martes, 30 de junio de 2009

Encontrarnos

No sé exactamente cuanto tiempo llevaba allí. Mi memoria era un ente limitado. Pero llevaba el suficiente tiempo como para que todo aquello me pareciese de lo más normal.
Era viernes noche, fiesta. Unas cuantas chicas y yo permanecíamos en un enorme salón acristalado en medio de una destartalada nave.
Unos cuantos niños ricos nos mantenían allí a cambio de que en sus noches de fiesta, animáramos el cotarro, bailáramos, entretuviéramos a sus amigos... éramos como... unas mascotas, por así decirlo.
Cabe pensar en prostitución, pero no, no era ese nuestro cometido, éramos como unas geishas decadentes del siglo XXI.
Viernes y sábado noche nos entregábamos a disfrutar, conocer gente, hablar de lo que teníamos que hablar, beber y tener consentidos a unos cuantos niños ricos que podrían permitirse cualquier puta pero que preferían una seducción mordaz.
Eramos juguetitos a capricho.
Cuando llegaba el domingo vivíamos en esa enorme nave sin tener que pagar absolutamente nada. Así que no estaba tan mal.
Los principales responsables de todo esto, eran un par de chicos de aspecto andrógino y gustos un tanto extravagantes, pero sumamente corteses y respetuosos.
Pero por muy discretos y pudientes que fueran este par de muchachos, sus padres y bienhechores (así como sus Bancos particulares) se cansaban de todo esto de vez en cuando y mandaban a la policía a hacer redadas a la nave.
Aquella noche volvió a suceder. Entraron unos cuantos policías para desmantelar lo que ellos creían que era una red de perversión y prostitución.
Para su sorpresa nuestra puerta estaba abierta y cuando entrar y nos "liberaron" nosotras no hicimos el más mínimo ademán de levantarnos de nuestros cómodos sofás.
Al final nos echaron y, desde las ventanas de la nave, nuestros siempre anfitriones y anfitrionas de las fiestas, nos tiraron billetes y billetes para no dejarnos en la calle sin un duro para pasar la noche, aunque fuese, en un hotel medio decente.
Lo cual se agradece, claro que sí.
Pude agenciarme un buen fajo de billetes acercándome a un arbusto un poco alejado, donde el viento había escondido esos bonitos papeles verdes. Así que conté el dinero, doblé los billetes y me dispuese a pegarme una buena noche en un gran hotel.
De camino me encontré con un chico, era de noche y aun así ese mono de neopreno de colores que llevaba resultaba un tanto chillón. El chico iba montado en una bici. Bueno... bici es una forma de llamar a esa especie de máquina de dos ruedas.
Al final decidí irme con él.
Estuvimos mucho tiempo paseando con la bici, hablando, contándonos algo de nuestra vida sin entrar en demasiados detalles.
Amanecimos sentados en un banco, en un gran parque, viendo salir el sol un día más.
Le dije que había quedado para comer con unas amigas, que necesitaba verlas y contarles todo lo que había pasado para ver si podía quedarme con ellas hasta que todo se solucionase.
Le dije que quería que viniese conmigo y aceptó.
Yo pedí una gran habitación para darme una ducha y descansar un poco y él se marchó a por su coche.
Cuando volvió aun llevaba ese mono horrible, pero al menos ahora el vehículo llamaba menos la atención.
Llegamos al restaurante. Era uno de esos sitios de "casi etiqueta" donde podías llevar una camiseta de algodón siempre y cuando ésta fuera más cara que alguna que otra camisa o chaqueta bien parecida.
Él se dio cuenta nada más entrar y volvió al coche. Yo busqué a mis amigas y las vi de lejos, pero decidí ir a buscarle y entrar con él.
Para mi sorpresa, cuando llegué al coche ya se había cambiado de ropa. Parecía una persona totalmente distinta.
No sabría explicar qué sentí al verle con sus vaqueros y su camiseta blanca. Pero creo que me di cuenta de que no estaría tan mal compartir con él el resto de mis días. Cambiar mi vida.
Para cuando entramos mis amigas ya no estaban.
Paseamos por todo el restaurante buscándolas, pero ni rastro.
Al final decidimos salir (visto el éxito obtenido).
Nos quedamos junto al coche, mirándonos a los ojos, uno frente al otro, sin tocarnos, dejando que el aire se escurriera entre nuestros cuerpos. Le dejamos que campara, iluso, creo que ambos sabíamos ya que nada podría separarnos.
No sabía ni su nombre, ni su edad, a qué se dedicaba o.. cómo era.. no sabía nada de nada, pero estaba allí más por gusto que por no tener otro lugar. Una gata callejera nunca se pierde en las calles, pero estar con él era como estar en el hogar que nunca tuve. Me gustaba.
Fue él quien rompió el silencio con una sonrisa:


- Bueno, dime ¿Dónde NOS vamos? -

sábado, 6 de junio de 2009

La forma de escapar

Carlos y yo teníamos preparado ese golpe desde hacía ya mucho tiempo.
Queríamos vengarnos de aquella maldita empresa de construcción que nos lo quitó todo haría unos años.
Nos enteramos de que tenían una nueva obra en mente. Un centro comercial. Y decidimos colarnos y robarles lo que buenamente pudieramos pillar.
Era más una forma de molestar que una intención de robo o de crear problemas económicamente.
Los primeros días nos fue bien, nos gustaba el hecho de ver a la gente sorprendida y confusa por la falta de material.
Así que dedicimos seguir yendo todo el tiempo que durase la obra. Pero el décimo día todo cambió.
Un capataz nos pilló y salió corriendo detrás nuestra.
Nosotros intentamos escapar, pero las ultimas plantas aun estaban en obras y el camino se nos cortaba cada dos por tres.
Conseguí despistar a mi perseguidor y bajé a las plantas de abajo que estaban casi completas.
Allí me encontré a una chica.
Iba bien vestida, no tenía pinta de tener nada que ver con la obra.
Le conté todo lo que pasaba y me ofreció un buen escondite.
Bajamos a un baño, practicamente completo, que estaba bajando unas escaleras en el piso más bajo de todos. Ella parecía conocer bien los entresijos de aquel sitio. Empezó a apoyar las manos por las paredes y, para mi sorpresa, en una pared en la que había como una gran maceta de piedra, el mecanismo giraba dejando un agujero.
No me servía de mucho, no cabía más de un gato allí. Pero ella siguió apoyando sus manos en el suelo y.. ¡Bingo! el suelo se abrió dejando hueco suficiente para el escondite de una persona.
Confié en ella.
Intenté doblarme sobre mi misma y entrar ahí, en el agujero.
Pero era imposible, no podía.
Ella me animaba, me decía que tal vez doblándome un poco más pudiera hacerlo.

La vi levantarse y caminar hacia la puerta del baño. Allí estaban el capataz y otro hobmre que no parecía tener nada que ver con una obra. Ese traje tan caro hablaba por él.
Ella me dejó allí, indefensa, casi sin poder moverme, como cuando matan a un conejo para comer.
Oí el primer disparo.
Intenté escabullirme entre cualquier cosa que pudiera esconderme. Encontré una baldosa suelta y se la tiré.
El arma cayó y pude cogerla entre la confusión de unos y otros.

Con ella en las manos me puse a pensar en por qué semejante tontería había acabado tan mal. ¿Realmente merecía ser disparada por robar unos cuantos ladrillos? Era de locos.

Me puse la pistola en la sien pensando en si de verdad ellos estaban allí. Sentí el frio metal contra mi sien y vi sus caras de asombro, como si todo esto hubiera ido demasiado lejos.
Sonreí y disparé.

Noté como caía contra el suelo con la suavidad de una pluma, lentamente, ni siquiera me hice daño al caer y mi sonrisa cada vez era más amplia, y la calma me corría por las venas. Lentamente. Todo pasaba lentamente.

jueves, 4 de junio de 2009

Ilusa

Estaba en el norte de España, en un pueblecito. Realmente una pequeña aldea, no tendría más de una veintena de habitantes.
Dormía en una vieja casa que estaba restaurando, tenía una enorme cama en la que, además, dormía con mis perros, para protegerme, aunque me permitía el lujo de tener la puerta abierta.
Hacía un maravilloso día de verano templado.
Me desperté, escuché a los niños gritar:

- Espera Cristian, espéranos -

Mientras corrían detrás de su primo mayor al que hacía tanto tiempo que no veían.
Acaricié a mi perro que venía a darme los buenos días y entonces me fijé en él.
Alguien se había metido en mi casa.
Era un hombre que no llegaría a la treintena, delgado, enjuto, con pinta de tener o haber tenido problemas con las drogas. Llevaba un pantalón negro, sucio y una camiseta interior blanca. Gafas de sol.
Hablaba por teléfono sobre vender algo. Miré sus manos y vi como estaba acariciando unos gigantescos gusanos que había en el suelo cerca de él.

¡Estaba haciendo tratos para venderlos! Y por una millonada..

Me quedé un rato quieta mirando a esos bichos gordos revolviéndose en el suelo, pensando en qué tendrían de especial.
Fue entonces cuando levantó la vista y se dio cuenta de que ya me había despertado.
No fue un cruce de miradas amistoso.

En ese momento entró una pareja de hombres, de mediana edad, vestidos de traje y con el pelo engominado, el chaval se puso muy muy nervioso.
Hablaron en un tono lo bastante bajo para no oirlo pero sí suficiente para saber que algo no iba bien.
Yo miraba la escena como si fuera una película. Atónita. Apoyada en la pared del fondo de la casa.
Recordé que tenía una pequeña pistola para ahuyentar a los animales salvajes en caso de que entrasen por la noche. La miré de reojo mientras ellos hablaban, pensando en cómo llegar a cogerla.

Algo pasó.

Para cuando quise darme cuenta estaban apuntando al chaval con un par de armas.
Hubo un forcejeo, un arma cayó al suelo y la cogí como por inercia. Supervivencia.
Por esa misma supervivencia les disparé, pero las malditas balas parecían fundirse en el aire y no llegar nunca.

- Son armas trucadas - dijo uno, sin mantener la seriedad, me miraba con lástima. Había cometido un terrible error.
El chico se revolvió y le quitó el arma al otro hombre.
Hizo la misma estupidez que yo.

Mientras ambos disparábamos balas fantasma una y otra vez presos de la desesperación. Entró un hombre orondo y de espalda ancha, casi no cabía por la puerta.
Me tiré a sus brazos y, sin pensarlo, le dije - "ayúdeme padrino" -

Los hombres se acercaron y entre tartamudeos les dije que yo tenía una pistola de verdad, que podía acabar con ese chico si tanto les molestaba, pero que por dios me dejasen con vida y se marcharan de mi casa.

El padrino me sostuvo entre sus brazos, pensé que a modo de consuelo, pero entonces oí que uno de los hombres le decía al otro "a esta distancia sí funcionará"


Lo último que vi fue la circunferencia del cañón de un revólver plateado apuntando directamente a mi frente y, antes de morir, sólo se me ocurrió decir una cosa.

- Esa no es mi pistola -