martes, 9 de diciembre de 2008

El capo.

La ciudad estaba volviéndose peligrosa esos días.
Parecía que en alguna parte había quedado un cabo suelto. Cosa impensable en aquellos momentos en que emergían cada vez mas oponentes.
En la sociedad de hoy el respeto era un arma en desuso, no se podía competir con esas mafias extranjeras sin escrúpulos, que no tenían otra cosa que peones baratos y totalmente prescindibles, más que componentes parecían meras cifras.
Nosotros tomábamos whisky en el bar de siempre, pero hablábamos menos que nunca.
Nos mirábamos unos a otros mientras descartábamos culpables. Por más desconfiados que seamos, no nos gusta mirar con recelo a un "hermano".
La gente hablaba de mi como "El Capo". Era su manera de hacerme justicia al modelo clásico, aunque lejos estábamos ya de la Italia de los años 30. Aun así me honraba. Me gustaba ver que veían en mí los valores tradicionales.
Nada que pudiese pensarse hace décadas.
Me pidieron que hiciese un movimiento más en el tablero. Yo tenía armas de las que ellos carecían y, tal vez eso, nos diera cierta ventaja en estos momentos.
Tuve que hacer algunas llamadas y armarme de valor.
Todo apuntaba a unos marroquíes que vendían drogas a menores (algo impensable entre nosotros, no son hombres para conducir, entonces no son hombres para consumir).
Sabíamos de qué manera podríamos, al menos, asomar la patita por la puerta, para ver qué se cocía en la cocina de nuestros nuevos vecinos.
Y allí estaba yo, una fría noche de diciembre, con un viento tan helado que era capaz, casi, de arañarme la cara.
Llegaba el momento.
Abrió la puerta un hombre de unos cuarenta años, con cara de pocos amigos que, cuando me vió, hizo una mueca entre divertida y placentera.
Levanté la vista y el sombrero dejó ver unos labios rojos, unos rizos rubios, un abrigo estrecho y al final, unos astutos zapatos de tacón.
Les faltaba ver el arma letal que viajaba bajo la falda... nada que ellos pudiesen, ni imaginar...

No hay comentarios: