)

Isi G. dijo...

Qué picante eres, muñeca ;)

Besotes^^